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El gran panteón como Comedia dell’Arte

El gran panteón como Comedia dell’Arte

Antes de nada, empezaré por las cosas que se dicen a menudo de Lovecraft:

1) que su estilo es malo, muy malo, o directamente insoportable

2) que sus cuentos breves son mejores que sus novelas cortas

3) que en realidad sólo ha escrito un cuento y lo demás son variaciones de una misma historia.

Como cualquier persona sensible, estoy en condiciones de negar todo esto, por más que el primer punto lo defienda todo un Borges y el segundo todo un Ligotti. El tercer punto lo he leído y escuchado tan frecuentemente que no podría dar un solo nombre sin pensar que le estoy robando el privilegio de decir una bobada a muchas personas más.

"Lovecraft adoptó el estilo de Lord Dunsany en varios relatos breves, si es que no es más acertado llamarlos poemas en prosa, y hacia el triste final de su vida se arrepintió de no haber escrito siempre en ese estilo"

Acerca de su estilo: Lovecraft no abordó en ninguno de sus relatos asuntos convencionales. En una ocasión describe la transferencia de una mente consciente a unos seres cónicos con una especie de dedos o patitas que dedican todo su tiempo a garabatear sobre unas planchas de metal (en La sombra fuera del tiempo), en otra a un individuo sentado entre las sombras que habla como una radio mal sintonizada (El que susurra en la oscuridad), y en muchas otras describe seres fungosos o apariencias temibles que huelen a pescado. Este, desde luego, no es el territorio de Proust, o de Flaubert. Pero —salvo en las páginas finales de la Narración de Arthur Gordon Pym— esto tampoco es el territorio de Poe. ¿Es acaso el de Lord Dunsany? No, tampoco lo es: los dioses de Pegana son más bien dioses griegos —aunque fueran anteriores al Olimpo—, bellos, de cuerpos equilibrados. Puede que existan algunas excepciones, pero desde luego en el panteón encantado de Pegana no vamos a encontrar ningún Yog-Sothoth, ni Tsathoggua alguno. Quizá sean dioses terribles y crueles (en algunos casos hasta demasiado crueles) y no muy inteligentes (incluso increíblemente idiotas), pero lo que no son es la clase de potencias desequilibradas, perdidas para el tiempo y el espacio por sus devaneos con la magia negra, capaces de destruir un universo. Lovecraft adoptó el estilo de Lord Dunsany en varios relatos breves, si es que no es más acertado llamarlos poemas en prosa, y hacia el triste final de su vida se arrepintió de no haber escrito siempre en ese estilo por culpa de las obligaciones narrativas que le imponía publicar en un medio que favorecía los cuentos y novelas cortas a las tiradas de versos y los relatos poéticos. Thomas Ligotti da la razón a Lovecraft allí donde S. T. Joshi se la quita. Matt Cardin explica los motivos de cada cual en un largo artículo que esclarece muchas cosas acerca de la herencia estilística de Lovecraft, “The Masters’ Eyes Shining with Secrets: H.P. Lovecraft and His Influence on Thomas Ligotti”, y aunque estaría tentado de aceptar el criterio de Ligotti (que barre para casa: sus relatos son tan atmosféricos como Lovecraft había esperado al borde de la muerte que lo hubieran sido los suyos), lo cierto es que se olvida de un detalle fundamental: Lovecraft estaba deprimido y desconcertado por lo mal que sus últimas historias habían sido recibidos no sólo por los editores —algo con lo que ya contaba—, sino también por quienes desde sus primeras publicaciones se habían considerado seguidores incondicionales. Bueno, por lo visto esa fidelidad sí tenía condiciones, y una de ellas hacía depender toda lealtad al “Abuelo” a que éste, en realidad, escribiese siempre el mismo cuento. Cuando Lovecraft empezó a replantearse el método estilístico a utilizar en sus futuros relatos y, tras unos inseguros experimentos que acabaron en la papelera, desarrolló su propio dolce stil novo, recibió un primer bastonazo en las costillas en la forma de una crítica bastante injusta de August Derleth, y otro más cuando los editores de las revistas que antes lo tuvieron como autor de cabecera comenzaron uno tras otro a volverle la espalda. Creo que todos podemos simpatizar con Lovecraft y pensar que en una situación tan frustrante como la suya echara la vista atrás y reconsiderara sus escritos atmosféricos no desde el punto de vista de su verdadero valor literario, sino desde el del escritor al que se le acababan de cerrar todas las puertas. De hecho, también pensó que se había equivocado al escribir poesía tomando como modelo a los poetas del siglo XVIII. Posiblemente en la situación en la que se encontraba hasta consideraría que se había equivocado al haber nacido.

