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El ajusticiado redivivo

El ajusticiado redivivo

Insólito acontecimiento ocurrido en la iglesia de la Pasión de Valladolid en 1802.

El día 29 de diciembre de 1802, alrededor de las doce de la mañana, en la plaza Mayor de Valladolid, el verdugo de esta plaza, Juan Díaz Lozano, ejecutó mediante el uso de la horca al soldado Mariano Coronado, condenado por haber hecho una muerte para robar seis reales. Cuando los cofrades de la Pasión se disponían a trasladar al ejecutado a San Francisco para su enterramiento comprobaron que el ajusticiado levantaba un brazo y hacía algunos movimientos con los hombros. Cubrieron las angarillas en las que había sido colocado, lo trasladaron a dependencias de su templo titular, la iglesia de la Pasión, y a las cinco de la tarde el muerto frustrado hablaba con los médicos y los cofrades que le ayudaron a «resucitar». Al verdugo se le abrió expediente para saber si fue negligente en su actuación o si su torpeza era intencionada.

A requerimiento del juez don Antonio Ortiz de Zárate, del Consejo de Su Majestad y Alcalde del Crimen de la Real Chancillería de Valladolid, y ante un caso tan infrecuente, el verdugo se constituye en el principal protagonista del documento que se encabeza del siguiente modo: «Causa de oficio formada  sobre los sucesos ocurridos en la ejecución en esta plaza que hizo el ejecutor de ella, Juan Díaz Lozano, con Mariano Coronado, soldado de Voluntarios Cazadores de la Corona, el día 29 de diciembre de 1802, y averiguar si dicho ejecutor en aquélla procedió con alguna malicia o impericia, mediante que dicho reo, después de entrado a la hermandad de Nuestra Señora de la Pasión para su entierro, se advirtió tenía algunos movimientos y que después a beneficio de los auxilios que se le suministraron por facultativos, vive». (Archivo de la Real Chancillería de Valladolid. Sala del Gobierno del Crimen. Caja 83,08).

Otro pliego de cordel

Ante semejante suceso, el juez llama a declarar a varios testigos presenciales, cofrades de la Pasión, médicos y cirujanos que asistieron a la resurrección del soldado, ejecutado sin consecuencias mortales. He aquí lo que le cuenta el verdugo al juez en lo referente a los preparativos de las artes necesarias y la técnica en la ejecución del reo.

"Sentado en el escalón y puesto el reo entre sus piernas, le mete los dogales por la cabeza, y poco a poco hace correr los dos nudos"

“…Luego que se le avisa que tiene que ejecutar una sentencia de horca, dispone los dogales de cáñamo. El uno se llama el fiador y el otro el ahogadero, éste algo más delgado que el fiador, y éste uno o dos dedos más largo que el ahogadero, los cuales los dispone untándoles de sebo, no obstante que otros ejecutores los dan con jabón, los cuales se afianzan en la puente de la horca, y según está él más o menos alto, son más o menos largos respectivamente desde el atado de la puente hasta donde debe de entrar el pescuezo del reo. Llegado éste al pie de la horca, le ayuda a subir hasta el penúltimo o antepenúltimo escalón, según es más o menos alta la escalera. Sentado en el escalón y puesto el reo entre sus piernas, le mete los dogales por la cabeza, y poco a poco hace correr los dos nudos hasta que los dogales quedan afianzados en el cuello del reo, y los nudos atrás puestos y afianzados de este modo, metido el pie izquierdo en las manos del reo, que ya están atadas, afianzándole los dogales con la mano izquierda y llevando en la derecha a prevención un pañuelo. A las palabras del credo que dice, su único hijo se arroja al aire con el reo, tapándole al mismo tiempo la boca con el pañuelo, dando muchos vaivenes. De esta forma hasta que el ayudante, que lo es ahora su hijo, se agarra a los muslos o pies del reo, según está más o menos alto, forcejea con él hacia abajo, como lo hace el declarante sobre el reo, culeando sobre él más o menos tiempo, según la robustez del reo y observaciones que sobre él hace: mirando el color de su cara, no sentir en el reo apremio o movimiento alguno, y destapándole la boca para observar si por la boquera derecha o izquierda echa una baba delgada y clara, que es una de las señales que siempre han observado y observan todos los ejecutores de justicia para conocer que los reos de horca están rematados. Cerciorando así, se va descolgando o bajando del cuerpo del reo, estirándole hacia abajo por los hombros, pecho, cintura y muslos hasta que llega al suelo. Todo lo que ejecutó con el reo el día veintinueve de diciembre próximo pasado, con la diferencia de haberle descolgado a los pocos minutos que acababa de bajar de sobre él, por orden del capellán del regimiento, lo que ejecutó así, no obstante haberle advertido al dicho capellán que era muy breve, pues los reos de horca debían de estar colgados un cuarto de hora a lo menos para dar lugar a acabar los espíritus vitales”.

