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De azul oscuro y amarga verdad

De azul oscuro y amarga verdad

Cuando buceo me sale de dentro lo oscuro. Me envuelve como una sábana y me permite respirar. Bajo el agua nada tiene importancia, y no soy más que un cuerpo que torpemente imita la fluidez con que los peces se deslizan entre burbujas de oxígeno que se burlan porque se saben libres de mis pulmones.

Mi feto abortado va conmigo en cada inmersión. Nuestro bebé, incomprendido. Qué horrible traición esa que se ejerce sobre quien aún no puede entender las ideas de la confianza y su opuesto. Qué desgarro tan triste a una criatura que era solo fruto de amarse, y no sentía más que dependencia pura. Ahora siempre va conmigo. Y el mar, al contrario que para mí, es su hogar. Puede que por eso allí, donde reside, lo sienta más en mí. Como si el agua nos abrazara o nos pusiera más cerca. Mi feto, triste y al que solo yo veo, es más cosa en el mar. No más bello, no más cierto. Solo más. Yo, en cambio, me vuelvo menos todo. Y así, poco a poco, espero disolverme, deshacerme, como uno de los castillos de arena que siendo un piojo rubio levantaba frente a la costa, ante los ojos de una madre, esta la mía, que sí que supo amar a sus hijos.

¿Para qué interponer entre mi cuerpo y el mundo de los hombres una enorme barrera de océano azul oscuro si cuando me pierdo y me alejo de ellos me hago más tenebroso? Porque también me siento libre. Sin cadenas en mi oscuridad. Ajeno a una lucha entre claroscuros que no existen en mí porque no son necesarios. El equilibrio me visita a cinco atmósferas con una elegancia y facilidad que rara vez experimento en tierra firme.

Vaya oxímoron más extraño —no, no es un animal marino— encontrarse mejor al ser más oscuro, más hielo, menos carne viva. Cualquiera diría que eso no es posible en mí, que cómo va a ser más negro lo negro. Salvo que cualquiera no me conoce, no sabe de las fosas comunes de ideas, de sueños, de engaños mal concebidos, de promesas rotas, de puñales manchados de sangre y oxidados que me cuelgan de las heridas y acaban cayendo. Cualquiera no sabe del daño eterno y los pesares que entierro en mi mente. Son tantos que aunque intente llevar una vida luminosa, como la conciben necesaria, eternos en su error, los optimistas patológicos —la mayor enfermedad de este planeta— se me escapan trazas de sol muerto. Y como somos obtusos por naturaleza, parece que esto, la consecuencia, lo oscuro, es algo malo por necesidad.

Pero cuando buceo no hay nadie. Solo yo. Puedo girarme, ver las burbujas subir y desear descender tanto que me exploten los tímpanos, y allí soltar el jacket, las botellas, el aire, la vida… Y verme nadar unos segundos con los peces del fondo. Seré su compañero, su hermano, su alimento, su amor más verdadero. Seré, como una ballena, un pequeño ecosistema efímero. Pero el día en el que cumpla con ese final, el día en el que le conceda a mi cuerpo la oscuridad que me ha de aportar esa paz aún queda lejos. Tengo cosas por hacer. Importantes o no, mientras albergue ese sentimiento mi muerte quedará postergada. No lo suficiente para unos pocos a los que quiero, me temo, pero en esta vida se debe aprender a coger la manzana que te da el árbol y no desear la de la copa, o te arañas, te caes, rasguñas y lo más seguro es que, si eres como yo, no escarmientes. Y no, tras revisar este texto ocho años después de su escritura, puedo confirmar que jamás escarmiento. Soy un cachorro, un cacharro, eterno.

Así que regreso a la superficie, con nuevas oscuridades agitadas en mi espíritu, en cuya existencia creo y creeré hasta que alguien demuestre lo contrario. Y entonces disfruto buceando en mi mente, en las fosas, entre los huesos y los rictus eternos que son lo más bello que puedo contemplar sin sentir culpa, miedo o deseo. El aborto, la sinceridad, el egoísmo, las mentiras, las relaciones, las personas a quienes quiero —lo tengan merecido o no—… Todo eso lo agito y remuevo, buscando que me duela. Que rabie, se inflame y quede inmóvil como un hombro sin hueso, un cartílago desgastado o una simple patada en los huevos. Y cada vez es peor, pues ya ni eso siento. Sé que quiero, sé a quiénes quiero, los llevo cosidos y siento lo que tienen dentro, siento a quienes entran en sus vidas, a quienes les dañan y a quienes les aman o creen hacerlo… No hablemos de mi cordura, si con dos palabras puedo demostrar que no soy yo el poco cuerdo, sino que son los cerebros de otros los que quedan lejos de entender lo que digo pero a los que es fácil mostrar que estoy en lo cierto.

Ya poco siento, mi espíritu no desea estar cerca de otros cuerpos, no anhela verlos en el dolor, la alegría, en el éxtasis del sexo. Tengo un cuerpo, unos instintos y demasiado sexo para tan poco aliento. Ya no me preocupa. Solo lo acepto. Y aún así os digo a los pocos que estáis en mí, que os quiero. Solo por eso estoy aquí, en tierra, para escribir esto.

Extraño las pinzas de los cangrejos, el vaivén de las olas sobre un cuerpo descompuesto. Pero aquí, tan oscuro que cuesta entender, sigo más o menos en pie.

Hoy he aprendido dos cosas: la primera es que ya no soporto escuchar música acompañado; la segunda aún no la recuerdo.

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Raoul
Raoul
1 mes hace

Tras una lectura atenta del texto, el diagnóstico de nuestro ilustre doctor Froiz es el siguiente: demasiadas birras.