Trump ha sacudido los cimientos de la política, la economía y las relaciones internacionales. La onda expansiva de sus decisiones ha dinamitado el orden existente y conduce hacia un cambio de época en el que las incertidumbres se disparan. Es un tiempo de demasiadas inquietudes y pocas respuestas claras, que demanda nuevas claves para interpretarlo.
A continuación, reproducimos un fragmento del libro El nuevo espíritu del mundo: Política y geopolítica en la era Trump, de Esteban Hernández.
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Dostoievski entendió claramente lo que Hegel afirmaba en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal, y no pudo más que echarse a llorar. El escritor ruso había sido detenido por defender ideas subversivas, que llegaban desde la lejana Europa, durante el gobierno del zar Nicolás I. Sufrió un simulacro de fusilamiento, se le desterró a un campo de trabajo en Siberia y más tarde fue destinado como soldado raso a un pequeño y remoto pueblo. En las noches de esa región desamparada, leía textos prestados que le mantenían en contacto con el pensamiento de su época. Uno de ellos fue el de Hegel, en el que se afirmaba que Siberia era un lugar ignoto al que la historia nunca llegaría: allí no había salvación posible.
Quizá alguien esté leyendo ahora a Hegel en Europa ahogado en lágrimas, pero es poco probable. Las ideas que dominan la época occidental no provienen de filósofos o de intelectuales, sino de inversores tecnológicos, economistas de evidencias incuestionables, expertos de think tanks anonadados por los cambios, políticos altivos y asustados y financieros cuyo estado de ánimo oscila entre la euforia y el temor. También es poco probable que alguien abra ya un libro de filosofía, salvo para utilizarla como poesía; el amor por el conocimiento se ha convertido en amor por la abstracción pretenciosa. Sin embargo, éste es el momento idóneo para reflexionar sobre la historia, justo cuando parece abandonarnos.
Nos hemos pasado muchos años, décadas, viviendo una mentira confortable. Europa era el espejo en el que el mundo debía reflejarse. Teníamos lo mejor del capitalismo: entornos de sofisticación y lujo, una elevada protección social, bellos ideales, hermosos monumentos y una vida pacífica. Eran los tiempos de la globalización feliz, un sueño que enunció Estados Unidos en voz alta, y que sólo creyó de verdad Alemania (que es muy de creer de manera firme; en lo que sea, pero firmemente) y, por extensión, la Unión Europea. Íbamos a comerciar en paz especializándonos en productos con alto valor añadido, mientras los países en desarrollo se encargarían del trabajo sucio y Estados Unidos organizaría y vigilaría el nuevo mundo. Para España quedaban el sol, la playa y el ladrillo, pero estábamos integrados en el orden ganador y formábamos parte de la región que alumbraba los valores correctos.
Era un mundo lleno de certezas, por lo que las preguntas resultaban inconvenientes. Ahora, cuando han llegado todas de golpe, tampoco se contestan, porque estamos inundados por el sentido de la urgencia. Ya que la ruptura del orden global está dejando paso a los autoritarismos, al gobierno a través de la fuerza y a los valores reaccionarios, no es el tiempo de formular interrogantes, sino de actuar. Pero quizá sea el instante perfecto para dar un paso atrás, escudriñar en los libros (de filosofía, de sociología, de historia) y comenzar a analizar los porqués de esta reorientación mundial.
