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Diego S. Garrocho: «La impugnación de los productos más sublimes del espíritu es lesiva»

Diego S. Garrocho: «La impugnación de los productos más sublimes del espíritu es lesiva»

A Diego S. Garrocho (Madrid, 1984) le cuesta, y sus lectores lo celebramos, dibujar las lindes que delimitan los géneros literarios: “No existe un protocolo definitivo, ni un test que nos permita asegurar, sin riesgo a equivocarnos, dónde empieza o dónde acaba el ensayo o el cuento. Tampoco sabemos dónde empieza el poema y termina la prosa. Ni siquiera podemos afirmar con certeza dónde arranca la filosofía”. Por eso, en El último verano (Debate, 2023), a simple vista un libro de artículos, no sólo se habla del suicidio cultural de Occidente o de la “izquierda panda”, sino que se anima a romantizarlo todo —“incluso, hasta la mentira”—, se aboga por convertir las escuelas en lugares de resistencia o se celebra a Nick Cave con una prosa cristalina, inteligible, luminosa, y salpimentada con fogonazos líricos —“Somos víctimas de una sorpresa anunciada”— y con un porrón de autores y lecturas sin incurrir en la pedantería. Zenda entrevista al profesor de Ética y Filosofía Política en la UAM y jefe de Opinión de ABC en el Picnic, un bar que es “patrimonio memorativo esencial” del autor.

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—Señor Garrocho, ¿vivimos en los últimos días de Pompeya?

—Lo fácil sería decir que sí, pero creo que lo responsable es hacer como si no. Esa creencia es casi performativa: si empezamos a exponer positivamente ideas y a lamentarnos menos, quizá seamos capaces de construir un pensamiento más propositivo y menos triste. Ese decadentismo, esa conciencia casi noventayochista de la que me ha contagiado el columnismo  y la intelectualidad de España, esa cosa casi spengleriana del ocaso de Occidente, hay que revocarla desde la convicción, la asertividad y la fecundidad del pensamiento.

—Entonces, ¿no llegará el día en el que “no nos quedará ni siquiera un símbolo con el que cubrir nuestro féretro”?

"Eso es la esperanza precisamente: la confianza en un mundo mejor cuando no existen motivos para confiar en ello"

—(Piensa) Sin duda, es un riesgo posible. Nos estamos enfrentando a desafíos y a monstruos nuevos. Estamos inaugurando escenarios de riesgo que no preveíamos. Tienen que ver con la tecnología, con la pérdida del tiempo reflexivo, con la pérdida de conciencia, con que ya no tenemos capacidad para concentrarnos ni para gobernar nuestra vida con hondura… pero, pese a todo, me confieso profundamente esperanzado. Siempre hago una distinción entre la expectativa y la esperanza. Es posible que no existan razones computables, mesurables, para esa confianza. Pero eso es la esperanza precisamente: la confianza en un mundo mejor cuando no existen motivos para confiar en ello. La expectativa es el cálculo racional de futuros que sirve a quienes invierten en bolsa. Pero, sin duda, estamos en una circunstancia donde otean en el horizonte algunos riesgos nuevos e imprevistos.

—¿Cómo se construye una sociedad “en la que casi todo el mundo está mal”, “o muy mal”?

—Parece que hay una conspiración perfecta, ¿no? Hablo con gente de casi todas las generaciones y de sectores muy distintos, y hay un malestar creciente y casi universal. En ese sentido, parece que se ha dado una puntualidad de relojero a la hora de arruinarnos la vida, de truncarnos las posibilidades de cumplir nuestras expectativas. Nos movemos en un momento donde no es que ya se trunquen las promesas: es que hemos olvidado la capacidad de formularnos promesas. Ni siquiera son promesas incumplidas: no somos capaces de alumbrar compromisos nuevos.

—¿Por qué proliferan o por qué, cuando menos, se escucha tanto a quienes defienden “que una batucada tiene el mismo valor que una sinfonía de Mahler”?

—Se puede rastrear culturalmente el momento en el que, teóricamente, se ha decidido impugnar la distinción entre alta cultura y baja cultura. Se pensaba que esa impugnación tenía un valor emancipador y revolucionario. Y es cierto que, en ocasiones, esa linde ha sido muy política o ha respondido a intereses hegemónicos y no siempre transparentes, pero creo que la impugnación de los productos más sublimes del espíritu es lesiva. En ese sentido, el péndulo está girando de nuevo. La gente se ha dado cuenta de que, efectivamente, necesitamos jerarquías para drenar la realidad. Y esas jerarquías también laten en el mundo de la cultura, en la estética o en la filosofía.

