Inicio > Libros > Adelantos editoriales > El peatón sentimental, de Julio José Ordovás

El peatón sentimental, de Julio José Ordovás

El peatón sentimental, de Julio José Ordovás

Es este un libro que también es un manual de sociología. Con una literatura alejada de lo superficial, el autor habla de su Zaragoza natal, de su gente y de personajes como Goya que habita en su imaginario.

Zenda adelanta cuatro de los textos cortos que pueblan estas páginas.

***

BOSQUE

La primera novela «seria» que me compré, con mi dinero, fue Tiempo de silencio. Había acudido a Zaragoza con mi padre para hacer algún tipo de gestión. Hacer la gestión y alguna compra nos llevaba poco rato; el resto del tiempo, hasta que regresábamos al pueblo, lo pasábamos de bar en bar. Cuando mi padre no encontraba aparcamiento, dejaba el coche en doble fila, se metía en un bar y yo me quedaba al cuidado del coche. Mi padre podía tardar, tranquilamente, más de una hora en volver del bar, tiempo que yo aprovechaba para merodear por los alrededores sin perder el coche de vista. Aquel día tuve la suerte de que mi padre aparcara junto a una librería y, en cuanto él cruzó la puerta bar, yo salí del coche, entré en la librería y me compré la novela de Luis Martín-Santos atraído, seguramente, por los ratones blancos de la cubierta de Seix Barral. Tendría entonces no más de trece años y no estaba pre- parado para leer una novela tan «seria» como aquella, pero hay en ella una línea que no he podido quitarme de la cabeza desde que la leí entonces: «Un hombre es la imagen de una ciudad y una ciudad las vísceras puestas al revés de un hombre».

Tiene razón Luis Martín-Santos cuando escribe que «un hombre y una ciudad tienen relaciones que no se explican por las personas a las que el hombre ama, ni por las personas a las que el hombre hace sufrir, ni por las personas a las que el hombre explota». Pero no estoy de acuerdo con él cuando dice que un hombre puede sufrir o morir pero no puede perderse en una ciudad. y es que para saber de una ciudad, para leerla y aprenderla, hay que perderse en ella como los niños de los cuentos se perdían en los bosques.

***

PUENTES

Faltan dos horas para que amanezca. Con mi salvoconducto laboral en el bolsillo, camino por una ciudad fantasmal en su silencio de calles desiertas, una ciudad que, de tan desolada, parece abstracta. Oigo hermosos y extraños cantos de pájaros que nunca antes había oído y pienso en Kafka y en Praga y en el libro que Kafka podría haber escrito sobre Praga pero jamás escribió. El sorprendente conocimiento que Kafka tenía de los más diversos edificios de la ciudad asombraba a su amigo Gustav Janouch. Kafka, según Janouch, no solo estaba familiarizado con los palacios y las iglesias, sino también con las casas más recónditas de la Ciudad vieja de Praga. Conocía sus nombres antiguos incluso cuando los viejos blasones ya no lucían sobre sus umbrales. Kafka sabía leer la historia de la ciudad en las paredes de los viejos edificios y, a través de tortuosas callejuelas, llevaba a su compañero de paseos hasta pequeños patios interiores en forma de embudo de la Ciudad vieja que él llamaba «escupideras de luz». Janouch da fe de lo mucho que Kafka amaba las viejas callejuelas, iglesias y jardines de su ciudad natal. y contaba que Kafka hojeaba con vivo interés cualquier libro sobre las antigüedades de Praga que él le llevaba a su despacho en el primer piso del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, acariciando las páginas de estas publicaciones con las manos y con los ojos a pesar de haberlas leído mucho antes de que él se las pusiera sobre la mesa. Los ojos de Kafka relucían, ante aquellos libros, con la mirada de un coleccionista. Pero en Kafka no había nada de coleccionista. Para él lo antiguo no era un mero objeto de colección entumecido por la historia, sino un dúctil instrumento de conocimiento, un puente hacia la actualidad.

***

CARAS

La ciudad no tiene una sola cara. Tiene al menos tantas caras, y tan distintas, como barrios.

Hay barrios con las uñas lacadas y barrios con las uñas rotas, que te arañan incluso cuando pretenden acariciarte. Barrios de rancio abolengo, exclusivos y excluyentes, en los que está reservado el derecho de admisión. Barrios en los que es tan fácil entrar como difícil salir. Barrios tan nuevos que parece que no les hayan quitado todavía el papel de regalo y barrios perdidos en la noche de los tiempos. Barrios indomables, en los que no hay más ley que la ley de la calle. Barrios con pedigrí, endogámicos, y barrios mil leches en los que las casas de apuestas son una nueva droga.

Las calles son para vivirlas, no para pasar o circular por ellas.