Al final de esta declaración ante el juez Ortiz de Zárate manifiesta ser vecino de Valladolid y tener cuarenta y cuatro años. Los testimonios de los testigos más cercanos nos sitúan en el meollo del suceso.

Verdugo Juan Diaz Lozano y el reo Mariano Coronado vivo

El testigo Juan Muñoz, depositario de la cofradía de la Pasión, de 48 años, cuenta los hechos con detalle (actualizamos la transcripción). Afirma que subió el reo besando los pasos (peldaños) uno a uno hasta llegar adonde acostumbra dicho ejecutor. Poniéndole los cordeles en este sitio al cuello, le sacó todo el pelo (el reo lo llevaba largo) y también le sacó un escapulario de la Virgen del Carmen del cuello y el reo le dijo que no se lo quitase, que se lo metiese en el pecho; y hecho esto y empezando el acto de contrición por el capellán de dicho Regimiento, que subió hasta dicho sitio con el reo portando un crucifijo, (…) el reo en voces muy perceptibles encargó dos salves, una a Nuestra Señora del Carmen y otra a la Virgen de la Teja, la primera para que Dios librase a los que estaban presentes de semejantes trabajos y la otra para que le diese buena muerte; y no tiene presente si fue credo o paternóster lo que también encargó; y después, empezado otra vez el credo por el capellán, el ejecutor, a las palabras acostumbradas, se tiró con él desde el mismo sitio que acostumbra y estuvo sobre el reo todo el tiempo que suele estar con los demás y, al parecer del que declara, como cuatro minutos más, discurriendo esta determinación dada la corpulencia y fortaleza que el reo presenta; le da las culadas regulares, que es la expresión que usa el ejecutor, y su hijo se agarró a los muslos del reo, y estuvo colgado de él con su padre y un niño chico (quizá hijo menor del verdugo) también estuvo agarrado a las piernas del reo. Luego que se bajó, tiempo en que la tropa se había retirado, el capellán de dicho Regimiento, que ignora su nombre y apellido pero que fue el mismo que subió al cadalso, mandó al verdugo que bajase el cadáver y mientras se acercaban las parihuelas que estaban ya prevenidas, el hijo mayor del verdugo entonces subió al cadalso, descolgó el cadáver, lo recogió el padre y lo puso en ellas al mismo tiempo que el verdugo dijo al reverendo (o referido) capellán que aquello iba muy abreviado, que había tenido escasos segundos en su garrote al condenado. (…) Cuando llegó a la Pasión observó que había mucha bulla y que habían trasladado al reo a la sacristía por decir las gentes que estaba con vida.

"El testigo vio, al tiempo de poner el cetro en las andas sobre las que estaba el reo una vez ejecutado, que éste levantó un brazo y lo dejó caer"

No se sabe dónde había nacido el ajusticiado Mariano Coronado. Pero podemos sospechar que tuviera su origen en tierras albacetenses, ya que desde antiguo se tiene allí a la Virgen de la Teja, nombre vulgar que se le da a Nuestra Señora del Remedio, en gran devoción por ser salvadora de cosechas y muy milagrosa. Aunque cabe la posibilidad de que los testigos más cercanos al reo no le oyeran decir «Virgen de la Teja» sino «Virgen de Tejeda», por lo que entonces el reo sería de la localidad de Garaballa, en Cuenca, donde esta Virgen tiene un santuario desde el siglo XIII.

Claudio Pérez (que no firma porque no sabe), maestro de obra prima, dice que el verdugo estuvo sobre el reo como dos veces más de lo acostumbrado.

Manuel Chicote, cofrade de la Pasión, de 44 años, confirma que estuvo a horcajadas sobre el reo al menos lo que dura el rezo de dos credos, en comparación con otros ahorcados que tiene vistos al asistir con la cofradía.

El testigo Manuel Muñoz, de 25 años, maestro guarnicionero, declara que asistió con la cofradía llevando un cetro desde el cuartel a la plaza Mayor y que llegaron al cadalso antes de las doce. Que el reo le pidió al verdugo que le dejase hablar, y le dejó hablar y «pidió le rezasen dos salves y un credo». El testigo vio, al tiempo de poner el cetro en las andas sobre las que estaba el reo una vez ejecutado, que éste levantó un brazo y lo dejó caer. Inmediatamente lo llevaron a la sala de la cofradía, donde el cirujano don Juan Aguado le sangró por tres veces y vio que el cirujano don Lucas Dueñas (del hospital de Esgueva) le aplicó la máquina fumigatoria.

El sexto testigo fue Juan Miguélez, de 36 años, maestro tornero, cofrade, que portó en el acompañamiento del reo un hachón.

El séptimo testigo fue Cosme Velasco, de 53 años, cofrade, portador de otro hachón, quien dijo que el reo subió al cadalso besando los escalones conforme subía, que el verdugo estuvo sobre él dándole las culadas alrededor de doce minutos, dejándole colgado de los muslos del reo a su hijo mayor, que actuaba de ayudante. El testigo observó que el reo movía los hombros y que al quitarle el hijo del verdugo los cordeles “«éste dio un regüeldo, se le tapó con el paño de la cofradía y se le condujo al sitio acostumbrado de la calle de la Pasión, junto a la iglesia; y vieron que el reo resoplaba y hacía algunos movimientos con los brazos».