—¿Se parece el horizonte moral de Occidente al cementerio de elefantes de El Rey León?

"Uno de los grandes beneficios que tiene Occidente es que tiene una tradición lo suficientemente plural como para encontrar dentro de ella innumerables alternativas"

—No quiero comprar esa lectura terminal. Sobre todo porque uno de los grandes beneficios que tiene Occidente es que tiene una tradición lo suficientemente plural como para encontrar dentro de ella innumerables alternativas. Es decir, podemos recurrir a la tradición para encontrar horizontes de sentido desde los que vivir el presente, a pesar de que los nuevos planes de estudios insistan en que todo está en internet y que no son importantes los contenidos, sino las competencias. Me gusta confiar y, en ese sentido, tiendo a ser un firme defensor de Occidente. No hay nada tan malo en la tradición occidental que no pueda repararse con su mejor parte.

—El fabuloso Igor Paskual canta: “El que esté cansado de Occidente, que lo piense”.

—Creo que la tradición occidental tiene los suficientes recursos como para brindarnos soluciones escapatorias dignas a todos los problemas que lleguen. Si encontrásemos en la tradición un aliado, me negaría a pensar que estamos en un cementerio de elefantes.

—Pero hay como una especie de pulsión suicida, ¿no?

"Lo que me preocupa es el suicidio cultural. Que una ministra de Educación maneje una sintaxis paupérrima"

—Hay un complejo de culpabilidad hipertrofiado muy absurdo, Douglas Murray lo explica muy bie en su último libro, La guerra contra Occidente. Precisamente, criticar lo occidental y celebrar todo lo que no sea occidental ha tenido, durante un tiempo, un prestigio intelectual casi exótico. Esa especie de harakiri, de suicidio cultural, me parece absurdo. La gente habla de guerra cultural. Las guerras culturales me gustan. Lo que me preocupa es el suicidio cultural. Que una ministra de Educación maneje una sintaxis paupérrima. Que un ministro de Universidades diga en serio que todo está en internet y que, por tanto, no tengamos que preocuparnos por los contenidos. Yo confío en el poder emancipador de la alta cultura, y creo que el acceso a esta habría que brindárselo a todos los ciudadanos por el mero hecho de serlo.

—Escribe: “Hubo un tiempo en el que lo bello, lo bueno y lo verdadero eran una y la misma cosa”. ¿Cuándo dejó de serlo?

—Lo bello, lo bueno y lo verdadero fueron una cosa de una forma muy clara en el siglo IV a. C., y es uno de los grandes patrimonios de la filosofía clásica. Quizá, dejó de serlo a partir de la impugnación que hicieron algunos lectores de Nietzsche. Creo que Nietzsche podría estar de acuerdo con esa afirmación. Tenía una relación muy íntima, muy problemática, de disputa, con los clásicos. Concretamente, con Platón, con la tradición socrática. Pero creo que es algo propio del siglo XX. “Siglo XX, cambalache…”. Confieso con alegría que yo sí he visto y he vivido esos momentos puntualísimos donde lo verdadero, lo bueno y lo bello se han dado la mano.

—¿La búsqueda de la verdad ha dejado de ser rentable —si es que alguna vez lo fue—?

—La verdad es rentable a largo plazo. Eso es algo conflictivo en un mundo donde nos nutrimos de mensajes puramente inmediatos. Se ve claramente en el periodismo: hoy, un bulo, una noticia falsa o una noticia ruidosa corre a mucha más velocidad que una noticia elaborada con mimo y con profundidad. Tocqueville decía que era mucho más asequible una mentira simple que una verdad compleja. De modo que la verdad siempre ha estado amenazada. No todo el mundo ha querido darse el tiempo suficiente para aceptar o para difundir determinadas verdades. Creo que en el contexto de inmediatez actual, incluso la verdad en su sentido más precario, más informativo, corre algunos riesgos. Pero ese riesgo, ese peligro y esa amenaza, al mismo tiempo, nos está haciendo conscientes de que tenemos que activar ciertas jerarquías epistémicas. Tenemos que llegar a determinados compromisos donde la verdad pueda volverse a hacer posible.