"En cuanto al estilo, que era de lo que pensaba hablar antes de ponerme a jugar con este ovillo de lana: ¿un autor tan original como él no hubiera puesto en peligro toda posibilidad de ser leído si, además, hubiera adoptado un estilo menos convencional?"

Durante un tiempo —dos días o tres, según mis cálculos— me dejé persuadir por el criterio de Ligotti: Matt Cardin armó tan bien su defensa que no pensé en el hombre moralmente derrumbado que veía a sus pies la ruina absurda que había sido su vida, sino en el escritor que se lamentaba por las oportunidades perdidas al haber tomado artísticamente el camino equivocado. Eso no quiere decir que esté en completo desacuerdo con ese pensamiento retrospectivo de un Lovecraft en horas bajas: yo también creo que podía haber adoptado ese camino… sin abandonar necesariamente el del modelo narrativo. Releí “La música de Erich Zann”, ejemplo que enarbolan Cardin y Ligotti para dejar el caso Lovecraft sentenciado. Pero también releí La sombra fuera del tiempo, y, tras haberla releído, no querría vivir en un mundo en el que esa fascinante novelita no existiese. Lovecraft se me hace tan enorme en esas páginas que me resulta inconcebible que un editor hasta entonces partidario y un amigo supuestamente imparcial pudieran haber encontrado algo que afearle. Si los que consideran que Lovecraft escribía el mismo cuento porque aquí también hay una carta, una investigación erudita y un hombre que enloquece en sus tratos con los dioses primigenios, entonces podrían reprochar a todo un género —las novelas policíacas, por ejemplo— la aparición de un asesino, un cadáver y un rastro que tira una línea más o menos sinuosa de uno a otro. Especialmente en la novela existe eso que se llama el escritor versátil, el canguro impaciente que salta de género en género a lo largo y ancho de un territorio (aparentemente al menos) sin fin, y luego el escritor recluido en su parcela, que dedica una vida de obsesiones a picar el mismo suelo. Lovecraft perteneció a esa última clase de reclusos, y encontró joyas rarísimas allí donde otros hubieran pasado de largo para inspeccionar con la puntera del zapato otra parte del terreno. En cuanto al estilo, que era de lo que pensaba hablar antes de ponerme a jugar con este ovillo de lana: ¿un autor tan original como él no hubiera puesto en peligro toda posibilidad de ser leído si, además, hubiera adoptado un estilo menos convencional? ¿Y no es ya un buen estilo adaptarse a las necesidades de un tipo muy concreto de historia —como Flaubert en Bovary—, en vez de hacer uso de lo que en términos estéticos se considera “buen estilo”?

Para mí, Lovecraft es un maestro en esos tres territorios en los que tanto y tan frecuentemente ha sido criticado: su estilo me parece perfecto para colorear con los lápices adecuados aquello que cuenta; sus relatos son maravillosas variaciones sobre un mismo tema (que no variaciones de una misma historia: no hay que confundir las cosas); y sus relatos breves me parecen tan brillantes como sus prosas poéticas, o cuentos atmosféricos, y ambos tan enormes en sus mejores momentos como sus novelas más largas y más cortas. En pocas palabras, nunca encontraré nada que reprochar a Lovecraft, y sólo me lamentaré de que en sus últimos años tuviera que sufrir penalidades sin cuento por culpa de unos editores recelosos, y de unos amigos que entendieron muy mal su condición de satélites. La luz que llegaba desde Lovecraft iluminó más de una luna, pero una en concreto (Derleth) se equivocó al aspirar a que esos rayos adoptasen una curva de su propia predilección.

"Entre quienes Lovecraft se sentía más confiado, si uno debe juzgar por los resultados, es entre las aspirantes a escritoras que llamaron tímidamente a su puerta"

