Iniciaré esta narración, si Uds. me lo permiten, con una frase del historiador de arte francés, el Dr. René Huyghe, que dice así: «No hay arte sin hombre, pero quizá tampoco hay hombre sin arte», y cuán cierta es, cuán acertada a la hora de valorar este sutil código de lenguaje artístico basado en el hombre (Pedro de Poco) y su universo (de bosques y jilgueros y tierra). Y resulta ser porque, en un mundo de prisas como el nuestro, desbordado por todo y enfocado en nada, encontramos en La piedra blanda (Random House) el particular homenaje de dos artistas, Rodrigo Cortés (director, productor, escritor…) y Tomás Hijo (ilustrador, escritor, profesor de Bellas Artes…), al libro como objeto de arte; pero no como un mero apéndice ornamental, sino como un narrador de historias. Y en La piedra blanda hallamos, a golpe de gubia y con la musicalidad propia del lenguaje esencial (que no sencillo), rítmico y vital de su protagonista, un cuento que hunde sus raíces en lo profundo de la tierra para, después, desplegar su copa en el aire presentándonos un ejercicio de arte moderno que muestra que, también en la anatomía de los libros, existen diferentes formas de hacer las cosas.
Ojalá y todas las historias pudieran ser contadas. Ojalá y todo lo que se cuenta pudiera nacer de la inspiración hecha impulso vital. Ojalá y todos los impulsos del hombre (nacer, comer, crecer, pensar, reproducirse y morir) pudieran transformarse y mutar haciendo de lo usual algo extraordinario. Es esta obra extraordinaria un códice artístico poblado de ilustraciones dedicadas a la historia de un hombre atemporal que se percibe distanciado del mundo, pues como un gólem más nos muestra las penurias y dificultades de una existencia tensa y angustiada, referenciada en su propio yo. Y es, por contra, su relato un canto silencioso y calmo donde lo narrado actúa sobre su personalidad y comportamiento en un proceso catártico que aliviará su pena en la indiferencia visible del extraño, del que está vivo, pero no debería; del que sabe de todo, pero desconoce cómo experimentarlo si no es en forma de dolor o agresividad. Hay en estos dos parámetros, no obstante, un goce elevado por el sentimiento del amor. Un amor que, inevitablemente, como en anticipación, se desvía para hacerse calco de lo que podía haber sido, pero no fue y es apenas la historia de Pedro: una representación de la vida humana experimentada en lo poco, en lo sumiso, en el silencio anónimo de los desahuciados que pasan por locos o por santos, adelantándose a un mundo que solo comparte con ellos el destino final de la muerte. Es la muerte una suerte de vida para el que sabe, como Pedro, afrontarla sin miedo; una nueva oportunidad frente a la derrota de lo que permanece (o permanecería) estático y no puede mutar. Y es en la mutación, en la transformación milagrosa (como la de la tierra), donde las cosas que resultan incomprensibles germinan de las heridas que sanan y de las pérdidas que suman. Por eso Pedro muta, porque es petrus, piedra de carne: piedra blanda. Y siempre, siempre habitará en el inmovilismo del bosque, eterno. Es esta historia una suerte de teoría metafórica sobre el significado original de la vida; un paseo acompasado por el camino del alma de un todo o de todos los que, profunda y decisivamente, se revelan diferentes.
Y es el arte de…
Ojalá y todas las historias que se cuentan (y que se contarán) pudieran orlarse tal cual lo ha hecho Tomás con la historia de este libro: con una filosofía poética de imágenes estampadas en negativo, talladas con gubias y escoplos sobre tacos de madera entintados con un color negro, sólido, frente a sus respectivos y abundantes «saltos en blanco» que, a mi modo de ver, actúan como viñetas (en su significación primera), ornamentando las páginas de papel, cremoso y áspero, con el vacío conseguido por el movimiento del estampado sobre la lámina (unas veces arriba; otras, abajo o en el medio) y con el paso de éstas.
Ojalá y todas las historias que se cuentan (y que se contarán) pudieran ser narradas tal cual lo ha hecho Rodrigo con la historia de este libro: con la simplicidad del pensamiento de un niño; símbolos gráficos que transmiten ideas y sentimientos de manera concisa, sencilla, desnudándose de artificio, pero revistiéndose de saber de alma. Y es aquí cuando, aunando artes, esta historia es contada por un narrador transparente que es opaco al mundo y su cinismo. Por eso, Pedro muta, aunque permanece: porque es carne blanda de piedra dura.
En profundidad…
Para finalizar, si Uds. me lo permiten, añadiré que he disfrutado de esta obra con el regocijo soberano que se experimenta cuando uno intuye con lo que va a toparse: entendía que La piedra blanda lentecería mi corazón, pues sé del arte de Rodrigo (adoro Luces rojas) y conozco del arte de Tomás; por tanto, no he llegado a esta obra desprovista de expectativas, sino todo lo contrario. Y sí, mi corazón ha sentido la prueba de la grandeza que resulta de aunar, de «pintar» dos piezas que han trocado en una sin desmerecerse. Eso me lleva a pensar en Wordsworth cuando dijo aquello de: «La única prueba del genio es el acto de hacer bien lo que es digno de hacerse y que nunca se ha hecho hasta entonces». Sin duda, Rodrigo y Tomás, Tomás y Rodrigo lo han hecho y lo han hecho muy bien. Y yo que no sé alejarme mansamente del significado de las palabras, ni tampoco desimpresionarme del lenguaje caprichoso de las imágenes creadas con técnicas que, por ser tan antiguas, en estos tiempos prosaicos son revolucionarias, me sumiré en este volumen cada vez que mi alma demande escapar de las fronteras del espacio y del tiempo. Porque, a fin de cuentas, para eso precisamos del arte, y para eso nos precisa éste. Y sí, habría querido que esta historia, como las buenas historias, de acabarse no supiese. Luego, de a Poco me supo Pedro, a poco.
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Autores: Rodrigo Cortés y Tomás Hijo. Título: La piedra blanda. Editorial: Random House. Venta: Todos tus libros


La Piedra Blanda es una obra impresionante, de una belleza sublime y una poesía depurada, graciosa y llena de magia. Preciosa reseña, por cierto.