—Plagiando a Pilatos, ¿y qué es la verdad?

"El ChatGPT nos va a obligar a que confiemos en el testimonio de personas que son confiables"

—Y además no sigue, se detiene el Evangelio, hay un silencio. No se responde. Gianni Vattimo, un filósofo turinés, decía que la verdad es contraria a la democracia. Creo que es todo lo contrario: la democracia es un pacto entre ciudadanos que comparten dudas y que deciden caminar juntos en esa búsqueda de, por lo menos, una verdad con minúscula. Creo que si la palabra “verdad” nos da miedo, si la traducimos a una visión más asequible, como es la “veracidad”, todos entenderíamos que los periódicos deben ser veraces. Los medios de comunicación, en general. La posverdad va a ser como la vacuna, la inoculación del virus y del pánico suficiente para que volvamos a reconciliarnos con la verdad. Necesitamos las verdades. El ChatGPT nos va a obligar a que confiemos en el testimonio de personas que son confiables.

—Hablando de confianza: usted sigue confiando en la humanidad porque todavía es capaz “de reconocer algunos pactos entre generaciones”. ¿Como cuáles?

—Tiene que haber pactos de solidaridad recíprocos: los jóvenes pagan las pensiones de los mayores a cambio de que los veteranos o la gente más mayor sea capaz, por ejemplo, de brindar o de legar espacios de poder y de decisión a esa gente más joven. Una sociedad bien ordenada es capaz de mutualizar los daños y de mutualizar también algunos beneficios. Siempre creo que una nación es un pacto de hombres que deciden compartir su suerte. Sobre todo, la mala. Y ese pacto no es sólo un pacto entre clases, un pacto entre sexos, entre diferentes: es un pacto intergeneracional. En el momento en el que se pone en riesgo ese pacto intergeneracional, hay riesgo de que implosione la sociedad. Y creo que, actualmente, ese es uno de los mayores riesgos.

—“Hay que romantizarlo todo. Romantizarlo, incluso, hasta la mentira”. Cuénteme más, por favor.

—Me parece insoportable la gente que sostiene que no hay que romantizar las relaciones de pareja, que no hay que romantizar la familia o los afectos. Todo lo contrario: el ser humano es un animal que romantiza. Un animal que, ante la precariedad de la realidad inmanente, es capaz de engalanarla a través de ornamentos que, por supuesto, son ficticios, son mentirosos. Porque hemos decidido, afortunadamente, hacer de la realidad algo mejor que la realidad.

—Y para eso está la literatura…

—…y el arte y los versos. Para eso está la creatividad humana, que sobreinterpreta la realidad. Por eso estoy a favor del mito, de la romantización, de enmendar aquello que, por su propia consistencia, sería insuficiente. ¡Pobre de aquel que decida no romantizar! Por eso me gustan tanto los adolescentes, su visión tan exagerada, tan hiperbólica de la vida. Una visión tan romántica y tan simbólica: se llenan el cuerpo de signos, de chapas… tienen la necesidad de contar al mundo quiénes son, cuáles son sus compromisos, sus miedos, sus enemigos. Esa experiencia hipertrofiadamente simbólica, afectiva y emocional me interesa. Creo que es la mejor manera de vivir. Quien quiera vivir una vida gris y en prosa… bueno, es una decisión libre, pero no creo que sea la más inteligente.

—Ni la más sabrosa.

—Sin duda. Ni la más humana.

—Cuando pasa por su antiguo colegio, ¿qué piensa?

"Vivir sin raíces es vivir sin referentes: no sabes si algo es grande o pequeño, caliente o frío"

—Mi antiguo colegio es mi patria. Es el patrimonio de mis recuerdos, de mis afectos. Gran parte de mis amigos y de la gente que me ancla a mi realidad es eso. Entonces, es un anclaje, un jalón con el que soy capaz de medir mi realidad. La memoria tiene esa dimensión canónica en el sentido de que sirve de vara de medir. Es el kilómetro cero con respecto al cual puedes medir tu experiencia. Por eso me parece tan arriesgado o tan suicida la propuesta contemporánea de vivir sin arraigo. Vivir sin raíces es vivir sin referentes: no sabes si algo es grande o pequeño, caliente o frío. Y, para mí, la memoria siempre se ancla a lugares. A lugares, incluso, materiales. Por ejemplo, una de mis experiencias que más útiles me han resultado, incluso terapéuticamente, es encontrar un árbol favorito. Es una metáfora de muchas cosas importantes en la vida. En mi caso, es una encina que siempre es parecida, nunca es igual. El tiempo pasa por ella, tiene una serie de cambios. En mi vida hay cosas que se mueven, me inquietan o me amenazan, pero me reconforta saber que la encina estará ahí. Que mi colegio estará ahí. Este bar, por ejemplo, es un patrimonio memorativo esencial de muchas cosas que me han pasado.