En cuanto al asunto de la versatilidad, es cierto que Lovecraft nunca fue un escritor versátil ni, afortunadamente, tuvo la menor intención de serlo. Sí fue algo mucho más importante que eso: conseguía llevar toda posible historia a su terreno. Durante años, su única fuente de ingresos provino del nada gratificante trabajo que desarrolló como corrector de textos y asesor literario para autores con ideas (más o menos), aunque la mayor parte de las veces fue capaz de hacer valer sus argumentos por encima de las variopintas fantasías de quienes le pagaban para ver sobre el papel el resultado de unas ensoñaciones tan dispersas, pero, a fin de cuentas, suyas. A menudo, parece imposible que con tales mimbres lograra meter las sombras y los demonios de sus terrores cósmicos: “En lo tocante al relato de próxima publicación «Más allá de los eones», ya lo creo que he tenido alguna participación en él. ¡Si lo escribí yo, demonios! El relato original sobre una momia en un museo que recibí para revisarlo era tan horroroso (una chorrada sobre un minero peruano atrapado bajo tierra) que lo tuve que tirar a la papelera y escribir un relato nuevo. Pero no es muy inteligente dedicarse a unos encargos tan extensos, cuando con la misma cantidad de trabajo uno puede escribir un relato que reconozca como suyo. Es la última colaboración de este tipo en la que me voy a implicar.” Aunque estoy tan seguro como Lovecraft de que su afirmación pretendía ser cierta, lamentablemente acabó en el mismo saco que los propósitos de año nuevo: detrás de “Más allá de los eones” llegarían al menos trece relatos más en colaboración, la mayoría interesantes —“Querida muerte”, que escribió junto a C. M. Eddy, Jr.— y algunos sólo un poco menos olvidables que otros (“Dos botellas negras”, su desganada labor con Wilfred Blanch Talman). Entre quienes Lovecraft se sentía más confiado, si uno debe juzgar por los resultados, es entre las aspirantes a escritoras que llamaron tímidamente a su puerta, alguna, como el caso de Hazel Heald, enamorada en secreto del “solitario (tampoco tanto) de Providence.” Esto de la admiradora secreta es una suposición del especialista en estudios lovecraftianos S. T. Joshi, que se vale de una carta en la que Lovecraft le comenta a un amigo su intención “de tomar el autobús de medianoche con destino a Providence tras cenar en Somerville”. Yo he vivido en Somerville, y era un lugar muy tranquilo, incluso demasiado tranquilo, a principios del siglo XXI. Casitas de piedra y de madera, árboles dispersos, y un frío a medianoche que dejaba todavía más vacías aquellas avenidas truculentas en las que daba la impresión de que una ciudad estaba aún por construir. Hazel Heald era una divorciada de esa tranquila ciudad. Pocas cosas podía hacer allí una pareja ya entrada en la madurez que cenar y aguardar algo más para después de la cena, con el fuego encendido en la chimenea y a salvo del frío. Bueno, sabemos que Lovecraft le echó valor y prefirió coger el autobús. ¿No consiguió impresionarle Hazel Heald con su belleza (tenía el aire de una matrona romana), tampoco con su desbordante imaginación (para algo que no fueran sus relatos)? Parece que no. El propio C. M. Eddy, Jr. también creyó advertir algunas insinuaciones de naturaleza romántica en la pobre Hazel Heald, de las que Lovecraft —siempre según el testimonio de Eddy— aseguró desentenderse. Por suerte para nosotros, el interés de Hazel Heald se mantuvo el tiempo suficiente para depararle a Lovecraft unos ingresos más o menos continuados y a nosotros, sus lectores, cuatro relatos en los que el mejor Lovecraft —dentro de la categoría específica de Lovecraft como revisor, quiero decir— está suficientemente presente y sin demasiadas ataduras: “El horror en el museo”, “Muerte alada”, “Más allá de los eones” y “El horror del cementerio.”

El caso de Zelia Bishop es muy distinto del de Hazel Heald: ella quería ser considerada una escritora. Sin embargo, a esto es a lo máximo que llegó cuando el pobre Lovecraft le pidió que le refiriese extensamente el argumento del relato que pretendía escribir: “Hay un montículo indio por aquí embrujado por un fantasma sin cabeza. A veces es una mujer.” Como podemos apreciar, estamos más cerca del desarbolado universo de las redacciones escolares que del territorio de la literatura concebida para perdurar, y hablamos de un año, 1929, que está cerca de ver aparecer ese clásico dentro de una sucesión de genialidades que es En las montañas de la locura. No sabremos nunca cómo Lovecraft se las apañó para convertir aquella sinopsis contada por un niño —y un niño de muy corta edad, y sin ninguna imaginación— en una novelita de más de 30.000 palabras, “El montículo”, y, para colmo, en una de sus mejores obras. Es una pena que la historia fuera recortada por el nunca bien ponderado Derleth, y que no fuera conocida en su totalidad hasta 1989, fecha en la que al mundo le fue por fin revelada la verdadera historia del asturiano Pánfilo de Zamacona y Núñez entre los jeroglíficos de las montañas de Oklahoma, con una serie de deidades cósmicas (Tsathoggua, Cthulhu, Shub-Niggurath y Yig) respirándole en la nuca. Es verdad que no estamos ante La sombra fuera del tiempo, ni ante las enrevesadas genealogías de El horror de Dunwich, pero por lo menos sí que nos encontramos ante un Lovecraft perfectamente reconocible en sus dioses y en su estilo. No se puede decir lo mismo de esa suerte de parodia de su propia voz que es a grandes rasgos “La cabellera de Medusa”, con una invocación de Shub-Niggurath —La cabra negra de los bosques— que parece una broma, entonada por una parodia de negra. Incluso así, una estupefacta Bishop recordaría años después las complejas sutilezas del poco apreciado arte de escribir: “Las historias que enviaba a Lovecraft siempre me las devolvía tan revisadas en sus ideas más básicas que me hacía sentir una completa fracasada como escritora.” Lo sorprendente es que con resúmenes como el que dio lugar a “El montículo”, Bishop pudiera haber pensado alguna vez otra cosa.

