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El cine ambulante de Mr. Saito, de Annette Bjergfeldt

El cine ambulante de Mr. Saito, de Annette Bjergfeldt

La editorial Maeva celebra sus cuarenta años de existencia reeditando esta saga familiar narrada por una niña que trata de comprender el mundo de los adultos y que convierte la vida cotidiana en una sucesión de pequeñas aventuras llena de reflexiones filosóficas.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de El cine ambulante de Mr. Saito (Maeva), de Annette Bjergfeldt.

***

La caja de zapatos

Fui concebida en una pista de baile de Buenos Aires en 1927. De fondo sonaba Valencia, el tango de Carlos Gardel que ese año fue un éxito en todo Argentina. Conociendo a mi madre, Fabiola Cordero de Dios, no tiene nada de extraño que mi existencia comenzara de esta manera.

Haría falta un viaje al norte, un desembarco en Nueva Escocia y un masaje a fondo en el cuero cabelludo para arrancarle esa información. Pero, siendo sinceros, lo de la pista de baile no sorprendió a nadie. Y a mí menos que a nadie. Desde niña, supe que Fabiola iba a la suya. Que era una madre desnaturalizada que nunca se sabía por dónde iba a salir.

Fabiola había hecho acto de aparición diecisiete años antes, en 1910, en algún punto de San Telmo, el barrio inmigrante más antiguo de Buenos Aires. Pesó apenas ochocientos gramos, puesto que nació dos meses antes de tiempo.

Pocos minutos después de dar a luz a Fabiola, su madre falleció en la cama en la que acababa de parir. El padre recién estrenado no tenía ni idea de qué hacer y, en un ataque de pánico, metió a su hija recién nacida en una caja de zapatos que había contenido un par de mocasines de caballero cosidos a mano de suave piel de vacuno, los zapatos con los que había bailado el vals nupcial apenas un año antes. Forró la caja con trapos y contempló con incredulidad a aquella criatura diminuta. Ochocientos gramos extraordinarios acababan de llegar al mundo, pero él no podía pensar en otra cosa que en la mujer que acababa de perder.

Cuando el llanto del bebé subió de volumen, agarró la caja de zapatos y salió corriendo a la calle para dejarla ante el portal del convento de Santa Magdalena. Había garabateado unas palabras en un trozo de papel en las que se explicaba sin dar su nombre. Abajo del todo, firmó: «Perdóname…». Metió de cualquier manera el papel entre los trapos y se perdió en la noche.

A la mañana siguiente, con el canto del gallo, el jardinero del convento abrió el portal para sacar la basura. Para su sorpresa, se encontró con la caja de zapatos y, al inspeccionar su contenido, se topó con unos ojazos luminosos de media luna. Con cuidado, la llevó a la cocina y la puso en manos de sor Delphine, que colocó la caja con el bebé junto al fogón. Antes de que terminara la mañana, no quedaba nadie en el convento que no se hubiera enterado de que había llegado una niña.

Como es natural, ninguna de las monjas tenía leche para darle, y muy pocas apostaban por la supervivencia del ser microscópico de la caja de zapatos. Pero, como todo el mundo sabe, de la adversidad nace la fuerza, y la niña las sorprendió a todas.

La madre superiora, una italiana que fue nombrada por el mismo papa Pío XII, le puso a la niña el nombre de Fabiola, que en italiano significa «habichuela». Como la niña no tenía padres, las monjas eligieron el apellido «Cordero de Dios» como colofón lleno de esperanza. Así pudieron inscribir a la criaturita en el registro de la iglesia y Fabiola pasó a formar parte oficialmente de los seres vivos por los que vela el buen Dios.

*

Al ser tan chiquitita, las hermanas de la Magdalena no creyeron que la niña fuera a hacerse mucho más alta que la mata de guisantes que tenían en el huerto. Pero la cabra del convento daba leche a espuertas y, a cada día que pasaba, Fabiola crecía y se hacía más fuerte. La caja de zapatos fue su primera cuna en este mundo, y el leve aroma de los zapatos de piel de vacuno de su padre le infundía seguridad.

Entonces, la madre superiora pidió a la Virgen una señal: ¿podían quedarse con la niña en el convento, o debían ponerla en manos de una familia decente?

Esa misma noche, durante la oración de vísperas, un cuervo recorrió el convento volando hasta posarse bajo la bóveda del techo. Se quedó ahí un largo rato acicalándose las alas relucientes sin perder de vista a las monjas. Si lo que se esperaba la madre superiora era que la Virgen le mandara un lindo zorzal que cantara cuando el resto de aves se hubieran dormido, se llevó un buen chasco.

Pero una debe conformarse con las señales que recibe, sean cuervos o zorzales. La madre superiora decidió que la virgen María había expresado el deseo de que la niña se quedara con ellas.

Y así fue como Fabiola se crio en la casa de Dios. Igual que las monjas, vivía de las verduras del huerto, de huevos de gallina y de las uvas negras que crecían en las colinas que rodeaban los vetustos edificios del convento. Mientras los inmigrantes españoles, rusos e italianos peleaban por encontrar un sitio en las barriadas marginales, a Fabiola la educaron en la piedad de la madre de Dios entre muros de piedra. Las ocho horas canónicas por las que se regían las monjas seguían el ritmo del día y conformaban una suerte de música. Las hermanas de Santa Magdalena venían de todos los rincones del globo y, después de rezar y cantar, enseñaban italiano, francés e inglés a la niña.

*

En cuanto Fabiola fue capaz de salir por sus propios medios de la caja de zapatos, su alma errante se manifestó con claridad. La madre superiora tenía la esperanza de que la corderita de Dios se pusiera a menear el rabo y dedicara su vida a Jesús en el convento, pero se llevó otro chasco: la niña ya estaba harta de estar encerrada.

A los catorce años, Fabiola se había convertido en una chica alta y flaca de grandes ojos negros con los pómulos muy afilados. Era esbelta y tenía unas piernas sorprendentemente largas con las que cruzaba como si nada el portal del convento para dirigirse hacia el Río de la Plata.

Esa zona estaba repleta de bares, burdeles y salas de baile. Fabiola se sentaba en un banco y se quedaba absorta bajo los jacarandás violetas mientras contemplaba a los transeúntes sin dejar de tararear, fascinada por lo que sucedía a ras de suelo.

Allí sentada veía un poco de todo: un caracol que iba de camino a España, una postal con un sello exótico que nunca llegó a su destinatario y una llave perdida en la orilla fangosa del río. ¿La arrojaría alguien en un gesto de ira? ¿O se perdió por despiste?

Al mismo tiempo, Fabiola adquirió una colección de insultos e improperios que la gente se arrojaba por la calle: «Mierda, la puta madre, imbécil, qué boludo» y cosas aún peores.

[…]

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Autora: Annette Bjergfeldt. Título: El cine ambulante de Mr. Saito. Traducción: Marta Armengol Royo. Editorial: Maeva. Venta: Todos tus libros.

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