Calles por las que la ciudad se desangra lentamente y sin remedio. Calles que en otro tiempo creímos que estaban empedradas en oro y ahora nos damos cuenta de que están sembradas de clavos. Calles largas y rectas como velas. Calles que, como si fueran de chicle, se estiran y se encogen y se pegan a las suelas de los zapatos y es imposible despegarse de ellas. Calles con árboles centenarios que han regalado sus misteriosos abrazos a varias generaciones de peatones. Calles a las que todavía hay quienes las llaman por sus viejos nombres, quién sabe si por nostalgia de su infancia, del antiguo régimen o de ambas cosas. Calles con nombres de poetas cuyos versos se los ha tragado el humo de los coches. Calles que esconden leyendas, como el callejón del Perro, donde aún se escuchan ladridos horribles en las noches de niebla. Calles que nos reciben con una sonrisa radiante o con una sonrisa mellada, según los días. Calles tísicas. Calles artríticas. Calles con aceras apacibles. Calles con aceras movedizas. Calles que no han tenido ni tendrán nunca tiempos mejores. Calles con nombres ejemplares, como la calle Cortesías, así llamada porque, dada su estrechez, los viandantes tenían que cederse el paso con una urbanidad impensable en nuestra época. Calles con nombres que deberían espantar a hosteleros, comerciantes y banqueros, como la calle Atraco a las tres.

Es en el callejero de Zaragoza, y no en la palma de la mano, donde uno ve dibujado su rostro y trazado el mapa de su vida.

Interminables avenidas felices. Calles macilentas en las que tropezamos un día tras otro con el mismo adoquín suelto. Calles de las que han desaparecido aquellos bares en los que nos tragamos todo el humo del mundo sin parar de reírnos. Calles animales en las que perdimos todo lo que teníamos y acabamos enganchados a una señal de bus. Calles que en mis sueños se llenan de mujeres fantasmagóricas, como las de los cuadros de Delvaux. Calles en las que nos hemos besado, en las que nos hemos peleado y en las que nos hemos tambaleado. Calles en cuyos portales hemos dormido y vomitado unas cuantas noches. Calles en las que nos despedimos de alguien por última vez, como la avenida Goya, por la que vi alejarse a Félix Romeo una madrugada en la que Zaragoza estaba desierta. «Es como si hubiera caído una bomba de neutrones», dijo Félix riéndose, con sus estrepitosas carcajadas.

***

IDIOTA

Noviembre es para mí un mes dostoievskiano, pues fue en noviembre cuando se conocieron Rogochin y el príncipe Mishkin. Su encuentro se produjo en el tren que hacía el trayecto de Varsovia a San Petersburgo. Tras el viaje nocturno, en los departamentos de tercera de aquel tren se veía a la gente cansada y aterida, trabajadores y pequeños comerciantes cuyos rostros macilentos reflejaban el color de la niebla que no permitía distinguir nada tras las ventanillas.

Me compré El idiota en 1994, una tarde en la que soplaba un cierzo feroz sobre Zaragoza, como anoté, bajo mi presuntuosa firma juvenil, en la hoja de respeto de la novela. y o tenía dieciocho años recién cumplidos y al leer a Dostoievski me di cuenta de que todo aquello que nos habían impuesto, la llamada realidad de la vida, era un espectáculo sin ningún valor. Las vidas de los personajes de Dostoievski no es que fueran apasionantes. Pero eran auténticas y estaban escritas con honestidad, a diferencia de todo lo que me habían contado. Porque ni mis padres ni los profesores me habían dicho la verdad. El primero que me dijo la verdad fue Dostoievski.

Zaragoza no era San Petersburgo y ni mis amigos ni yo éramos personajes de Dostoievski, aunque habláramos como si lo fuéramos. Una parte importante de nuestra juventud consistió en largos paseos y conversaciones interminables. Comíamos pipas, fumábamos tabaco barato, leíamos con fervor religioso a los clásicos rusos y soñábamos con mujeres de ojos azules y sonrisas rubias.

—————————————

Autor: Julio José Ordovás. Título: El peatón sentimental. Editorial: Xordica. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Julio José Ordovás (Zaragoza, 1976) colabora como crı́tico literario y articulista en varios periódicos (ABC, Heraldo de Aragón) y revistas (Revista de Occidente, Clarín, Turia…). En 2004 publicó su primer libro, Días sin día (también en Xordica). Desde entonces, ha cultivado diversos géneros, desde la poesı́a (Una pequeña historia de amor, 2011) al diario (En medio de todo, 2016). Su primera novela, El Anticuerpo (2014), se tradujo al inglés y francés. Paraíso Alto (2017), su segunda novela, fue traducida al japonés.

Foto: Javier Burbano.

5/5 (4 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios