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Desde la cofa

Con el cuidado de siempre, expresión del amor a los libros que publica, la editorial Nocturna pone en las manos del lector El jardín de los frailes, la novela en la que Manuel Azaña (1880-1940) revisa su experiencia como alumno interno del Real Colegio de Estudios Superiores María Cristina, a cargo de la Orden de San Agustín en El Escorial. Azaña, que a los diez años se había quedado huérfano de madre y padre, fue enviado, en torno a los catorce y terminado el bachillerato en su Alcalá de Henares natal, “con los frailucos”, según la expresión que en la novela utiliza la abuela del protagonista para comunicarle la noticia. Allí se preparaban los alumnos para examinarse luego en una Universidad y obtener la licenciatura. Azaña hizo así gran parte de sus estudios de Derecho. Ya licenciado, se traslada a Madrid, donde entra como pasante en un bufete de abogados, obtiene el título de doctor, debate en la Academia de Jurisprudencia, frecuenta el Ateneo y escribe artículos. Parémonos un momento en uno publicado en esa época de cambio de siglo. Se trata de ‘Fragmentos de novela. I’, una pieza que no tuvo continuación pero que nos muestra un interés por contarse su propia vida a través de la literatura, que continuará poco después en la novela inédita La vocación de Jerónimo Garcés. Pasarán los años, opositará y ganará una plaza de funcionario, será secretario del Ateneo, y, a la vuelta de una estancia en París con su amigo Cipriano de Rivas Cherif, fundará con él una revista literaria, llamada La Pluma. Será en ella donde Azaña publique desde septiembre de 1921 hasta junio de 1922 parte de El jardín de los frailes. Tras el capítulo XII aparecía un “Continuará” que tardará cinco años en materializarse, esta vez en un libro, dedicado a su amigo Cipriano. Es el libro que tenemos entre manos y que responde a ese mencionado intento de acercarse a través de la creación a su yo íntimo. Azaña fue, escribió Garagorri, “un preocupado de sí mismo”.

"El libro gustará hoy tanto como gustó en su tiempo a Besteiro, Salinas, Guillén o Corpus Barga. Díez Canedo lo comparó a El artista adolescente, de Joyce. Todo esto le hizo preguntarse al autor si no sería la literaria y no la política su verdadera vocación"

La adolescencia, como la infancia, es lenta; sus peripecias, sus amistades, sus paisajes, van calando hondo tejiendo el fondo de nuestra personalidad. A eso asistimos en estas páginas, a la formación de un alma a través de los episodios vividos entre frailes, compañeros, piedra y paisaje escurialenses, en el tiempo dilatado de la adolescencia. Un tiempo que es vivido como un peso por el narrador, ese “puro signo” del que se habla en el prólogo y que es y no es Manuel Azaña. La “pesadumbre del tiempo”, la costumbre de no contar con el presente y remitir toda posibilidad de vida y también de conocimiento a un futuro en el que ya no se estaría allí, planteará al lector atento la cuestión de la pedagogía en un tiempo en que la Institución Libre de Enseñanza había lanzado ya su renovadora propuesta. Pese a todo, sin embargo, el corazón iba viviendo, aprendiendo a identificar sentimientos (el descontento, la felicidad, el abatimiento, la paz, la iracundia) y volcándose hacia el paisaje (“en la edad de ordenar por vez primera las emociones bellas, me sobrecogió el paisaje”). La imaginación encontraba fácilmente abono en los profesores y las anécdotas que propiciaban, descritos de un modo que nos hace pensar en Quevedo. Y la inteligencia se tenía que contentar con afilar los ardides para sobrevivir en la sociedad de estudiantes (“Hay que ser un bárbaro para complacerse en la camaradería estudiantil”). Todo ello, unido a la sensibilidad religiosa, a la historia de España o a la presencia de Alcalá de Henares, es contado con la sabrosa demora que conviene a la materia narrada, en un castellano jugoso y lírico, del que entresaco el “viso de una pupila empañada en la hendidura de los párpados entreabiertos” de un colegial muerto.

El libro gustará hoy tanto como gustó en su tiempo a Besteiro, Salinas, Guillén o Corpus Barga. Díez Canedo lo comparó a El artista adolescente, de Joyce. Todo esto le hizo preguntarse al autor si no sería la literaria y no la política (para la que se sabía dotado) su verdadera vocación. Nunca, sospecho, resolvió esa duda, siempre se debatió entre la vocación de intelectual (en la que podemos incluir la faceta literaria) y la de gobernante, entre permanecer en la cofa o bajar al timón. Como prueba de la primera dejó este estupendo libro.

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Autor: Manuel Azaña. Título: El jardín de los frailesEditorial: Nocturna Ediciones. Venta: TodostuslibrosAmazonFnac y Casa del Libro.

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