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Cómo escribí «Al final uno también muere»

Cómo escribí «Al final uno también muere»

No recuerdo cómo vino a mí la idea de escribir la historia de una persona que muere todos los días. Por lo demás, la pregunta de “¿cómo se te ocurrió tal o cual texto?” resulta difusa, tópica y hasta un poco molesta. Sí que recuerdo por qué empecé a escribir la historia de alguien que muere a diario o, más exactamente, no es que lo recuerde, es que esa inquietud anida dentro de mí con tal intensidad que no es necesario proponerme nada para sentirla a cada momento. Aclaro que la muerte a diario no conforma un recurso metafórico para pensar en eso que tanto nos preocupa, que es el hecho de no sacarle partido al tiempo limitado que encierra la propia vida. Podría haberlo sido y, de hecho, siento una conmoción bastante palpable cuando me entero de que tal o cual figura de la historia ha padecido la misma preocupación (“si ellos, que fueron grandes, se sentían acosados por la sensación de estar perdiendo el tiempo, ¡cómo no experimentar yo esa frustración!”, pienso). Tampoco mi proyecto consistía en escribir la muerte a diario de ese otro modo metafórico consistente en pensar que la muerte se encuentra en nuestro interior, como el hueso en la fruta: ésta es otra inquietud de la que resulta imposible desasirse (ya saben: nuestro corazón latirá un número ya prefijado de latidos, el envejecimiento es inherente al tiempo y es requisito imprescindible para vivir, etc.). Mi proyecto, pues, no consistía sino en escribir de un modo literal la historia de alguien que se moría a diario, porque, bueno, porque eso encierra una ironía sobre el modo en que habitualmente concebimos la muerte: no como un cierre total y hermético sino como una bisagra hacia otro estado, hacia otro modo de conciencia. Si la muerte es la muerte, no tiene sentido concebirla como un estado-puente hacia otra cosa —la salvación, la fusión con el todo, la reencarnación en otro ser vivo…—, ni siquiera pensarla como un estado de conciencia más o menos diferente que el actual, más o menos atenuado o amplificado. Ningún sentido lógico, es lo que trato de decir, porque el campo semántico de la muerte no debería comprender otra gama de ideas que la aniquilación. Ahora bien, la esperanza de la transfiguración sí que tiene un sentido, y es el de generar consuelo entre los humanos, lo que no es poco, y por eso nunca he sentido a las religiones como demasiado antipáticas en su impulso originario. Al fin y al cabo, las religiones fomentan narraciones que atenúan nuestra angustia, lo que no es poco.

"Los fantasmas no existen, en lo que se refiere a nosotros, porque no podemos percibirlos, si es que existieran"

Concebir la muerte como algo recurrente me permitía ahondar en lo que resulta imposible de imaginar o de concebir —la desaparición—, y por eso escribí la novela: porque no existe estremecimiento más hondo que la anticipación de ese momento. El proyecto, claro, me enfrentaba a varias imposibilidades, a varias contradicciones. La principal ya la he comentado: no puedes hablar de algo que no conoces. La imaginación, ya lo sabemos, no inventa nada. Sólo recombina los elementos de lo conocido. Tomas un par de elementos de tu ámbito perceptivo —un hombre y un caballo—, los mezclas y obtienes un centauro. Lo mismo con las sirenas o con los vampiros o con las levitaciones o con las señoritas parisinas que vomitan conejitos. Es todo. La fantasía solo combina elementos de distintos niveles para producir, a su vez, saltos en la imaginación, en lo concebible. Actúa sobre nuestra percepción de lo real y ensancha de un modo más que placentero las posibilidades de conocimiento y de juego. Pero la fantasía no es capaz de sobrepasar la barrera de lo racional. No hay un afuera del lenguaje (esto lo dijo el primer Wittgenstein, y estoy bastante de acuerdo con ello). Los fantasmas no existen por el hecho de que los materialistas nos obcequemos en que representan proyecciones sociales bastante arcaicas de nuestras inquietudes (que también). Los fantasmas no existen, en lo que se refiere a nosotros, porque no podemos percibirlos, si es que existieran. No podemos captarlos porque, en esencia, si existieran, pertenecerían a dimensiones de la percepción que nos son ajenas.

