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Díganme por qué escribimos  

Díganme por qué escribimos  

¿Escribimos por narcisismo? Todavía no comprendo de donde sale tanta palabrería, pero en mi caso no es terapéutico —ahora los psicólogos te ponen a escribir— sino al contrario, diría que autolítico.

No sé por qué se compara (el que lo ha vivido lo sabe) lo de plantar arbolitos, el tener hijos y los libros. A mí tener hijos me cambió radicalmente por dentro (y por fuera). Pero la escritura, el escribir, este detrito que expulso de mi hacia ninguna parte, y de dudosísimas gratificaciones, al menos directas, me ha costado más, muchísimo más que el parto de mi hijo Pepe sin anestesia (que les aseguro que fue como si me sacaran una mesa por la boca).

Sacarte una novela de las entrañas no sólo requiere de creatividad, método, rigor, diligencia… En mi caso supuso abandonar la vida y convertirme en un fantasma, como la protagonista de mi novela Que te importa que te ame (Editorial Planeta), un libro de humor, más que de amor, donde expongo que el humor, y de ninguna manera el amor, es el único antídoto contra el patetismo, un mal que nos abraza a todos en algunos momentos de la vida si no constantemente.

"Mis lecturas favoritas son las que he escrito yo misma. Así es, lo siento, perdónenme"

Lo cierto es que la maternidad me ha hecho mejor persona, más compasiva y estoica, y la jardinería creo que también. ¿Y la literatura? Definitivamente plantar un árbol lo planta cualquiera, incluso cualquier tarado puede tener un hijo, y más de uno… Ay pero, escribir un libro no, ¡eso no! Y no es soberbia, ni es orgullo.

Quizá la literatura, como los hijos, me ha propinado (como un golpe) humildad. Sí, siento humildad y un profundo respeto a todos los escritores que atraviesan el dificilísimo proceso con caprichosos resultados, que es traer al mundo un nuevo libro, que nadie necesita leer,  con sangre y dolor y, como en cualquier parto, a calzón quitao.

¿Por qué escribimos? ¿Se lo han preguntado? Les voy a contar algo muy divertido, por eso lo cuento, y al mismo tiempo vergonzante y rayano en el dolor. Mis lecturas favoritas son las que he escrito yo misma. Así es, lo siento, perdónenme. Además, eso no significa que no me lea lo de los demás. Leer es fácil. No así escribir. Y menos a partir de los 40, con tanta mochila y escepticismo, justo cuando uno realmente sabe hacerlo.

Y no por la técnica, que también, en el caso de periodistas como yo, a una edad, las horas de vuelo al teclado son muchísimas, pero hay una razón más poderosa, no se ofendan, esto es mi opinión, antes de los 35 uno no sabe ni dónde tiene la nariz. Y claro, eso es negativo, muy negativo a la hora de escribir, porque la literatura, voy con más de mi opinión, es la única de las artes donde hay que ser sabio, no sólo técnico y creativo, puesto que trabajamos con ideas y pensamiento. Si el peor pecado de un artista en cualquier soporte es la ingenuidad, en la literatura es imperdonable, infernal. Ingenuidad estética y moral.

Por aquí llegan a saludarles otros dos grandes enemigos del que escribe: el pudor y la rigidez, que van unidos, de la mano, lo mismo que en la cama. Frente a una hoja en blanco, hay que saber perder el control, igual que en la intimidad sexual.

"¿Por qué escribimos? ¿Egocentrismo? Hay que sospechar de uno mismo"

¿Por qué escribimos? Me pregunto por qué me hago esto a mí misma, igual que me preguntaba en los dosmiles, cuando me hacía las ingles brasileñas con cera caliente, ¿para qué? ¿Quién demonios lee ficción contemporánea en 2024? Yo no soy mi target.

En el siglo XX la novela tenía una función lúdica fuera de toda controversia. La novela existía para divertirnos, para pasar el rato, para dejar de pensar en nuestras míseras e irritantes cotidianidades y pensar en las de otros. Ahora Netflix e Instagram cumplen sobradamente esa función. Las series, no sólo las películas, a la carta, elevadas y groseras, inteligentes y zafias, con o sin humor, están ahí, a golpe de un play, para distraernos, para descansar nuestras almas zumbadas por la batalla de la vida y no hablar demasiado con parejas e hijos, y a poder ser tampoco con nosotros mismos.

¿Por qué escribimos? ¿Egocentrismo? Hay que sospechar de uno mismo.

Y esto me conduce a la poesía… Escribir poesía me parece de niño prodigio y de viejo vanidoso, pero, sobre todo, de una persona que se toma peligrosamente (soporíferamente) en serio. Escribir poesía es horrible y escribirla bien no tiene nombre.

“Tu problema es que tienes demasiada facilidad para escribir”, me dijo uno de mis profesores de literatura en la universidad, el mejor de todos. Así me enseñó a detestar la poesía, a leerla mucho y a escribirla en la intimidad, como quien vomita en el baño la felicidad de cinco tequilas a puerta cerrada con no poca culpa. Y yo le mostraba mis poemas pedantes, pobre hombre, e invariablemente le parecían una mierda.

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