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El hijo cuenta al padre

El hijo cuenta al padre

La infancia puede ser un paraíso de satisfacciones o un teatro barroco del horror. Antes de saber hablar, el recién nacido “lee” los signos de afecto o desatención en la voz, en el gesto, en el golpe o la caricia. Ahí se define todo. En mi caso, desde pequeño busqué las leyes o reglas del comportamiento, la gramática que pudiera ganarme el amor de mi padre, del que yo creía leer constantes signos de insatisfacción respecto del mundo en tanto mundo, y de mí en tanto hijo. Esa lectura es, desde luego, una escritura mental.

A esa historia antigua se sumaron los infortunios de un tiempo más reciente. En el curso de su larga declinación y su camino hacia la muerte, mi padre tuvo decenas de episodios de mayor o menor gravedad que obligaban a su internación en diversas clínicas. Tantas, que ya eran una especie de segundo hogar.

La primera escena, la prehistoria novelesca de El hijo judío, empezó en una de ellas. Después de una intervención quirúrgica, el médico autorizó a mi padre a tomar una bebida  energizante. Alcé la cabecera, a través de una pajilla mi padre sorbió el líquido con fruición, todo funcionaba perfectamente y de golpe, la bebida se convirtió en un arco naranja que él lanzó sin el menor gesto previo. El chorro trazó su curva poderosa y estalló contra el cuerpo de Cristo que desde la pared de enfrente lo contemplaba. Yo me quedé viendo esa escena y pensé:  “¿Cómo contar esto?”. No en una novela, no era una escena de novela. Escribí Padre, una pieza de teatro violenta y desaforada que publiqué en forma de libro y que ningún director quiso dirigir y ningún actor quiso actuar.

"Primero puse mi ira y mi desconcierto, pero luego me di cuenta de que el amor de padre a hijo y de hijo a padre era también una escena"

Un par de años después, la situación de mi padre se había agravado y la serie de gastos y desgastes personales y familiares que implica el cuidado de un adulto no me dejaba casi respirar. En ese momento de desesperación, me volvió la pregunta, pero ya no sobre qué contar y el modo de hacerlo, sino como impulso de desahogo y como tabla de salvación. El libro es una deriva que clama por una forma que está dada de antemano, solo que el autor no lo sabe. Y El hijo judío comienza con una sentencia enigmática, que aún hoy no comprendo del todo. Contar no es saber sino preguntarse y darse respuestas y aceptar su provisoriedad. Así escribí el libro, y mientras lo escribía sabía que iba a publicarlo antes de que mi padre muriera, contando nuestras desavenencias y nuestro mutuo dolor y disgusto, porque él ya no podría leerlo. Y primero puse mi ira y mi desconcierto, pero luego me di cuenta de que el amor de padre a hijo y de hijo a padre era también una escena, esquiva y velada, pero presente, en los distanciamientos y en la reconciliación. El amor es el alimento de los débiles, y sin amor no hay fortaleza alguna. Así que publiqué El hijo judío en Argentina cuando el dibujo de su forma espiritual estuvo dado. Había decidido publicarlo antes de que mi padre muriera, no quería contar la escena final, la de su muerte, que venía a paso lento, prefigurada. Pero pocos meses después él murió y yo volví sobre el escrito y puse lo que faltaba. Y esa es la versión, siempre incompleta, pero última, la indefinible definitiva que mis bellas amigas, Silvia Bardelás y Beatriz González, acaban de publicar en su sello De Conatus.

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Autor: Daniel Guebel. Título: El hijo judío. Editorial: De Conatus. Venta: Todostuslibros y Amazon

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