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El escritor que descubrió un país

El escritor que descubrió un país

Saltó en el teléfono móvil como un disparo el mensaje de Ramón Lluís Bande que resquebrajó la tarde: «Compañeru, acaba de morrer Xuanín». El tiempo que se para, la respiración cortándose ―el manotazo duro, el golpe helado― y mi respuesta, que era una pregunta innecesaria, porque ni para Ramón ni para mí existía otra persona sobre la tierra a la que nos refiriéramos de ese modo, pero también imprescindible, por ese anhelo de que la verdad no fuera cierta―el hachazo invisible y homicida―, de que su aviso obedeciera a un malentendido, de que no perturbara la fatalidad los estertores de julio: «¿Qué Xuanín?». Y por último la confirmación odiosa, la puñalada en el alma, el frío que perfora la entraña del verano, la pena y la sombra que se ciernen, la mirada que se empaña y la memoria que emprende un viaje hacia un pasado que es de repente abismo.

Hablamos por primera vez hace ahora veinte años. Alguien me dio su teléfono y lo llamé, sin conocerlo de nada, para pedirle que presentara mi primera novela, que había sido premiada por un jurado del que él formaba parte, en la Semana Negra de Gijón. Unos años atrás me habían deslumbrado su Historia universal de Paniceiros y Los cuarteles de la memoria, y los textos que publicaba en Les Noticies y que yo leía de vez en cuando, en la barra de la Buraka, en Mieres, cada vez que pasaba por allí. Pudo haberme dado largas, porque no tenía obligación ni circunstancia que lo forzara al compromiso, pero me pidió que le dijera día y hora, y me prometió que allí estaría. Llegó tarde ―luego sabría que la impuntualidad era una de sus señas de identidad más acendradas―, pero me acompañó en aquel trance que era para mí poco menos que un Angliru ―mi primera comparecencia pública, la timidez que me aplastaba― y que él sacó adelante con su talento y sus tablas. No sospechábamos entonces que poco después coincidiríamos en otro aquelarre literario, esta vez en los aledaños del Fontán, ni que unos meses más tarde nos convertiríamos en compañeros de trabajo, en aquella redacción de Les Noticies en la que tanto nos reímos y donde tan mal nos acabaron. Durante un lustro lo tuve sentado enfrente, escribiendo su página semanal siempre al filo del cierre, revisando mis textos y apuntalando unos conocimientos de asturiano que se hicieron firmes gracias a sus observaciones, bromeando y meditando en voz alta sobre cualquier eventualidad que saliese al paso, escuchándolo contar esas historias en las que no se sabía dónde empezaba la verdad y dónde lo inventado, pero era ésa una cuestión inocua porque la gran enseñanza que Xuan dejó a los afortunados que lo tuvimos cerca fue que la memoria no es más que un artificio caprichoso de la imaginación, que al cabo nos pasamos la vida entre fantasmas, mundos, laberintos. Fueron muchos los desayunos en el Dólar, los cigarros compartidos en aquella cocina cochambrosa que habíamos convertido en almacén o en los paseos que alargábamos adrede alrededor de la manzana, las conversaciones que podían ser livianas o profundas, pero nunca intrascendentes. Vi nacer allí tres o cuatro de sus obras ―Al dios del llugar, La confesión xeneral, La hestoria tapecida, Unas poucas cousas guapas―, pasé por su piso de la calle del Carpio, en el corazón del Oviedo antiguo, y asistí a la tortuosa compra de su casa de Caces, aquélla por la que nos dejamos caer Sofía y yo sin avisar un día después de Navidad, en un atardecer en el que él tenía a la familia de visita y, pese a eso, acogió nuestra irrupción como una sorpresa jovial e inesperada, hasta el punto de que tuvimos que porfiar para irnos porque pretendía que nos quedáramos hasta que hubiera avanzado bien la madrugada.

"La amistad derriba barreras, pero también levanta pudores absurdos, sobreentendidos inútiles que sólo sirven para frenar la sinceridad. Por eso ahora me arrepiento de no haberle dicho nunca cuánto lo admiraba"

Y mientras ocurría todo eso y se iba tejiendo esa amistad a lo largo y a lo ancho, yo lo iba leyendo entre la maravilla y el asombro, porque en prosa y en verso fue un escritor con una capacidad inverosímil para fijar en las palabras el devenir del tiempo. Enemigo de los dogmas, refutador de las certezas, construía en sus poemas y sus narraciones un mundo propio e intransferible que hundía sus raíces en suelos ancestrales y elevaba sus ramajes hasta alturas donde la fabulación se avecindaba en las lindes del recuerdo. Construyó a partir de las cuarenta y dos casas del pueblo donde había nacido un relato universal en el que encontraba cabida la humanidad entera, y a él tenemos que agradecer, en muchísima medida, que no pudieran enterrar a la lengua asturiana los muchos que la quisieron dar por muerta. Tanto su idioma materno como en español escribió libros memorables, páginas que perdurarán y se seguirán leyendo cuando ya nos hayamos ido todos con la música a otra parte, porque ni envejecerán ni serán ceniza y persistirá en ellos el latido eterno de esas verdades que sólo afloran cuando la verdad se hermana con la fábula y la hondura acierta a expresarse con las palabras sencillas de la calle, cuando al nombrar una tierra esa tierra se inventa y al inventarla se descubre, y en ese proceso adquieren un relieve nuevo los contornos de las cosas y se esmera la vista en busca de horizontes que antes ni siquiera poblaban los dominios del presagio.

Lo vi por última vez hace unos pocos días en la Semana Negra ―el mismo festival en el que nos conocimos: él se habría sacado de la manga un excelso merodeo circular en torno a eso― y, como siempre, nos reímos juntos y le recordé que tenía pendiente cumplir la promesa que me hizo cuando, el mismo día en que me instalé en Madrid, me llamó desde el coche en el que iba viajando junto a Sonia para felicitarme ―«cuánto me presta, nenu»― y quedó en avisarme para tomar algo cuando viniera por la ciudad con tiempo. No hay aladas almas de las rosas ni almendros de nata que aplaquen el dolor de esta pérdida. La amistad derriba barreras, pero también levanta pudores absurdos, sobreentendidos inútiles que sólo sirven para frenar la sinceridad. Por eso ahora me arrepiento de no haberle dicho nunca cuánto lo admiraba, todo lo que apreciaba su calor y su aliento y su complicidad, de qué manera me acompañaron y reconfortaron sus escritos, cómo he perdido la cuenta de las veces que he leído y releído su «Poema inacabáu» o aquel encuentro suyo con el pastor del Mulleirosu. Lo mucho que le agradezco que me descubriera que también es mío ese país donde el mundo se llama Zarréu, Grandiel.la, Picu la Mouta, Paniceiros.

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