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En la orilla

En la orilla

Ayelén y Luciano se preguntaban en qué momento había comenzado la decadencia y posterior ruptura de la pareja.

Hacían las cuentas de su romance de un lustro. Se habían gustado, amado, acompañado. Si tantas parejas no podían explicarse qué las había unido, o el secreto de la permanencia a través de las décadas, Ayelén y Luciano se formulaban la pregunta opuesta: ¿qué fue lo que salió mal?

Era la hecatombe de Chernobyl sin error humano.

"Si por cada chiste ocurriría aquel percance, acotó Luciano, lo mejor sería mantener un permanente diálogo solemne, preferentemente sobre algún tema relevante"

Había sido el amor de sus respectivas vidas. Una tarde cualquiera, al regresar de la playa, comenzó el sopor. En lugar de entregarse, como hacían después de bañarse, de quitarse la arena y la sal del mar, Luciano bajó a recepción, a quejarse de que el aire acondicionado no funcionaba adecuadamente. Quizás fuera cierto, pero por la brisa marítima que soplaba a través de los entresijos de la persiana, con la penumbra vespertina y el respectivo frescor de la habitación, alcanzaba. Luciano regresó al cuarto con una amable e inútil respuesta del conserje; Ayelén le había dejado un mensaje manuscrito: “salí a caminar, en seguida vuelvo”. “En seguida vuelvo”, era la frase que Luciano bromeaba que elegiría para su propia lápida. Se la había comentado a Ayelén en la primera cita, y la había hecho reír hasta que se atragantó con el Dry Martini. Si por cada chiste ocurriría aquel percance, acotó Luciano, lo mejor sería mantener un permanente diálogo solemne, preferentemente sobre algún tema relevante. Ayelén volvió a reir y lo besó. Siguieron riéndose hasta aquel atardecer fatídico en Mar del Tuyú, al regreso de la playa.

Las peleas podían ser porque Luciano arriesgaba demasiado capital en experimentos agrícolas en lugar de continuar apostando a la seguridad de los sembradíos rentables; o porque Ayelén no le prestaba suficiente atención al interés de Luciano en la teoría del comienzo del mundo.

Luciano era un ingeniero agrónomo entonado con las más efectivas tecnologías. Ayelén antropóloga y dueña de un comercio de venta de embragues, herencia de su padre.

Ella era mucho más práctica. Pero se complementaban en las diferencias. Aquellas pequeñas discusiones, esas menores incompatibilidades, fatalmente los reencontraban como electrones y protones, sin poder permanecer separados más de 24 horas. Habitaba cada cual su casa, pero transcurrían los días juntos. Si dormían en sus respectivas camas, se mensajeaban. Pero nunca fotos: no se habían sacado una en pareja hasta aquel infausto atardecer.

De la caminata anunciada en el mensaje manuscrito, Ayelén regresó distinta. Por primera vez para Luciano, lejos de un modo inexplicable. Conocía esa forma espontánea de indiferencia porque la había experimentado con una novia anterior.

"El final se anunció con la precisión del mandato de una divinidad. Aquello no daba para más. Ni siquiera debieron decirse adiós. Dejaron de verse"

Determinadas semillas no prosperaban en tal o cual terreno, ciertos climas no alentaban o segaban plantíos, así las relaciones entre hombre y mujer recibían la bendición del sol o la condena de la sequía, sin argumento ni consuelo. Pero ese regreso de Ayelén, con otra mirada, con otro tono, o su propia partida a preguntar por el aire acondicionado, en lugar de aprovechar hasta el último segundo entre la caída del sol y la noche —cuando más les gustaba—, lo obligó a preguntarle si le pasaba algo. Ella no supo qué contestar. Aquella fue la última oportunidad de amarse, y no la aprovecharon. Tras las semanas lamentables, de malentendidos y estertores, que siguieron hasta la ruptura, ni una vez pudieron recuperar el sortilegio que los había unido. El final se anunció con la precisión del mandato de una divinidad. Aquello no daba para más. Ni siquiera debieron decirse adiós. Dejaron de verse. Dejaron de llamarse. Se apartaron como dos ejércitos enemigos que se cansan de batallar: no necesitan firmar un armisticio ni acordar condiciones, solo alejarse del frente por tiempo indeterminado, probablemente para siempre. Pero ni eso hace falta aclarar.

Aunque no pretendía resucitar el encanto, Luciano porfiaba hallar una respuesta. ¿Por qué había terminado aquel amor?

Nunca cejaba de buscar nuevos prodigios en el humus subterráneo del campo, tampoco se resignaba a que aquella delicia sagrada acabara como una lluvia de verano. Puso bajo el microscopio de su reflexión, y no descartó la imaginación, la totalidad del tiempo vivido junto a Ayelén. Recurrió a interminables lecturas, a películas, a historias narradas por los que saben. Utilizó las coordenadas de su propia ciencia, las de Ayelén. Se interesó en los rudimentos de la venta de embragues. Pero ninguna de sus expediciones intelectuales lo acercaban al conocimiento. Hasta que otra tarde, en la postrimería de una relación superficial, en circunstancias en las que le podía hablar de Ayelén a una mujer a su lado, recapituló:

—De tan felices, antes de volver al cuarto, nos sacamos una foto. Nunca nos habíamos sacado una foto.

—¿Nunca se habían sacado una selfie?—preguntó la muchacha.

—Ninguna foto. Ni selfie. Le pedimos a una señora que pasaba.

—¿Y?

—No teníamos el celular, salíamos del mar. La señora fue tan amable que sacó la foto con su propio celular y la envió al celular de Ayelén. Esa fue la última vez que sonreímos juntos.

—Les robó el alma —dijo la muchacha.

Luciano se apartó unos centímetros, la miró a los ojos —era un poco más bella, o interesante, de lo que había pensado por la noche—. No habló, pero la instaba a continuar.

—Hay gente que te puede robar el alma con una foto.

Ciertas tribus siempre lo supieron. Nunca se tomaron una foto: les sacan una foto y todo termina. No era amable, la señora. Ni pasaba por casualidad.

La evidencia empírica era irrefutable.

—¿Vos a qué te dedicas? —preguntó por fin Luciano a su acompañante.

—Soy verdulera —dijo ella.

—Yo ingeniero agrónomo —detalló Luciano.

—Sí, sí —sonrió Carina, (Luciano recordó su nombre)—. Ya me habías dicho.

La brisa porteña no era como la del mar, pero en esa ocasión no bajaría a pedir por el aire acondicionado.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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