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Cómo se hace la democracia

Cómo se hace la democracia

Un grupo de hombres, mediana edad, panzas prominentes, abrigos gruesos de los que valen para calentar el frío y el estatus, reunidos allí donde lo urbano da paso a lo rústico. Uno de ellos, quien dirige al grupo de inversores, les pregunta para qué colocar su dinero en la industria teniendo que soportar luego a huelguistas y sindicatos. Con un palo traza un metro cuadrado en la tierra y da una cifra: 5.000% de beneficio. El paso de lo que apenas tiene valor a tan astronómico porcentaje se conseguirá mediante una recalificación. Él, Edoardo Nottola, es, además de uno de los principales constructores de Nápoles, el concejal que puede conseguirlo.

La escena, que podría haber sucedido en una zona limítrofe de cualquier ciudad española en la desmedida década del ladrillazo, fue rodada a principios de los 60 por Francesco Rosi, uno de aquellos directores de cuando en Italia el pulso cinematográfico se mantenía a medias entre el arte y el compromiso, más que social, realista. Da comienzo Las manos sobre la ciudad (1963), una película donde la ficción retrata las relaciones entre el poder económico y político con más audacia de la que solemos encontrar en las páginas salmón de los diarios. Lo interesante es que no sólo sirve de testimonio al tiempo en que fue rodada, el desarrollismo de posguerra, sino que podría describir nuestro presente. Eso, además de un mal de época, es una virtud fílmica.

"Esta es una historia donde los contrastes siempre van en pareja, imágenes potentes y comprensibles de eso que se llamaba dialéctica"

Nottola, además de promover su proyecto especulativo, reforma viviendas insalubres de los barrios cercanos al puerto. La premura en las obras, quizá haber colocado a su hijo como supervisor del tinglado, causa el derrumbe de uno de los bloques colindantes provocando la muerte de dos vecinos e hiriendo de gravedad a un crío. Mientras que el empresario acude raudo al lugar del siniestro a bordo de su deportivo para intentar ocultar pruebas, la cámara nos contrapone al niño siendo rescatado por los bomberos, que han llegado en unas cochambrosas camionetas. Esta es una historia donde los contrastes siempre van en pareja, imágenes potentes y comprensibles de eso que se llamaba dialéctica.

El contrapunto de Nottola, interpretado por el actor norteamericano Rod Steiger, se la da el concejal De Vita, encarnado por Carlo Fermariello, hombre de buenas dotes interpretativas no por ser actor, sino por ser sindicalista de la CGIL y miembro del Partido Comunista Italiano precisamente en el ayuntamiento de Nápoles, donde tuvo que enfrentarse en situaciones muy similares contra Achille Lauro, quien fue alcalde de la ciudad, armador, presidente del club de fútbol y fundador del partido Unidad Monárquica. También se interpretan a ellos mismos los periodistas que aparecen en las ruedas de prensa y, de una u otra forma, los propios habitantes de las barriadas populares. “Los personajes y hechos narrados son imaginarios, sin embargo, la realidad social que los produce es auténtica”, explica un inserto al final de la cinta.

La fotografía corre a cargo de Gianni di Venanzo, quien dio forma visual a más de 50 films en las décadas de los 50 y los 60, trabajando a cargo de casi todos los grandes directores italianos de la época como Fellini, Antonioni o Gassman. Un blanco y negro riguroso preside todas las tomas, algo que funciona de acuerdo al duelo de luces y sombras que mueve el argumento, que contará los intentos de Nottola por librarse de la ley y conseguir llegar vivo a las siguientes elecciones y cómo su antagonista, De Vita, pugna no sólo contra el constructor, sino contra unas estructuras que se dicen democráticas pero que favorecen la corrupción. Aunque el final es previsible, destaca la capacidad de la historia por mantenernos atentos, por hacernos pensar que la justicia puede prevalecer.

