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El sueño de la biblioteca Robinson

El sueño de la biblioteca Robinson

No recuerdo ahora donde lo leí, o si luego, más tarde, tratando de recrear esa historia, fue algo imaginado al escribirlo. Pero el caso es que, detrás de un sueño, el ficticio John Porter comenzaba así a escribir una novela sobre el mar y los hombres que vivían y trabajaban en él. «Me llamo Adam Carter, nací en Hope Cove, al sur de Thurlestone, Inglaterra. Mi padre y mi abuelo eran marinos, como mi bisabuelo y su padre, mi tatarabuelo…». Esta historia me hizo recordar que en cierta ocasión tuve un sueño en donde mi abuelo relataba una historia en la que a un amigo suyo, un tal Gerard, y a su hijo Pierre, se los tragó un temporal mientras faenaban en alta mar. Un sueño en donde el espectro del maduro Robinson Crusoe se paseaba como un invitado más, y contaba cómo se había convertido en superviviente de la que quizás pueda ser la mayor de las desesperaciones sufridas por un hombre tras sentirse solo y abandonado en una isla. No digamos la angustia que se sufre frente a la inmensidad del mar, en donde, al ser despojado de toda la seguridad de un barco, se encuentra uno a merced de los vaivenes que producen las olas gigantes, la oscuridad o la lluvia, el frío o la soledad. Ante esa situación, el mar martillea en tu cabeza cuán frágiles somos. Aunque mi Robinson, vivo y siendo consciente de su tragedia, elevaba su voz para dar gracias a la Providencia por haberlo salvado. «¡Dios mío! —exclamé—, ¿cómo es posible que haya yo podido llegar hasta tierra?».

Tal vez, fue éste un sueño sobre libros y aventuras; otro más, donde recuperar historias de barcos acaecidas en el mar. Como si las invenciones, o el ansia de navegar junto a otros sueños no llegasen nunca a ser una quimera en la propia imaginación de un crío.

"Así es como algunas conversaciones se mantienen en el tiempo, inalteradas para quien las escucha, y vuelven a ser recordadas pasados los años"

Lo cierto es que hay historias que jamás se separan de uno toda vez que las ha conocido o vivido, y también en cierta forma, pero no ya del todo como propias, cuando uno las ha oído y se las han contado otros. Esas historias que uno ha vivido te acompañan junto al tiempo que nunca envejece, y el adverbio aún, que se funde como esa vieja canción de las olas sobre los acantilados, nos las canturrea sobre la memoria hasta un momento determinado. Quizás, con la intención de fabricar otro paisaje más difuso, acaso velado, o para suprimir temporalmente una parte de ellas. Sin embargo, las otras, las que han sido contadas, vía oral o escrita, es como si permanecieran incólumes tal y como nos las contaron o las leímos. Ficciones o fabulaciones que no admiten más interpretación por ser historias cerradas de principio a fin, tal y como su propio autor quiso, en donde casi todo lo narrado resulta como si no hubiese sido erosionado por la canción de las olas del mar, o como si el propio tiempo, al pasar por ellas, nos hiciera creer que han ocurrido no hace tanto como para olvidarlas.

Así es como algunas conversaciones se mantienen en el tiempo, inalteradas para quien las escucha, y vuelven a ser recordadas pasados los años. Incluso, como yo recordaba en ese sueño que tuve hace algunos años, o quiero imaginar escribir ahora, a propósito de ciertos libros leídos en una biblioteca imaginaria con mi abuelo. Libros que, en definitiva, marcaron mi vida de joven lector y que me permitieron vivir la mar de aventuras.

—A ese lugar que tú y yo conocemos, lo llamaremos la biblioteca Robinson —oí decir en el sueño a mi abuelo—. Y ahora, cuéntame: ¿qué libro quieres que te preste?

Esa fue su pregunta cuando yo le había echado el ojo a un Robinson Crusoe de Ramón Sopena. Por entonces tendría yo doce años, y la portada me había apasionado. Un hombre, del que pronto descubrí que se llamaba Robinson, caminaba sosteniendo en su mano derecha un gran paraguas de tela para protegerse del sol. A la par, parecía conversar amigablemente con un hermoso perro de grandes orejas y manchas de color marrón. Dócil y atento, el perro lo miraba en amable señal, como si comprendiera las palabras de su amo. De esta manera, a pesar de conocer los ladridos de un perro, imaginé por un instante aquella plática; era posible concebir lo que aquel humano le transmitía. Robinson lo miraba con una señal de su dedo índice, quién sabe si para indicarle algún detalle de la exposición, o bien para pretender ayuda o discreción sobre la aventura por acontecer. Un Robinson que llevaba a la espalda una cesta y, colgada del hombro, una escopeta cuyas cachas de madera asomaban por debajo del brazo derecho. En la cintura, una pistola, y a un lateral, un serrucho carpintero con dos bolsas de tela anudadas. El paisaje de la escena, inconfundiblemente, se desarrollaba en algún lugar del mundo en donde los árboles y la vegetación frondosa estaban rodeados por el mar. La portada situó a los personajes en un territorio lejano, aislado, tal vez. Aquel no podía ser otro lugar que una isla.