"Pero no está de más acercarse a esta colección con las debidas precauciones: el Lovecraft juzgado como un prosista menor por las supuestas deficiencias de su estilo reina aquí por acumulación"

Sin duda, las mejores historias recogidas en este libro, junto con “El montículo”, “Querida Muerte” y tal vez algo de la atmósfera que reina en los cuentos escritos en colaboración con Hazel Heald, son “Encerrado con los faraones” (idea, o más bien medio bosquejo, de otro H. H.: Harry Houdini), esa especie de rapto poético de “El océano de la noche” (con R. H. Barlow), las dos colaboraciones con Winifred Virginia Jackson (“La pradera verde” y “El caos reptante”) y, a su manera, una pequeña joya concebida junto a William Lumley, “El diario de Alonzo Typer”. El término “pequeña joya”, sin embargo, debe entenderse desde el punto de vista de quien, tras haber leído varias veces todo Lovecraft, puede de vez en cuando permitirse el lujo de recrearse en aquello que, involuntariamente o no, parece el producto de sus propios desahogos. Empezaba diciendo que Lovecraft escribe maravillosamente, y así es: escribe maravillosamente sus propias producciones. Cuando de lo que se trata, en cambio, es de rellenar con sus lápices las líneas trazadas por otros, el resultado es enormemente dispar. Entre los huecos de párrafos apasionantes (lo que escribió como negro de Houdini, sin ir más lejos) se adivina todo el potencial que dará lugar a sus mejores obras como escritor en solitario, pero el desgaste paulatino que le supone escribir para sujetos a veces medio analfabetos y a veces insolventes se nota que va lastrando sus fuerzas, y veinte relatos después su estilo tendrá ese tono de autoparodia que tanto le han afeado seguidores fieles como críticos con el cuchillo entre los dientes. Todos los adjetivos arcaizantes, las expresiones de corte gótico y las fórmulas mil veces usadas por escritores muy anteriores a él están presentes en muchos de estos relatos, en ocasiones de un modo tan recurrente que el resultado puede llegar a distorsionar como efecto retroactivo incluso el tono de sus obras mayores. ¿Significa esto que sus colaboraciones no merecen la pena? No, cualquier cosa de Lovecraft —incluso estoy seguro de que también su patética lista de la compra— merece absolutamente la pena. Pero no está de más acercarse a esta colección con las debidas precauciones: el Lovecraft juzgado como un prosista menor por las supuestas deficiencias de su estilo reina aquí por acumulación; sin embargo, a ese Lovecraft como escritor mayor que emplea el mejor estilo posible para poner en pie un universo tan rico pero descriptivamente tan complejo como el suyo se le puede entender de un modo más apropiado a través de todas estas prosas, que empiezan con buenos propósitos pero terminan siendo para él una forma espantosa de ganarse la vida (un tipo de prostitución que le lleva irremediablemente a la carcajada grotesca, cuya resonancia deforma lo que en otras páginas es una voz cuidada hasta el máximo del primor gótico). Buena parte de esas obras compensa la travesía por el desierto que pueden suponer muchas otras; pero en general son el mejor observatorio posible para ver en su conjunto unos errores de estilo —más bien muestras de cansancio, decepción personal y desesperación, llevadas al territorio del automatismo y la falta de cuidado— que han contaminado por reflejo a su obra mayor, pero de los que sólo la pobreza en la que vivía, y no un desafecto artístico, le hizo responsable.

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Autor: H.P. Lovecraft. Título: Más allá de los eones.  Traducción: José María Nebreda. Editorial: Valdemar. Venta: Todos tus libros.

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