—Hablando de colegios, ¿es un objetivo político, a diestra y siniestra, que la escuela nunca sea un lugar de resistencia?

—La educación la están destrozando por desinterés la derecha y por idiocia la izquierda. Cuando un problema es ideológico, en un sistema como el nuestro, donde existe cierta alternancia, podríamos confirmar que se acabaría solucionando en cuatro u ocho años. Pero los verdaderos desafíos sociales son aquellos en los que el mal resulta transversal. Uno no puede confiar en ninguna de las alternativas, y eso es dramático: no va a haber ningún aliado natural que lo haga. Entonces, creo que uno de los errores, una de las estupideces, de las servidumbres contemporáneas más atroces es aquella que concibe que la escuela debe adaptarse a algo. Y no es la escuela la que debe adaptarse al mundo: es el mundo el que debe adaptarse a la escuela. La escuela tiene que ser un lugar de resistencia, donde pasan cosas que no pasan en ningún otro lugar del mundo. Yo me dedico a la Filosofía. Una facultad de Filosofía es esencialmente un lugar donde pasan cosas que no pasan en ningún otro sitio de la ciudad. Me gusta proteger los espacios insólitos y me decepciona muchísimo ese pensamiento servil donde como los chavales viven en la cultura de la imagen, tenemos que convertir la escuela en un lugar donde primen las imágenes. Si los chavales tienen imágenes fuera, la escuela tendría que ser un lugar en el que las imágenes estuvieran absolutamente prohibidas.

—Vamos acabando, señor Garrocho. ¿Con qué tesis de las plasmadas en este libro hoy no está de acuerdo del todo?

"El pensamiento, en general, no puede ser dirigido, estratégico. Es florido cuando es espontáneo, cuando no atiende a razones"

—No sé a quién le escuché aquello de que firmaría todo lo que ha escrito si debajo pusiera la fecha. Me pasa algo aún peor: a veces publico cosas con las que no estoy enteramente de acuerdo. Pero creo que hay ideas que es necesario poner en circulación. Cuando reordené estos textos, localicé guiños, referencias, con las que hoy no estaría de acuerdo. Por ejemplo, las páginas más pesimistas responden a estados de ánimo muy puntuales: un mal día, una mala tarde, una mala noche… Suelo arrepentirme de mis tesis pesimistas, más tristes o más negativas. (Piensa) Le tengo menos estima, por ejemplo, a la guerra cultural. Es un tema que ahora me aburre muchísimo. Hay gente que ha entrado de hoz y coz a la guerra cultural, que la ha convertido en una prioridad de su agenda, y eso es algo que me ha aburrido muchísimo. El pensamiento, en general, no puede ser dirigido, estratégico. Es florido cuando es espontáneo, cuando no atiende a razones. Cuando es un brote que no puede contener.

—Para finalizar, si yo le digo Nick Cave, usted me dice…

—Para mí, aparte de ser alguien que me conecta con alguno de los capítulos más hondos y más profundos de mi vida, es una de las experiencias más superlativas… En su obra, la belleza es incontestable. A cualquier imbécil que llegue y diga que “la belleza es un constructo cultural”, le pondría el concierto en el Alexandra Palace. Le pondría “Galleon Ship”. Y si cree que eso es una construcción cultural… no tengo nada más que hablar con él.

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Josey Wales
Josey Wales
11 meses hace

Cuando Pilatos, con ese escepticismo del que ve la decadencia a su alrededor, pregunta «¿Qué es la Verdad?», se encuentra con el silencio. Claro. ¿Qué más necesitaba, si la tenía frente a él, maltratada y golpeada? ¿No ven ustedes la majestad del Dios que calla frente al hombre? ¿Serviría de algo que hablara al hombre predispuesto a no escucharle?