La novelista Ana María Matute habría cumplido cien años este 26 de julio. Para conmemorar la efeméride, se hace aquí un retrato de la autora con humor y lirismo, destacando la infancia, la imaginación desbordada y el asombro con que miraba el cainismo del mundo.
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Yo fui, en los 90 —¡perdonadme!—, solo un poco repelente. Después de cuatro tomos de hobbits y de anillos, Olvidado rey Gudú, de Ana María Matute, era entonces en España el hype de la fantasía medieval, lleno de trasgos, hadas y hechiceros, así que le metí mano en una edición de bolsillo amarilla e inverosímil de casi mil páginas y letras como hormiguitas. Aquello fue, para mí, una herida de orgullo friki, porque no pude terminarme ni el primer capítulo. Y ahora que se cumplen cien años del nacimiento de Matute, descubro pasmado que sí hubo adolescentes que disfrutaron del libro entero, e incluso con acné. ¡Hay que joderse!
En el colegio, las monjas eran damas negras de Saint Joseph: “Leer poco, novelas ninguna”. Pero Ana María, que pasaba de muñecas, se escondía a leer con una linterna. Y prefería irse con las otras: las niñas con beca que bajaban las escaleras por otro lado y se sentaban en bancos diferentes. ¡Jesús, María y José!, cuchicheaban de ella en los pasillos, y ¡en catalán!, para más inri: “la Matute petita és molt rara”. Lo bueno es que, con los años, llegó a formar cuchipandi estrafalaria, de Carmen Laforet a Carmen Martín Gaite, y en las quedadas Matute se quejaba de que le pusieran el zumo sin el vodka, mientras que a los hombres les servían las cervezas.
Mucho antes de este estilismo de whisky con dos hielos, Ana María había sido la Totitos. El apodo era cariñoso, pero la aterraban los tacones lejanos de su madre: ¡no vayas a tirarte barro con los niños!, ¡cuidado, no te raspes las rodillas! Por suerte, la castigaban en el cuarto oscuro, acurrucada entre abrigos y olor a naftalina, como una habitación propia. Al rato de quedarse encerrada, se le acostumbraban los ojos a las tinieblas y se ponía a contarse cuentos. Un día, sacó un terrón de azúcar, lo rompió y surgió una llamita. ¡Soy maga!, pensó, y, como soy maga, soy escritora.
Entre madre, monjas y demás traumitas, Matute se quedó de niña tartamuda, de modo que aprendió a escribir antes de hablar bien. Pero, gracias a eso, pudo adelantarse a los fanzines, que ella componía con sus textos, uniendo las páginas con grapas de periódicos antiguos. Ella misma hacía las ilustraciones, y esa maña pictórica la acompañó toda su carrera, hasta el retablo fotográfico de Los niños tontos.
Totitos era, en fin, una Miércoles literal: los hermanos Grimm, la grima sicodélica del país de las maravillas y ¡no las versiones edulcoradas de Disney! De ahí El verdadero final de la Bella Durmiente, según el cual la princesa se despierta, sí, pero se va a vivir con la suegra, que es una ogra que se la quiere comer, y nada de perdices.
Todo esto ha fomentado el error de que ella fue, más que nada, escritora infantil. ¡Tía, tía, tía, qué lache! No por el hecho en sí —que a Matute le encantaba—, sino por el tufillo machista. Ella consideraba Olvidado rey Gudú su mejor novela, y en su discurso de ingreso en la Real Academia de Señoros reivindicó la imaginación sin tapujos, con un misterioso lenguaje Ningún. Ahora bien, Matute fue, además, una niña de la guerra.
La metralla le dejó de por vida una mirada asombrada de doce años. Vio en Barcelona su primer muerto: un hombre con pan y chocolate entre las manos, porque no había acabado de comer. Su producción narrativa, por tanto, estuvo traspasada, entre los 50 y los 60, de un cainismo neorrealista, desde el Hambre finisecular de Knut Hamsun a las lecturas entre perdidas y existenciales de Faulkner, Steinbeck, Sartre y demás alegría Macarena.
Matute tuvo, naturalmente, su peculiar versión del mito bíblico. Caín era el desgreñado, el de las malas pulgas, el condenado a los infiernos, así que claro que agarró una quijada y se cargó a su hermano, el de los rizos rubios, el favorito de papá, el repelente de Abel. Todo lo malo para uno, todo lo bueno para el otro, a tope de justicia divina. Y Matute llegó a la conclusión de que, en verdad, fue Abel quien mató a Caín.