No me gusta enredarme demasiado en esto porque, aunque me gustan las películas de terror, las veo —cuando las veo, que es casi nunca— completamente inocuas desde una perspectiva ontológica. Es decir, no representan nada que tenga que inquietarnos en sí mismas. Otra cosa es cuando se les analiza desde la perspectiva social o económica o psicológica (Žižek). Ahí la cosa gana en interés pero, claro, pierde su gracia.

"No tenemos ninguna vivencia de la muerte y tampoco la vamos a tener nunca, así que mi novela partía de una contradicción de principio"

La muerte, decía, pertenece a otro nivel: el nivel 0. El nivel en el que la conciencia no puede penetrar porque, como decía Epicuro, si yo estoy, la muerte no está, y si la muerte está, yo no estoy. No tenemos ninguna vivencia de la muerte y tampoco la vamos a tener nunca, así que mi novela partía de una contradicción de principio. El modo en que solucioné —o trampeé— esta dificultad puede descubrirse si se le echa un vistazo al texto, así que me centraré en mi justificación literaria. Que es la siguiente: tradicionalmente, el realismo literario ha sido un modo de contrastación empírico. Desde Zola y Balzac, parece que el realismo se ha ocupado de enseñarnos cómo son las sociedades, lo que tiene un enorme valor, porque la mirada de los escritores siempre capta factores, hechos, valores, circunstancias que al resto del mundo nos pasan desapercibidos. Los escritores realistas son, por decirlo así, los que miran bajo la alfombra. Revelan las tensiones ocultas de las sociedades. ¿Y los escritores fantásticos? Pues los autores fantásticos —que no son los que escriben literatura mágica, sino fantástica— parece que son los que plantean las posibilidades: se entregan a la infinita variedad de lo posible. También ensanchan nuestra concepción de la realidad porque amplifican nuestro reducido campo de observación y proyección con las invenciones de su ilimitada capacidad recombinatoria.

"La muerte no se puede anticipar ni proyectar ni imaginar: he ahí un reto que trasciende los géneros realistas y fantásticos"

Sobra decir que esta distinción entre realismo y fantástico está completamente trampeada. También los escritores realistas hablan de lo que no ocurrió pero pudo ocurrir, y también los escritores fantásticos están encerrados por las limitaciones de la fantasía (tal y como la he descrito antes). Es decir, que la fantasía y el realismo no resultan tan distantes. En el caso de mi novela, sí que encontraba una brecha insalvable entre lo que me gustaría escribir (la muerte) y lo que se puede escribir (la realidad). Y esto es lo que, de algún modo, me estimulaba, porque me ponía a escribir en una negación bastante estimulante: estaría utilizando el género fantástico (en su vertiente más reflexiva, no en su dimensión espectacular) para darme de bruces con una pared, para hablar de lo que no se puede hablar. La muerte no se puede anticipar ni proyectar ni imaginar: he ahí un reto que trasciende los géneros realistas y fantásticos.

Esto último es una presunción, obviamente. Ni mi novela trasciende esos géneros —qué más quisiera yo— ni conseguí describir un solo milímetro lo inefable. Pero el intento me tuvo investigando durante 9 años, leyendo libros de la sociología de la muerte y de la filosofía de la muerte, atado al ordenador, tratando de contar la historia de ese pobre hombre —mi personaje, Kleizha— al que un capricho biológico lo mantiene muriendo y resucitando a diario. Aprendí mucho sobre el modo —vano— en que podemos imaginar el hecho de morirse, sobre las esperanzas que destila ese combate diario contra la nada que es el vivir, y sobre la hermosa poesía que podría escribirse —ya se ha escrito, de hecho— sobre este estéril combate.

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Autor: Roberto Valencia. Título: Al final uno también muere. Editorial: La Navaja Suiza. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro

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