"El médico pensó que podría recuperarse, ya que no tenía ningún hueso roto, ni dislocación en las vértebras del cuello"

En sesión aparte, el juez Ortiz de Zárate, tomó declaración a don Juan Aguado, cirujano, que fue el primero que sangró al reo. «El verdugo no cometió omisión ni impericia alguna, pues comprobó que el reo tenía la lengua fuera de la boca y echaba la baba, señales inequívocas de que el ejecutado estaba muerto». Atribuye la resurrección a que no estuvo colgado el tiempo necesario. Declara que, después de presenciar el ahorcamiento y estando ya en su habitación (vivía en la calle de Santiago) se le avisó de que fuera a la Pasión con la máquina fumigatoria para socorrer al soldado Coronado que acababa de ser ahorcado, pues se le notaban señales de vida. El médico pensó que podría recuperarse, ya que no tenía ningún hueso roto, ni dislocación en las vértebras del cuello, ni lesión particular en los «cartigalos» (así escrito en el documento) de la traquea y laringe, la respiración era bastante manifiesta, el pulso empezaba a percibirse y los miembros aún efectuaban algunos movimientos. Por tanto, y con consejo de don Félix Muñoz, pasó inmediatamente a hacerle las fumigaciones del tabaco, enseguida le sangró de la vena yugular derecha, se le cortó el pelo (¡), e hicieron fomentaciones de agua y vinagre en la cabeza, con cuyos auxilios se puso el reo en estado de poder tragar algunas cucharadas de una agua emetizada y de arrojar por la boca una gran porción de materias mucosas, de ejercitar algunas funciones y por fin el estar sentado en una silla hasta más de las cuatro de la tarde; siendo el alivio muy notable se le trasladó a una cama que para el efecto se previno en un cuarto del capellán de la misma penitencial; después de lo cual no ha vuelto a ver al referido Coronado hasta el día de hoy en que sabe que el dicho Mariano está casi totalmente restablecido y con el uso regular de todas sus funciones, y en el pescuezo algún vestigio de las impresiones de las cuerdas que sirvieron para su ejecución en la horca.

Firma del verdugo Juan Díaz Lozano en el documento comentado

A la pregunta del juez sobre la posible impericia del verdugo, contestó que éste hizo todo lo posible por ahogar, estrangular y desnucar al reo, «arrojándose desde bastante altura, le culeó muchas veces e hizo las demás maniobras en tiempo y forma que se acostumbran; (aquí cita a determinados autores que afirman haber conocido casos semejantes al de Valladolid). Se sugiere que no hubo negligencia por parte del verdugo, que ejecutó al soldado en la forma que acostumbra, sin haber habido ningún atisbo de malicia en el procedimiento.

"Otra cosa que se dice es que al casi-muerto se le hicieron tres sangrías, le dieron bizcochos con vino y a las cinco de la tarde, habló"

En un pliego de cordel editado por entonces, aunque no lleva fecha, se cuentan ciertos pormenores del suceso y fija su atención en el estado actual del no-muerto. Y dice: «El referido se halla bueno, dándole gracias al Santísimo Cristo de los Afligidos, a quien devotamente llevaba colocado en su católico pecho, y a quien siempre ha tenido gran devoción». Según los testigos presenciales, en su católico pecho llevaba el reo un escapulario de la Virgen del Carmen y otro de la Virgen de la Teja o de Tejeda. Otra cosa que se dice es que al casi-muerto se le hicieron tres sangrías, le dieron bizcochos con vino y a las cinco de la tarde, habló.

Esta historia la vivieron los vallisoletanos en un sin vivir a principios del siglo XIX. Juan Díaz Lozano quizá no había leído a Quevedo, quien calificó a su tío de Segovia de «jinete de gaznates», igual que él, pues ambos eran del mismo oficio. En doscientos años no habían cambiado nada las ejecuciones en la horca pública. Parece que, pasados unos años, y ya con la presencia en Valladolid del ejercito francés invasor, manifestó estar cansado de su cotidiana labor; y su hijo, que seguía haciéndole las funciones de ayudante, se  acababa de enrolar en una partida de guerrilleros para luchar contra los llamados «gabachos». No hay escritos del hijo, pero por sus hechos lo conoceréis.

Parece ser que este verdugo vallisoletano tenía un fondo filosófico y de buen cristiano, pues he leído lo que parece ser su pensamiento doctrinal en las siguientes palabras que dicen que dijo en cierta ocasión: «Los verdugos están inundados de agonía, penas y sobresaltos que parece, según les palpita el corazón, se les quiere desviar el espíritu del cuerpo, hasta que, concluido todo, se serenan no quedándoles gana de tomar aliento aun en muchas horas después».

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