Con este enfoque, Los hijos muertos es una catedral de la novela española: el peso del dinero y del poder se impone cruelmente desde lo remoto del tiempo, como un inmenso río, en el enclave rural de Hegroz, a través de una saga familiar, con la guerra y la posguerra de fondo, hasta que un pantano se lo traga todo. Encima, va la tía y consigue el Premio Nacional de Narrativa en 1959, sirviendo puro coño antifranquista.
Ganó, el mismo año, el Premio Nadal con Primera memoria. Y antes le habían concedido el Planeta por Pequeño teatro (1954). Ahí es nada, en comparación con las sonsoles y las molas de la actualidad. Sin embargo, la prensa titulaba entonces las noticias con dejes de sección femenina: “La novelista premiada es “una madraza”. Primorosa en el zurcido y en las labores de cocina”.
Desafortunadamente, Ana María se dejó enredar por un hombre pegado a una nariz lambuza: “Iba de poeta maldito, pero no escribía. Lo conocí y se puso pesadísimo”. Cuando se casaron, su madre le dio la sorpresa de haber guardado en secreto todos sus cuentos de niña. “Pero es que, ¡hija!, vaya papanatas te has buscado”. Y la desheredó, dejándola esposada a la insoportable levedad de su marido, el Malo: “Lo único bueno que me trajo fue mi hijo. No trabajó nunca, vivía a sablazos”.
Se mudaron de Barcelona porque él lo dispuso, buscando en Madrid las esencias del Café Gijón. Para Ana María, en cambio, aquello era un “mundo casposo”, plagado de “escritores fascistas que escribían mamarrachadas increíbles”, un escaparate de envidias y favores, si me lees tú, te leo yo, y en ese plan. Quiere decirse que Ana María tenía que escribir textos/cuentos como churros, y el dinero que ganaba se le iba en pagar las deudas que el Malo iba dejando.
Una tarde, Matute montó en cólera porque el Malo había vendido su máquina de escribir, y él, henchido de hombría, la acusó de loca y se marchó con el niño. Ana María se separó, ¡hasta el moño ya!, pero —a falta de divorcio— la caridad de la nación católica le arrebató durante años la custodia de su hijo.
Poco después, conoció el amor verdadero: Julio Brocard, el Bueno. Recuperó, también, a su hijo. Y ya no fue la cola de ningún cometa mindundi, sino una gigante roja. En su órbita llegaron a girar los rumores del Premio Nobel de Literatura, pero se lo arrebató Vicente Aleixandre, en 1977, seguramente porque eran masculinas sus espadas como labios.
Durante años, Matute fue también luz universal de literatura española, como profesora en universidades de Estados Unidos. Estuvo un tiempo asentada en el planeta Sitges, rodeada de sobrinas y una pasión por las manualidades con materiales reciclados: casitas de astillas para gnomos, griales con cristalitos superglueados, y “si me das una cremallera vieja, te hago unas vías de tren estupendas”.
Estando en la cima de toda buena fortuna, cayó en una depresión profunda y no publicó nada en veinte años. Tal vez la culpa la tuvo Julio Cortázar, ya que lo invitó a una fiesta en su casa de Sitges y se quedó dormida delante suya. ¡Normal! A diferencia de Matute, la Maga de Cortázar era un juego pasivo de rayuela para su recreación egocéntrica y machirula, y así no hay mujer que aguante la vida.
Ana María salió del hoyo porque fue pionera en el uso de la terapia y la salud mental, con un diario negro fascinante, que puede leerse en Blackie Books. Tuvo siempre el apoyo de su amado Julio, el Bueno… hasta que la muerte los separa. El mismo día de 1990 que iban a celebrar el 65 cumpleaños de ella, la bondad toda de Julio se desplomó de un aneurisma cerebral saliendo del portal de su casa.
En esa ocasión, Matute no se dejó hundir por la tristeza. Durante veinte años de silencio, había cebado en sus lectores la promesa de su Olvidado rey Gudú, con el salseo de que llevaba un borrador de miles de páginas, en un baulito, a todas partes. Sin duda, una diva es valiente, poderosa, y resurge bailando con más fuerza que un huracán, o que el Premio Cervantes, en 2010. Y así, en su cuerpo de señora con melena blanca y corta, pudo disfrutar el resto de su vida, como una niña ardid y nada tontina, hasta los 89 años, ¡y algún gintónic de soslayo!


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