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El “Johnny”, nuestro Instituto Benjamenta

El “Johnny”, nuestro Instituto Benjamenta

Sin Alejandro Reyes, el artífice del club de jazz del histórico colegio mayor, todo se ha vuelto más lento

Es mejor no volver por allí. Cascotes de la fachada, hierbajos, seguramente goteras, y la piscina, a estas alturas del año, tendrá un verdín pastoso. El bar estaba, según entrabas, a la izquierda, donde empezaba un pasillo de placas de cemento, y donde, si eras habilidoso, te fiaban. Comíamos en bandejas metálicas grises (qué estrépito al caerse) y había unas cabinas de madera para hablar por teléfono en la planta baja, cerca de la centralita.

¿Cómo cabríamos tantos? El primer año tenías que compartir habitación y se suponía que en el siguiente era toda (¿toda?) para ti. Chicharra incluida, que así llamábamos a un timbre que provocaba infartos y te avisaba de una llamada (contestabas en un teléfono del pasillo, a la vista —y oídos— de todos). ¿Cómo podía caber un lavabo, dos mesas, las sillas, el armario y las dos camas en litera? Por fuera era de cemento y recordaba los búnkeres del Parque del Oeste.

"Más que estudiar, allí aprendimos que, para nada, todo está en los libros, como aseguraba Vainica Doble"

El Johnny, como se conocía al Colegio Mayor San Juan Evangelista de Madrid, era el colegio mayor. Más que estudiar, allí aprendimos que, para nada, “todo está en los libros”, como aseguraba Vainica Doble. Fue nuestro Instituto Benjamenta (Robert Walser murió un día de Navidad, como hoy, pero de 1956), un modo de aprender la partitura de la vida a través de conciertos de jazz, de películas extraviadas del expresionismo alemán o de la Nouvelle Vague, veíamos obras de teatro (pregúntenselo a Rosa Montero) y alguno robó sin rubor Arde el mar aprovechando que tenía las llaves de la biblioteca como guardián de aquellas vitrinas con cristales, por la que conseguías una beca. En un sótano se lavaba la ropa en unas máquinas industriales que funcionaban con fichas y mirábamos aburridos unas secadoras en cuyo interior calcetines, camisas y pantalones daban vueltas y vueltas durante toda una tarde en un viaje tan hipnótico como el de los derviches.

Pero entonces, apenas veinteañeros, todo nos parecía bien. Éramos esponjas, nunca teníamos frío y sólo queríamos lo que querían todos los que tenían nuestra edad. Comprábamos libros en Visor, alguna vez en la Alberti y acudíamos a pasar la tarde al Negro (alguien le bautizó como “la plantación”) porque en aquel colegio todo era más amplio y teníamos amigos; y no digamos en el Chami. Ignorábamos al César Carlos, pues allí vivían los que opositaban, y soñábamos, sin ninguna posibilidad, que alguna jovenzuela del Isabel de España nos hiciera caso.

"En el Johnny vimos a Oscar Peterson, Art Blakey y asistimos a la grabación en directo de un disco de Gwendal, cuando la música celta tenía su prestigio"

Así que nos acercábamos los viernes por la tarde hasta los bajos de Aurrerá a cenar un bocata de calamares antes de tomar vinos, cervezas o cubatas, depende de la economía. ¿Athos se llamaba el pub de Patxi y Andoni, de paredes verdes y que tenía un billar americano? No sabíamos que bastante cerca unos militares se reunían, en la cafetería Galaxia, preparando el golpe (o dos, o tres, los rumores eran habituales), que resultó, al final, de traca.

Sí, pero… Todos venían a nuestro colegio. En el Johnny vimos a Oscar Peterson, Art Blakey y asistimos a la grabación en directo de un disco de Gwendal, cuando la música celta tenía su prestigio. En pijama. Aquello era una fiesta sin tregua. Encontrábamos sin buscar. Esperábamos que ocurriera cualquier cosa sentados en las escaleras de la entrada, que alguien nos llamara (¿se llamaba Isabelita aquella mujer menuda, siempre con cables en la mano atendiendo la centralita como un prestidigitador junto a un mueble con huecos numerados de madera donde dejábamos las servilletas?), mientras mirábamos los cordones de nuestros zapatos. No es que pasáramos hambre, pero más de una vez alguno se cambiaba de ropa para comer por segunda vez lentejas, carne estofada y una naranja o un flan. Vamos, como uno de esos colleges ingleses.

"En el Johnny podían dormir chicas, y eso nos otorgaba un aura imposible de superar"

¿Dónde estuviste el 23-F? Yo allí, dónde iba a estar. Alguien me despertó en plena siesta y cuatro inconscientes, tras llamar a casa desde una cabina que había enfrente, no muy lejos de donde vivió eternamente Vicente Aleixandre con una mantita sobre las piernas, nos fuimos en el metro (absolutamente vacío) hasta el Congreso por verlo en directo. Y nos volvimos algo frustrados porque nos pareció poco. No sabíamos todavía que, ya en el colegio, algunos residentes del Mara (eso se dijo y a ninguno extrañó) arrojaron al bar un cóctel Molotov. Nuestra heroicidad consistió en salir tras ellos, tarde y con un arrojo descafeinado calle abajo, hacia el Isabel.

En el Johnny podían dormir chicas, y eso nos otorgaba un aura imposible de superar. Alguno creyó descubrir el amor tras operarse de fimosis en el hospital de enfrente de Hacienda, subiendo hacia Cuatro Caminos, que te cubría el seguro de estudiante; muchos abandonaron la carrera, hubo más de un suicidio y en las noches largas de primavera de finales de mes, esperando el giro, leíamos entre la abulia y el entusiasmo el Quijote por primera vez, nos apasionamos con Lorca y compramos aquel volumen azul (carísimo) en Seix Barral de Octavio Paz y Un hombre junto al mar.

"Por allí pasaron El Brujo, Pedro García Cuartango y centenares de chavales anónimos que hoy vagamos por el mundo, pero desde hace unos diez días con más frío"

Todo esto, señores, se lo debemos a Alejandro Reyes. Me he enterado, tarde (siempre se llega tarde), de que aquel eterno estudiante se ha muerto. Fue fulminante, según me ha contado Pablo Sanz, que años después de ser colegial allí ejerció de crítico de jazz en El Mundo. Reyes vivía, eternamente, en la planta baja, creo recordar. Tendría que haber acabado la carrera hacía años, pero siempre estaba allí, con su calva reluciente, su media sonrisa arrepentida, su barriga feliz, acodado con sus ojos de salmón en la barra del bar y con una paciencia infinita. Nos asombraba que desde aquella centralita de juguete pudiera traer a gigantes del jazz y del flamenco (el último concierto de Camarón se celebró allí, en el salón de actos, donde no se hacía ascos a nada ni a nadie). Nos intercambiábamos discos y libros y hablábamos con la certeza de que asaltaríamos el futuro, como Rimbaud.

Por allí pasaron El Brujo, Pedro García Cuartango y centenares de chavales anónimos que hoy vagamos por el mundo, pero desde hace unos diez días con más frío. Sin dejar de mirar los cordones de los zapatos.

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