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Dos cabalgan juntos (VII)

Séptima entrega en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

El rostro. Ernesto Pérez Zúñiga

El rostro de la amada o del amado. El rostro de Laura (Gene Tierney) en el cuadro mientras el detective (Dana Andrews) pasea inquieto por la habitación donde investiga su muerte. El rostro misterioso y magnético que le mira desde la pintura con el enigma de la vida y del amor. El rostro de la persona desconocida que, de repente, irrumpe en el apartamento y, para sorpresa del detective, solo del detective, tiene los mismos rasgos que la mujer del cuadro. Los rostros que vamos a amar siempre descubren nuestra ignorancia.

Nacemos al rostro. El rostro es un nacimiento. El rostro tiene infancia, madurez, vejez y vacío.

El niño quiere ser el rostro de un héroe: John Wayne, por ejemplo, Ringo Kid cuando se interpone en el camino de la diligencia y blande su rifle y lo hace girar en el aire mientras sonríe con la seguridad de alguien que ha decidido vivir sin miedo.

Cuántas veces, en cambio, el adulto ha acabado escondiendo el rostro de un monstruo en el laberinto que ha ido trazando con su vida. El rostro del Minotauro vive dentro del alma de Teseo. Me acuerdo del rostro de Orson Welles en Macbeth, cuya expresión se va transformando en la exploración del destino que él mismo va creando con su ambición, con su crueldad. Un rostro que las brujas han sabido leer primero que él mismo. Y que le recitan en la cara, y que él, desde entonces, sigue al pie de la letra.

Grandes narradores han investigado en el rostro que queremos esconder. El de Hyde cuando Jekyll se mira al espejo. El que envejece y se envilece en el cuadro de Dorian Grey mientras nos vamos de fiesta con caras de niños guapos.

"Pocas oportunidades tenemos para contemplarlos con detenimiento, sin que el propietario del rostro se sienta molesto o insultado. Por eso recurrimos a los cuadros de los museos y a las fotografías de los libros"

Los poetas místicos ansiaban un rostro misterioso, que se había impreso en la Sábana Santa. Borges, que era místico a su manera, escribió: “El rostro no es el rostro de las láminas / (…). No lo veo / y seguiré buscándolo hasta el día / último de mis pasos por la tierra”. San Juan lo encontró subiendo por la interior escala, con ligereza de amor, con suavidad de arder. Para los místicos, Dios no tiene rostro porque de Él nacen todos los rostros. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice el cuarto evangelista. Pero todos los rostros le pertenecen. Empezando por el rostro de Eros, que también es un rostro sagrado.

Cuenta Apuleyo cómo Psique, su amada, trató de descubrirlo en la oscuridad de la noche acercándole una lámpara de aceite. Una gota ardiente cayó sobre la piel del dios dormido, quien al despertar tan bruscamente huyó para enseñarnos que el rostro divino solo se puede amar en la oscuridad.

En la luz está el rostro del otro: el que afinamos y definimos con nuestros ojos: el de nuestra pareja, el de nuestra madre, el de nuestros compañeros de trabajo, rasgos que van recogiendo una historia genética y también la historia invisible de un interior muchas veces solo vislumbrado.

Pocas oportunidades tenemos para contemplarlos con detenimiento, sin que el propietario del rostro se sienta molesto o insultado. Por eso recurrimos a los cuadros de los museos y a las fotografías de los libros, sabiendo que en esos rasgos se funden de alguna manera también el del pintor o el del fotógrafo. Ocurre cuando Velázquez y Bacon, en su terrorífica versión, retratan a Inocencio X. Y, doblemente, en el autorretrato de Van Gogh. El autorretrato de un alma. El autorretrato de un sueño.

Nuestros sueños son cruzados por centenares de rostros: gente conocida o confusa, apariciones, criaturas que parecen venir de los bestiarios medievales, y de pronto un rostro nítido y afín, pero perfectamente desconocido.

Me hace pensar en el rostro entrevisto por cada uno de nosotros desde la infancia: el que está en la misma vertical que nuestros ojos y del que apenas entrevemos la punta de la nariz (un  apéndice carnal al que nos hemos acostumbrado tanto que nos resulta transparente como un fantasma). El rostro que sabemos nuestro y que los demás ven de manera diferente a como nosotros nos hemos acostumbrado a imaginarlo y a verlo en el espejo, mejorándolo tanto como podemos con imperceptibles movimientos musculares. Mientras, los demás hacen lo mismo: nos ofrecen el suyo, que ellos piensan levemente, particularmente distinto.

Solemos estar seguros de que nuestro rostro es verdadero y que aún en nuestro interior hay otro más verdadero todavía que permanece oculto y acaso no por completo comprendido. Y todos vamos enseñando nuestro rostro por la vida, el rostro que solo pueden ver los demás, pensando que solo lo podemos ver nosotros.

Pienso en el rostro de una bandada de pájaros, que para los humanos resultan idénticos.

Recuerdo los rostros del metro de Japón, del metro de Nueva York y de Londres, y el de Madrid, por supuesto.

Visito el rostro misterioso del espejo, donde se reproducen todos los que fuimos y seremos como en un loop infinito.

Atisbo el rostro inscrito dentro de nuestros ojos.

Y siento que todos los rostros son el otro y que todos los rostros son el mismo.