Hay muchas preguntas por hacer, pero cuesta siquiera enunciarlas. Éste es un momento complicado para buscar el conocimiento, porque en el debate público las máquinas de propaganda funcionan a pleno pulmón, tanto las que intentan desinformar como las que afirman luchar contra la desinformación. No sólo se trata de que se pongan en juego habituales manipulaciones y tergiversaciones, sino de que la estrategia de desautorizar al emisor se ha convertido en dominante. La conversación pública no tiene lugar mediante los argumentos, sino a través de las descalificaciones. En segunda instancia, ésta es una época que, precisamente por estar construida a partir de una tensión elevada entre élites y entre países, produce muchos análisis moralistas, que se resuelven en la utilización continua de adjetivos calificativos o en la formulación de pronósticos (X es autoritario, a Estados Unidos le va a ir muy bien o muy mal, etc.), pero que produce muy poco conocimiento. El presente texto trata de huir de esas trampas y, en consecuencia, no aporta lecturas morales. Incluso en aquellos casos en que expresamente se califican como positivos o negativos hechos, decisiones o estrategias, los juicios de valor están siempre referidos a su utilidad y a su encaje sistémicos. Si se asegura que la desindustrialización fue un error para España y para Occidente, es por la vulnerabilidad que la ausencia de un sector productivo fuerte supone para los Estados (o para una unión de ellos); si se califica la falta de cohesión social como un problema crucial, es porque implica desequilibrios políticos, inestabilidad y ausencia de un proyecto común. Por supuesto, aspectos como éstos pueden abordarse desde consideraciones éticas o de justicia, y es conveniente que así sea, pero son conclusiones que trato de dejar al lector.
Y si es complicado formular preguntas, más lo es responderlas. En un tiempo de cambios acelerados, resulta muy difícil aprehender lo que ocurre. El presente, por el hecho de serlo, oscurece la perspectiva; parece que sólo es posible narrar las épocas históricas una vez que han terminado. Es una dificultad que mi trabajo cotidiano como periodista me obliga a afrontar, porque hoy no basta con describir lo que sucede. La realidad cotidiana es avasalladora, ya que acontecen muchas cosas a la vez, de modo que los hechos nos aturden, se muestran contradictorios o nos resultan del todo incomprensibles. Muy a menudo, la parte no nos permite ver el todo. Sin embargo, en épocas como ésta es cuando más necesario resulta teorizar al tiempo mismo que se narra. Es cuando más necesitamos hilos de los que tirar y análisis que clarifiquen nuestra mirada: es cuando más imprescindible resulta buscar el conocimiento.
A menudo, para evitar el esfuerzo que supone entender las cosas en lugar de calificarlas, optamos por las respuestas fáciles. Uno de los aspectos más relevantes de la política contemporánea es el crecimiento electoral de las opciones vinculadas con la derecha populista y extrema. Es cómodo señalar que gente descontenta es engañada por la desinformación o que varones de masculinidad frágil se ven tentados por figuras fuertes; otros prefieren conformarse con explicar el fenómeno como el regreso del sentido común frente a los excesos progresistas. Ninguna de esas contestaciones aparece en el texto, porque los cambios políticos son mucho más profundos de los que pueden derivarse de razonamientos de esa clase. Las transformaciones geográficas, con la preeminencia de las grandes urbes sobre las ciudades pequeñas e intermedias, los cambios demográficos y la aparición de una economía desigual han generado alteraciones sociales que han modificado, y no podía ser de otra manera, las preferencias electorales.
En el plano ideológico, el cambio más relevante ha sido la inversión de posiciones: las derechas representan hoy la contestación al sistema. Los progresistas defienden el statu quo precedente, el que abogaba por las interconexiones globales, las instituciones internacionales y la profundización en las libertades, mientras que la posición insurgente la desempeñan nuevos partidos del espectro derecho. No es una sorpresa: desde los años sesenta y ochenta, los cambios en el sistema han sido instigados por este tipo de opciones políticas, cuya línea evolutiva va desde Reagan hasta Trump pasando por George Bush; cada uno de esos presidentes ha supuesto un salto adelante sistémico. La conversión de los conservadores en disruptores tiene consecuencias serias en el terreno electoral, máxime cuando la inestabilidad política generalizada de Occidente proviene del descontento latente de los votantes respecto del funcionamiento institucional.
Entender por qué se ha producido esa inversión y cuáles son las condiciones que la han hecho posible requiere del análisis de la historia reciente de Estados Unidos, de la evolución de sus posiciones ideológicas y geopolíticas y, sobre todo, de la radiografía de la mentalidad estadounidense. Las acciones de la administración Trump están enraizadas en una tradición, que ha ido desarrollándose y matizándose a lo largo de décadas. El recorrido histórico que se refleja en los capítulos 4 y 5 no es, por tanto, un mero recuento de hechos ni tampoco un intento de comparar este tiempo con otros que ofrezcan analogías útiles. Está animado por el propósito de entender las constantes de un sistema, sus características y sus líneas de continuidad, en la convicción de que eso es lo que, finalmente, otorga perspectiva al presente y permite intuir los caminos de futuro.
