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El maestro

The Teacher, William H. Johnson.

El maestro de Física y Química me llamaba Abreu. Abreu gritando. A todo dar. Para que se enterara todo el mundo de que no estaba usando mi nombre, sino mi apellido. Yo lo llamaba maestro, pero, en realidad, en el instituto estaba prohibido decirle maestro a los profesores. Decir maestro denotaba poca cultura, un origen mago, campesino. Las chicas que decían maestro solían equivocarse y llamar mami a la de Lengua. Era normal. La maestra había sido siempre la prolongación de nuestra madre.

Todos los días, después de que levantaba la mano para preguntar —porque todos los días intentaba preguntarle algo al maestro para que así, de verdad, me quisiera—, me decía dime, Abreu. Entonces a mí se me escapaba maestro, no entiendo la fórmula. Y me miraba con esa maldad en los ojos, con esa sonrisa cambada, de labios finitos. Será profesor, no maestro, digo yo, me respondía. Una agonía me atravesaba la garganta, un palo de tea con astillas se me clavaba en las paredes internas del cuerpo. Me negaba a aceptar que el maestro no me quería. Que tenía cariño para todos los demás, pero no para mí. Y me daba todavía más rabia porque era el típico maestro que todo el mundo admiraba. Era el típico maestro chachi. No daba clase. Hablaba solo de las cosas que le apetecía. Solo cuando quedaban diez minutos para el recreo, apuntaba una fórmula en la pizarra. El resto del tiempo se la pasaba contando cosas sobre los agujeros negros. Y las supernovas. Y sobre grafología, que era su pasión secreta.

"El examen de recuperación era al día siguiente. Allí no iba a estar el chico del que me copiaba, pero no me importó. Solo con la confianza del maestro podía cruzar nadando la distancia entre Tenerife y La Gomera"

De repente, una mañana llegó con la idea de dedicar la clase a leernos la mano. Me ofrecí voluntaria. Ya no encontraba la manera de que me atendiera. Esa tampoco funcionó. Me agarró la muñeca muy despacio y se dedicó a mirarme las líneas de la mano en silencio. Me miró a los ojos y me dijo tienes un concepto equivocado de ti misma. El mundo se me escachó como una rata debajo de las gomas de una furgoneta. A partir de ese momento empecé a odiar muy fuerte al maestro. Hacía tanta fuerza para odiarlo que me dolía la mandíbula. Verlo pasar por el pasillo con su mochila del Decathlon y sus botas de caminar, como si fuera un guiri apestoso, me daban ganas de estamparle la cabeza contra el piso. En la clase todos se reían de sus machangadas. ¿Saben por qué los perros dan tres vueltas sobre el sitio antes de dormirse? Dan tres vueltas para alisar el terreno, porque hace muy poco eran salvajes y tenían que dormir a la intemperie. Entonces todos los demás lo amaban. Y suspiraban. Y decían aaaaah. Y las bocas sonaban como cafeteras rebosando. Y yo lo odiaba más fuerte, aún más fuerte. Y dentro de mi cabeza repetía maestro, maestro, maestro, puto maestro de mierda. No aprendí nada de Física ni de Química ese curso. Aprobé todos los exámenes copiándome de un chico de mi clase que era hijo del que daba Biología.

"La barriga se me hizo chiquitita como un arestín. Saqué una nota terrible. Un 2,1. Le dije perdóneme, maestro. Como si fuera un padre decepcionado. Sin comentarios, Abreu"

Entonces llegó el último examen del curso. Y ya parecía que el maestro de Física y Química me daba completamente igual. Como cuando después de muchos años persiguiéndolo, aquel chico del Realejo Alto me dejó de gustar. Aquel chico que, en una romería, me agarró el brazo con los dedos en forma de pinza y me gritó delante de todo el mundo que tenía los brazos gordos-gordos como para dar trompadas e inmediatamente después empecé a tirar el potaje a la basura cuando mi madre no me estaba viendo. Como si el maestro fuera el chico del Realejo Alto —que después de haberlo yo olvidado me escribió por el Tuenti ola q tal?—, se acercó a mi mesa con el examen final y me dijo este 7’3 no es suficiente para ti. Yo sé que tú eres de diez. Vete a la recuperación y así subes la nota. Entonces sentí como si una piedra de fuego hubiese salido directa de una estiladera a toda velocidad y hubiese impactado contra mi pecho. Me emocioné. El maestro confiaba en mí. Todo aquel tiempo se había comportado como un estúpido porque quería sacar mi mejor parte. El examen de recuperación era al día siguiente. Allí no iba a estar el chico del que me copiaba, pero no me importó. Solo con la confianza del maestro podía cruzar nadando la distancia entre Tenerife y La Gomera. Como David Meca alimentándome de Actimel y meándome encima. No tenía apuntes. Intenté estudiar con las cuatro fórmulas que tenía escritas.

Me senté en mi mesa toda sudada y temblando. Leí por primera vez los enunciados y me di cuenta de que no entendía nada. Tres días después, el maestro me dio el examen con mucho cuidado de que nadie viera los números color rojo. La barriga se me hizo chiquitita como un arestín. Saqué una nota terrible. Un 2,1. Le dije perdóneme, maestro. Como si fuera un padre decepcionado. Sin comentarios, Abreu. Te quedas con el 7, me respondió. Era el último día de clase. Lo dedicamos a hablar de los deportistas de élite. No me dirigió la mirada en ningún momento. De cuando en cuando cogía mi bolígrafo y escribía algo en la libreta: El animal más rápido del mundo corre 10 veces más que Usain Bolt. Lo buscaba con mis ojos de lagarta arrastrada y me esquivaba. Para él yo era una mosca verde y gorda como la yema de un dedo. Cuando se acabó la clase nos dio las gracias y nos deseó un buen verano. Me dolía el pecho, me costaba respirar. Pasé por el lado de la mesa y me fijé en cómo colocaba la carpeta de las notas dentro de la mochila del Decathlon. Levantó la cabeza para decirle adiós al hijo del de Biología. Adiós, colega. Y le desplegó la boca en una sonrisa amplia como un día de sol. Hoy, muchos años después, leo un libro de Lorrie Moore y subrayo: “[…] la gente es capaz de hacer lo que sea, lo que sea, a cambio de una sonrisa verdaderamente agradable”. Y pienso que yo soy esa gente. Y que a veces me gustaría no serlo.

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