"A la edad de los doce años, un crío aún sigue teniendo una imaginación prodigiosa; y esa manera de ver a Robinson persiguiendo sus sueños para convertirse en marino me hizo creer que el mismo deseo, al poco tiempo, le traería su desgracia"

Con los años, descubriría que el mar siempre había estado presente en la vida de este personaje. Tal vez, usado por Daniel Defoe para narrar una historia real sobre el naufragio de un marinero escocés llamado Alexander Selkirk. También así, y siendo el mar un medio con el que contar historias, el origen de John Porter, o cuando, con posterioridad, recordé en aquel sueño la tragedia de Gerard y su hijo Pierre, y la de otros tantos marineros que pudieron o no sobrevivir en el mar. A la edad de los doce años, un crío aún sigue teniendo una imaginación prodigiosa; y esa manera de ver a Robinson persiguiendo sus sueños para convertirse en marino me hizo creer que el mismo deseo, al poco tiempo, le traería su desgracia. Pero, en verdad, y ante su primer momento como náufrago en una isla desconocida, la desesperación actuó como acicate de su propia salvación; con enorme tristeza fue consciente de que sus compañeros de viaje habían tenido peor suerte que él. Después de aquello vinieron otras lecturas, otras interpretaciones acerca de la existencia. Con fortuna, los libros siempre fueron el momento estelar de un joven lector; pronto me hicieron comprender que uno recorre esta vida como las palabras de un libro que caminan hacia una aventura. A aquella imaginaria biblioteca Robinson se fueron incorporando otras historias que garabatearían en mi espíritu un nuevo dibujo: La Isla Misteriosa, Los Tres Mosqueteros, Miguel Strogoff, La Isla del tesoro, El Corsario Negro, Sandokán, Viaje al centro de la Tierra, etc.

En ese mundo único de Robinson, perdurable e imaginario, del cual yo era testigo al leerlo, proyecté un pensamiento de salvación para todos aquellos desdichados marinos que, con sus barcos desarraigados y sin posibilidad de maniobra o gobierno, perdían el rumbo en el mar por los azotes de una tempestad o una tormenta. Siendo tales hechos así, pensé en que acabarían siempre en una isla donde sobrevivir como el héroe de mi novela de aventuras. Como si la idea de salvación sobre las lecturas contribuyese a que esos personajes, hombres o mujeres, pudieran concentrar todo su pasado y su futuro en la capacidad de sus mentes para sobrevivir. Una máxima para redimir todo aquello que interesa a la vida, y que como en el caso de Robinson, se sirve para defender con valentía o serenidad todo aquello que lo ha de permitir desarrollarse civilizadamente y seguir vivo. El objetivo más valioso de la vida era preservar la propia vida. Y así fue como Robinson decidió rescatar de su barco aquellas ropas, armas, pólvora, licor, tabaco, etc., además de varios ejemplares de la Biblia, que como libro de libros, se convertirían para él en un faro de luz en los momentos de tortuosa y oscura soledad.

"Con Robinson descubrí que, frente a las adversidades, no había que temer las ausencias. Afrontar un problema era una manera de resolverlo"

Recuerdo todo como un sueño, y así se lo contaba yo a mi abuelo, mucho antes de algunas desventuras de la vida y sin saber todavía nada del mar ni de la vida en general. Confesaba así mis temores con la idea de salvación de mis héroes; para mis futuros ahogados en el mar y sin ninguna esperanza, a la postre, había una isla adonde llegar. Una orilla en la que ponerse en pie para caminar y seguir luchando. Pero eso sólo era un sueño, pues todo se desvanece veloz y se convierte en cruda realidad; y las islas que yo imaginaba de pequeño para mis fantasmas pronto desaparecieron de mayor, para llenar los océanos y los mares de cadáveres. Con Robinson descubrí que, frente a las adversidades, no había que temer las ausencias. Afrontar un problema era una manera de resolverlo. Y que frente a un sueño, y su lucha, era preciso recordar lo frágil que es la vida. Todo lo que nos hace más fuertes, tal vez, más sencillos o más valientes, sea eso, reconocer que la propia vida es siempre una aventura llena de huellas. Una vida, en mi caso, con libros donde caminar un poco más seguro, o más libre, que sin ellos.

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