Las transformaciones en el orden internacional tampoco pueden comprenderse sin mirar hacia Estados Unidos. Éste es un tiempo de competición entre potencias, en el que la dominante se ve amenazada por la emergente, y eso siempre ha traído tensiones a gran escala. Como parte de su reacción, Washington ha decidido alterar radicalmente la relación con sus aliados tradicionales, a los que quiere supeditar aún más a su órbita. Quiere ganar poder estableciendo un nuevo reparto del que los viejos socios salen dañados, ya que el propósito es que los europeos sufraguen la mejora en el nivel de los ciudadanos estadounidenses y el incremento de beneficios de sus empresas. La Unión Europea ha quedado golpeada por esta intención, a pesar de los distintos avisos, y vive momentos de desorientación.
El futuro del continente aparece analizado en el texto, pero no sólo desde la mirada prospectiva, sino desde las necesidades que los países europeos deben cubrir para jugar un nuevo papel. En este sentido, cabe subrayar que la guerra en la que ya estamos inmersos es, en primer lugar, económica; que tiene que ver con las capacidades productivas, energéticas y tecnológicas; y que está anclada en los elementos de poder típicos de los Estados. Recomponer esas partes para disponer de una voz real será necesario, tanto en cada país europeo como en el conjunto de ellos. Si los cambios se limitan a incrementar el presupuesto de Defensa, habremos puesto una piedra más en una barca que tiene abiertas vías de agua.
Detrás de los cambios históricos, de las palabras que resuenan y de los grandes planes está el ciudadano común. Quizá la historia se enuncie en salones majestuosos, pero se ejecuta en las vidas cotidianas de millones y millones de personas. El problema con la globalización fue que empobreció a las clases medias y trabajadoras occidentales, que cargaron con el peso de sus efectos negativos. Un giro en los acontecimientos que vaya en la misma dirección será un problema mayúsculo. Se puede hacer política contra los pueblos y que salga bien, pero no todo el tiempo. De manera que la pregunta sobre el porqué hemos salido perdiendo es demasiado importante para evitarla, en especial porque la ausencia de cohesión social está en el centro de las dificultades occidentales. A menudo, los desequilibrios son descritos como consecuencias inconvenientes, pero no como un ámbito prioritario de acción. El texto trata de demostrar que, al contrario de lo que refleja el pensamiento estándar, de la cohesión social depende el futuro de nuestros países y el de los mismos valores occidentales.
Con la llegada de Trump, que ha puesto las cartas sobre la mesa, nos encontramos con la paradoja de que Siberia, ese lugar ignoto, forma parte del continente que está dibujando las nuevas líneas de la historia, Asia, y que es el nuestro el que pierde relevancia. Nos dijeron que estábamos ante el fin de la historia, lo que no nos contaron es que quizá fuese el final de Europa como parte relevante de la misma. Hubo muchas advertencias, a las que se hizo caso omiso, porque las élites de los países continentales seguían recogiendo beneficios del statu quo vigente y mejorando su tarjeta en los campos de golf. Estaban demasiado atareadas sintiéndose superiores al resto del mundo como para tomarse en serio las señales
Es cierto que Europa ha traído al mundo un ejemplo que debería conservarse, el que tejió un régimen de gobierno excepcional en la historia, ese que comenzó a apagarse en los años ochenta. Debería perdurar e inspirar a ideologías futuras. Pero también ha mostrado cómo la irrelevancia de las clases gestoras puede convertir algo sólido y beneficioso en un cuento lleno de moralismo y fantasías.
En este nuevo escenario, escribir desde España es hacerlo con tinta que se borrará poco después de trazar las letras sobre el papel. Pero tiene sus ventajas: es más sencillo atisbar, desde el sur de Europa, la parte perdedora del continente en decadencia, el latido de esa historia en la que estamos dejando de participar.
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Autor: Esteban Hernández. Título: El nuevo espíritu del mundo. Editorial: Deusto. Venta: Todos tus libros.


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