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Corto Maltés vuelve a los quioscos

Corto Maltés vuelve a los quioscos

En un célebre artículo, aparecido en el número del diario La Repubblica fechado en el 24 de febrero de 2003, Umberto Eco —que siempre estuvo en liza con quienes estiman que las historietas son un arte menor— sostiene que Hugo Pratt fue un gran artista no sólo porque fue un buen pintor, sino, principalmente, porque fue «un narrador verbo-visual genial». Dicho lo cual, da un repaso a las lecturas que ocupan a los personajes que pueblan las aventuras de Corto Maltés, el héroe por excelencia de Pratt. Puesto a ello, Eco, tras citar esas obras completas de Herman Melville, donde se apoya la bella Pandora en una viñeta de La balada del mar salado (1967), primera entrega de Corto, se refiere a La balada del viejo marinero (1798), de Samuel Taylor Coleridge, que en esa primera aventura del maltés lee Caín. Toda una bibliografía, y otras referencias a cual más elevada, que echa por tierra la mentecatez de cuantos menoscaban el cómic.

Así pues, puede apuntarse que a Eco y a Pratt les hubiera hecho felices haber podido escuchar cómo los responsables del gabinete de difusión del Museo del Prado se refieren al cómic como “figuración narrativa”. Aluden así a esa pintura figurativa, de la que los tebeos son uno de los mejores ejemplos del amado siglo XX, pictóricamente hablando mucho más dado a la abstracción. Y lo hacen además en las presentaciones de los álbumes que El Prado publica puntualmente, cómics editados con el primor que corresponde a una institución tan prestigiosa como la pinacoteca madrileña.

"Los cómics ya no son esos tebeos que se compraban a los niños de hace más de cincuenta años para que no dieran la lata a sus padres en las visitas"

En efecto, los cómics ya no son esos tebeos que se compraban a los niños de hace más de cincuenta años para que no dieran la lata a sus padres en las visitas. Ahora sí, los cómics son, por fin, el Noveno Arte. Según las últimas tendencias, el que sigue a la fotografía. Y lo son gracias a historietistas como Hergé y sus discípulos, André Franquin y los suyos, Uderzo y Goscinny y, por supuesto, Hugo Pratt.

Ahora bien, aquellos niños que empezaron a amarlos cuando aún eran los tebeos que constituyeron sus primeras lecturas, con el término “cómic” aún por acuñar —y no digamos el de “novela gráfica” y otras grandezas con las que se les denomina en nuestros días—, aún los tienen entre las referencias más entrañables de su educación sentimental. Y de que vuelven a leerlos con el mismo regocijo, ya en la linde de la senectud, vienen a dar prueba estas nuevas ediciones, en entregas semanales, de las principales series del género. Se fueron de los quioscos cuando, de las revistas que los vieron nacer, pasaron a protagonizar los álbumes que recogían sus aventuras completas, vendidos por lo general en librerías. Tras Tintín y Astérix, que fueron los primeros, también han vuelto Lucky Luke, el teniente Blueberry… Y por supuesto las series españolas de Bruguera —El capitán Trueno, El Jabato, todas las creaciones de Ibáñez—, que nunca acabaron de irse por completo.

Dentro de esa feliz mecánica le llega ahora el turno a Corto Maltés, la obra cumbre de Hugo Pratt, que estos días regresa en entregas semanales, en una edición de coleccionistas de Planeta Agostini. Bien es cierto que este historietista italiano, al menos en lo que al lector español se refiere, se aparta ligeramente de lo trazado por sus colegas en el encandilamiento de la afición. Para empezar, éstos no le descubrieron cuando eran pequeños: Pratt es más de jóvenes que de niños, sin olvidar que sus primeras ediciones españolas, aparecidas con el sello de la impagable editorial donostiarra Buru Lan a comienzos de los años 70 y aún en blanco y negro, sólo tocaron a aquella edad de oro del Noveno Arte, que se extendió desde los años 50 hasta principios de los 80, de forma tangencial.