"Rosi, sin embargo, no rueda una cinta panfletaria. Sin duda su película toma partido, pero no resulta esquemática ni políticamente pueril"

Las manos sobre la ciudad es un ejercicio para comprender la práctica de la política desde su lado menos edificante. Aparece el filibusterismo, “los muertos no están en la orden del día”, o cómo los procesos se dilatan y se tornan laberínticos para evitar cumplir su función, que debería ser la gestión de la cosa pública, no los intereses particulares. También una incipiente obsesión por la imagen, “no quiero fotografías con flash, salgo con la cara de bruto de Mussolini” dice Nottola, o por el control de los medios de comunicación, “nosotros hacemos a la opinión pública”, cuenta en una reunión un dirigente de Acción Monárquica. O directamente un populismo atroz, como cuando el alcalde se ve asaltado por un grupo de mujeres enlutadas que le increpan y las calma repartiendo unos billetes: “¿se da usted cuenta de cómo se hace la democracia?”, dice con una sonrisa de medio lado.

Rosi, sin embargo, no rueda una cinta panfletaria. Sin duda su película toma partido, pero no resulta esquemática ni políticamente pueril. No empatizamos con Nottola, aunque entendemos que su egoísmo —el cual le lleva incluso a sacrificar judicialmente a su hijo— es simplemente la expresión de una estructura de poder determinada. Tanto es así que cuando el constructor explica que “el dinero no es como un coche que lo puedes meter en un garaje, es como un caballo que tiene que comer cada día”, está resumiendo de manera brillante el gran conflicto entre economía productiva y especulativa que dará pie a la inestabilidad del capitalismo del siglo XXI. O cómo mientras los ricos europeos llevan su dinero a fondos buitre norteamericanos, en China invierten en semiconductores.

Otro personaje de interés es el del doctor Balsamo, un centrista que identificamos con la Democracia Cristiana, que tiene que soportar cómo su partido acaba requiriendo de los votos de Nottola y sus secuaces para alzarse con el poder en Nápoles. Hombre de fuertes convicciones, protesta ante el dirigente de su organización. Amenaza incluso con su dimisión como director de uno de los hospitales de la ciudad. Su jefe de filas, un tipo que se diferencia de la tosquedad del constructor en un refinado gusto por el arte, alguien que intuimos manda realmente más que el vulgar ladrillero pero quiere figurar menos, le explica que “en política la indignación moral no sirve para nada. El peor pecado es el de ser vencido”. Es cinismo, pero también una enseñanza descarnada de en qué consiste este juego.

"Las cámaras hoy se enfocan hacia una pantalla azul. Los espectadores aplauden a las pirotécnicas digitales. Luego votan a millonarios con el pelo naranja"

Las manos sobre la ciudad ganó el León de Oro del Festival de cine de Venecia en 1963, pero podía haber aspirado de igual manera a conseguir un premio periodístico si en vez de haberse articulado como ficción lo hubiese hecho como documental, algo que Rosi llegó a plantearse pero evitó en última instancia temiendo los recortes de la censura. Este hecho facilita que nos adentremos en los chiribitiles donde raramente penetra la luz. Frente a los plenos del ayuntamiento, las reuniones secretas donde se alcanzan vergonzosas componendas; frente a la campaña electoral, el desprecio a los votantes que son contemplados como un medio molesto al que manipular; frente a la ley, que el solitario concejal comunista intenta ver cumplida pese a no ser la que él hubiera redactado, la ley de la selva en la que los hombres del dinero se manejan con audacia.

De vez en cuando, muy de vez en cuando, películas actuales como El Reino, Sorogoyen, 2018, recogen la tradición en la que se asienta la cinta de Rosi: tomar la propia realidad contemporánea para que hable, dramáticamente, por sí misma. Entre nuestros conflictos y los de la Nápoles de mitad del siglo XX hay, seguro, unas cuantas diferencias pero, aunque ya no lo queramos ver, también unas cuántas similitudes. Especulación, corrupción, imposición de los intereses privados sobre los públicos y, sobre todo, del poder del mundo del dinero sobre el poder de la democracia. Las cámaras hoy se enfocan hacia una pantalla azul. Los espectadores aplauden a las pirotécnicas digitales. Luego votan a millonarios con el pelo naranja. El fenómeno es más complejo, pero como resumen nos vale. Permítanme, por mi lado, que encuentre refugio en el honrado blanco y negro del neorrealismo, cuando el cine se parecía a la gente y dibujaba la vida con todas sus aristas.

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