Cada uno como si fuera diferente y al mismo tiempo único. Cada uno dueño, como decía Valle-Inclán, de un solo matiz.

Nuestro rostro.

El que asoma en este instante para leer y dar sentido a esta sucesión de caracteres.

Un rostro, mil caras. Adolfo García Ortega

Igual que somos nuestra piel, somos nuestro rostro. Pero un rostro, cualquier rostro, puede no ser nadie. Recientemente hubo una noticia en la que se veía un número indeterminado de rostros ficticios hechos por ordenador que no pertenecían a personas reales, pero cualquiera juraría que lo eran. Se trataba de rostros normales, y eso me produjo un escalofrío inquietante. ¡Se puede ser un rostro sin ser nadie! Ahora bien, dudo mucho de que se pueda ser alguien sin un rostro. Salvo El hombre invisible de H. G. Wells, evidenciado —es un modo de hablar, claro— en la película de James Whale, en la que un truco cinematográfico quita la cabeza a Claude Rains, y de la que se espera el mes que viene, por cierto, una nueva versión del australiano Leigh Whannell, dicen que muy terrorífica. ¿Por qué nos causa terror pensar en un hombre invisible? Porque no olvidemos que tanto la novela primigenia como las diversas películas que la adaptan se presentan como del género de terror (un miedo un tanto anticuado). Quizá se deba a que alguien, al ser invisible, puede desatar la furia o la perversión o la maldad contenida y retenida por el límite epidérmico, cuyo máximo exponente de identidad es el rostro. Una persona invisible puede ser extremadamente poderosa, atacar con impunidad. Véanse, si no, los dioses: son todos invisibles. Incluso los bancos lo son cada vez más.

Decía que no se puede ser alguien sin un rostro. Recientemente, en un viaje a Londres, vi una impresionante exposición de autorretratos de Lucien Freud. Este pintor se retrató a sí mismo durante toda su vida: de joven, de maduro, solo, con amantes, con amigos, de escorzo, en borrador, desde abajo, etcétera. Son autorretratos verdaderos, tal cual se es, sin edulcorar el gesto ni afinar la belleza. A veces no son agradables. Siempre son él mismo. El rostro de Lucien Freud es también su historia, su verdad, sus cicatrices. Lo que me lleva a reflexionar sobre el callejón sin salida que es el propio rostro. No hay escapatoria: el rostro eres tú y te relata a ti tal cual eres. Puedes camuflarlo bajo la máscara patética de la cirugía estética, que no deja de ser una deformación, una mentira sobre ti mismo. Puedes alterar tu rostro debajo de una máscara de cartón o plástico, como hacen los de Anonymous, pero no deja de ser un trampa flagrante, un modo de diluir tu verdadero ser en una impostura sospechosa y dañina. Sea como sea, siempre serás tu rostro, no tu máscara.

"¿Cuántas caras caben en un rostro, en una identidad? Muchas, tantas como expresiones gestuales, tantas como emociones y pensamientos"

Pero vivimos en sociedad, y en sociedad toda estrategia pasa por la cara (metafóricamente hablando) que le pongamos a nuestro rostro. Me refiero a la gestualidad, a la expresión que nuestro rostro adopte ante las circunstancias, convenidas o convenientes, que exigen una cara u otra para que seamos comprendidos por los demás. ¿Cuántas caras caben en un rostro, en una identidad? Muchas, tantas como expresiones gestuales, tantas como emociones y pensamientos, llamados también “espejos del alma”. Malo es cuando solo se usan dos, algo muy frecuente: la de parece que sí y la de parece que no, es decir, cuando la hipocresía toma las riendas de nuestras expresiones. Salvo que seas un actor de verdad —porque de mentira lo somos todos, que actuamos a diario bastantes veces, me temo—, tener dos caras, una para la risa y otra para el llanto, es un signo de deshonestidad. Un rostro, y me remito de nuevo a los autorretratos del nieto de Freud, ha de ser honesto; a una cara ha de pedírsele que sea legible, como la escritura, aunque lo que se lea en ella no nos guste.

A propósito de caras, después de ver la exposición de Freud, me di un paseo por un museo que siempre vale la pena recorrer, aunque sea rápidamente: la National Portrait Gallery, al lado de Trafalgar Square, en la que hay retratos de todas las personalidades británicas o vinculadas a la historia de Gran Bretaña desde tiempo inmemorial. En ella se ven la grandeza y la habilidad de los pintores para sacar de los rostros las auténticas caras psicológicas, temperamentales o no, de los hombres y mujeres que rigieron las vidas de millones de seres humanos. Es un museo de los horrores y también de la vanidad, pero no menos de la miseria moral y del énfasis impostado. De nuevo, allí, se distingue la frontera entre la cara-que-se-pone y el rostro-que-se-es. Marcel Proust, un escritor con tanto rostro como cara, más divertido de lo que se cree y más malvado de lo que parece, refiriéndose a los rostros, decía que los ojos demuestran la viveza de la inteligencia, pero en cambio la nariz desata la impiedad de las burlas. Prueba de ello es que, precisamente, la caricatura es la mayor humillación que un rostro puede padecer. La caricatura es la burla por antonomasia. Y hay rostros que son, en sí mismos, una caricatura natural, probablemente inmerecida, como toda cicatriz. Como decía Jardiel, ante el espejo, mira tu rostro y pon buena cara.

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