Historietista singular

La propia biografía de Pratt también marca distancias con la del resto de los grandes historietistas. El stajanovismo de Hergé y nuestro Francisco Ibáñez, cuyas biografías, prácticamente, se reducen a la entrega más absoluta a la creación de sus personajes, no tiene nada que ver con el italiano. Tan cosmopolita como la familia a la que perteneció —judíos sefarditas por parte de madre, italianos fascistas por parte de padre—, debió de ser esta amalgama la que insufló al futuro dibujante el mismo afán viajero que impulsa a Corto Maltés. Aunque siempre se consideró veneciano, como alguno de sus ancestros, lo cierto es que el futuro dibujante nació en Rimini —como Federico Fellini— en 1927. Diez años después se instaló en Etiopía, donde su padre era uno de los colonos que participaron gustosos en la aventura del África Oriental Italiana puesta en marcha por Mussolini. De ahí que la crítica sostenga que su trazo alcanzó la perfección —esa línea que lo expresaba todo, que Pratt decía haber buscado durante cincuenta años— en sus dibujos de somalíes. “Me di cuenta de que los países colonizados me gustaban mucho más que aquellos que los habían conquistado”. Ateniéndonos a Corto Maltés —en muchos aspectos el alter ego de su autor— no hay duda de que Beni Amer Cush, el guerrero afar de Las etiópicas (1972) es el resultado de la simpatía que sintió Pratt por el pueblo etíope.

"Los últimos álbumes de ese pirata del siglo XX que fue el maltés aparecieron en 1992"

De regreso a Italia, en 1945, entra en contacto con un grupo de historietistas afincado en Venecia, entre los que destacan Alberto Ongaro y Dino Battaglia, y da a conocer sus primeros trabajos dentro de la serie Asso di Picche. Era aquella una propuesta, sobre un justiciero en un San Francisco de opereta, aparecida en la revista Albo Urgano. En los años siguientes, en colaboración con otro dibujante veneciano, Mauro Faustinelli, Pratt alumbra series como Ray e Roy (1946), Silver Pan (1947), Indian River (1948) y April e il fantasma (1949). Estos trabajos llaman la atención del editor César Civita, uno de los impulsores del cómic argentino, quien convence a Pratt y a Faustinelli para que se instalen en Buenos Aires como editores de sus publicaciones.

La experiencia rioplatense de Pratt, con algunas estancias en Londres y regresos a Venecia, se prolongó hasta 1962. Firma habitual de revistas como Misterix, todo un hito en la viñeta argentina, trabajó con los más grandes del cómic de aquel país. Junto al uruguayo Alberto Breccia dio clases de dibujo en la Escuela Panamericana de Arte. Pero si hubo alguien determinante en aquella etapa de Pratt, ése fue el guionista Héctor Germán Oesterheld, con quien creó Sgt Kirk, un western proindio en el que ya hay un personaje que responde al nombre de Corto y es un antiguo bandido. Ya en 1967, de nuevo en Italia, cuando el editor genovés Fiorenzo Ivaldi —rendido admirador de Pratt— puso en marcha junto a Claudio Bertieri una revista dedicada en exclusiva a sus personajes, la llamó Sgt Kirk. En aquellas páginas, además de las aventuras del sargento que les daba título, apareció La balada del mar salado, primera entrega de Corto Maltés. Los últimos álbumes de ese pirata del siglo XX que fue el maltés aparecieron en 1992. Para entonces, Pratt había creado otras series, algunas tan notables como Los escorpiones del desierto (1969-1992) o sus colaboraciones con Milo Manara —Verano Indio (1983) y El gaucho (1991)— dos cumbres del cómic erótico. Ninguna tiene parangón con el entusiasmo que despierta entre los amantes del Noveno Arte el viejo marinero.

Un corsario de entreguerras

Nacido en Malta en 1887, se diría que Corto Maltés abrió los ojos por primera vez justo a tiempo para ser testigo de las principales conflagraciones que asolaron el planeta en los primeros años del siglo XX y compartir sus aventuras con todo el acervo de desarraigados que poblaron el mundo de entreguerras. Al igual que entre sus camaradas menudearon los verdaderos protagonistas de la historia —escritores como Jack London, John Reed, James Joyce, Eugene O’Neill, Ernest Hemingway o Hermann Hesse; forajidos como Butch Cassidy y Sundance Kid, dictadores como Stalin, aviadores como el Barón Rojo— sus andanzas tuvieron como telón de fondo algunos de los enfrentamientos más destacados de la centuria pasada.

Desde la particular guerra de las Galias que libró Astérix hasta esa otra visión de cincuenta años del último siglo que nos proponen las aventuras del gran Tintín, el Noveno Arte ha frecuentado la Historia tanto como el Séptimo. Sin embargo, acaso sea el maltés el único de los héroes del cómic impulsado por cierto afán ácrata. «Anarquista», como suele apuntarse, sería mucho decir considerando sus encuentros con Stalin. Sus contactos con el Zar Rojo le alejan del verdadero anarquismo en la misma medida que ese cierto sentir ácrata —que sin duda subyace en él— lo hace de ese universo de Joseph Conrad —el mayor apólogo de la supremacía occidental que ha conocido la historia de la literatura— al que Corto, en una primera instancia, parece pertenecer. A la postre, el maltés pasa por los primeros capítulos de la Historia del siglo XX imbuido de ese espíritu contestatario y universalista de los años 60. Esa fue la inspiración sincera de Hugo Pratt cuando lo creó.

"Como todos los desarraigados de entreguerras, Cortó Maltés acudió con presteza a todos los conflictos de los que tuvo noticia, aunque luego pasó por ellos con su proverbial escepticismo"

Púber aún, con tan solo 13 años, Corto asiste en China a la Guerra de los Bóxers, donde ya hace notar su arrojo en un hecho de armas. No mucho después, en 1904, tras sus primeras singladuras por África y Asia, ya apunta maneras de moderno corsario y asiste en Manchuria a la Guerra ruso-japonesa. Allí conocerá a Jack London y al que será su compañero en tantas aventuras, un desertor del ejército zarista, un simpático asesino que responde al nombre de Rasputín.

Siendo Corto uno de los grandes héroes románticos y siendo nuestra Guerra Civil la última contienda romántica —recuérdese que, empero su crueldad, la mayor parte de los combatientes fueron voluntarios—, nada más lógico que al maltés se le diera por desaparecido entre los miembros de las Brigadas Internacionales que quedaron para siempre en suelo español. Hay noticias de una carta de Pandora Groovesmore. En sus líneas, el amor platónico del ya viejo pirata asegura que Corto y Tarao, su compañero maorí, vivieron sus últimos años junto a ella y sus hijos.

Lo rigurosamente cierto es que, pese a ser ciudadano británico, también estuvo presente en las violentas tensiones que precedieron a la proclamación del Estado Libre Irlandés (1922), y formó con los irlandeses. Fue Stalin personalmente quien le salvó la vida en la guerra civil que sucedió a la revolución soviética en la Rusia de 1920. En uno de los episodios incluidos en Bajo el signo de Capricornio (1970) se nos presenta en las revueltas de los cangaceiros que conoció el Sertón brasileño a finales de los años 10. En La casa dorada de Samarcanda (1980) asiste a la muerte del turco Enver Pachá en lucha contra los comunistas.

Como todos los desarraigados de entreguerras, Cortó Maltés acudió con presteza a todos los conflictos de los que tuvo noticia, aunque luego pasó por ellos con su proverbial escepticismo.

Uno de los enfrentamientos que ocupan un mayor número de páginas en sus aventuras es la Gran Guerra. Aunque La balada del mar salado da comienzo en los días previos a este conflicto, es en Las célticas donde cobra más presencia aquella conflagración. Publicadas originalmente en la revista francesa Pif Gadget entre septiembre de 1971 y julio de 1972, las distintas aventuras que integran la propuesta constituyen un auténtico ciclo sobre la guerra del 14. Aún en La balada del mar salado, recién comenzado el conflicto, veremos a Corto y a Rasputín robar carbón a los aliados para vendérselo a los alemanes.

"Su único interés en la contienda que desangra a Europa es el vil metal"

Con el correr de los años, en 1917 y luego del ciclo sudamericano incluido en Bajo el signo de Capricornio, ya en Las Célticas, volvemos a saber de Corto en la Europa de las trincheras. Así, en el episodio titulado Bajo la bandera del oro, que da comienzo en el otoño de 1917, tras la batalla de Caporetto, se nos cuentan las andanzas de una tropa procedente de diversos ejércitos. Su único interés en la contienda que desangra a Europa es el vil metal. Se mueven en el Adriático a la búsqueda del oro de Nikita, el rey de Montenegro. Corto, E. Hernestway —un trasunto del Hemingway de Adiós a las armas (1929)— y Onatis —otro tanto del armador griego Aristóteles Onassis— se encuentran entre ellos.

Al socaire de la Primera Guerra Mundial, que tenía al grueso de las tropas británicas batiéndose en el continente, el independentismo irlandés se alzó en armas contra Gran Bretaña y tuvo en el Corto de Concierto en Do menor para arpa y nitroglicerina, otro episodio de Las Célticas, a uno de sus mejores aliados.

Cuentan que Manfred Von Richthofen, el Barón Rojo dedicó una rosa a cada uno de los ochenta aviones enemigos que derribó en los cielos de la Gran Guerra. Tanto romanticismo no se le podía pasar desapercibido al maltés, quien asiste a la muerte del último «adversario noble» —según apuntan los enemigos del barón en la lápida que le levantaron tras acabar con él— en Vino de Borgoña y rosas de la picardía.

Sutiles, pero igualmente peligrosos, fueron los combates que se libraron entre bellas espías en la retaguardia de la Gran Guerra. Corto asistió a algunos de ellos en El tinglado de la antigua farsa.

Vídeo: Todo Pratt

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