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«Escribir para nada, escribir para nadie”, El hombre que discutía con el perchero

«Escribir para nada, escribir para nadie”, El hombre que discutía con el perchero

Tan deslumbrante como extenuante, El hombre que discutía con el perchero (Ed. Seleer, 2017) igual pudiera haberse titulado, o mejor subtitulado, algo así como manual del misántropo cabreado o alegato del cínico implacable o confesión del impasible pesimista o monólogo del perfecto insatisfecho. Pues así se nos manifiesta, además de depresivo profundo y bipolar agudo, egocéntrico compulsivo y paranoide contumaz este confidente de su perchero, quien se encierra en su casa y no quiere cuentas con nadie, seguramente porque nadie las quiere con él. Para él la vida es un suplicio, un continuo malestar, un insulto permanente a su inteligencia y buenas formas, sus exquisitas maneras, en suma, y su cultura excepcional: “Elegí el monacato del rencor, el áspero sendero de la desdicha” (pág. 137), declara como contrapunto a la feria de vanidades de este mundo y, sospecha, también del otro.

Deslumbrante por su estilo y extenuante por lo reiterativa, así pues, consta la presente novela de diez capítulos, donde se focaliza la vida como en un compendio de sagaces observaciones, y en consecuencia su incompatibilidad con el mundo desde distintos ángulos, si bien determinados temas van rotando en un movimiento dinámico apenas perceptible: la soledad, el hastío, el papel de la cultura, el amor y desamor, la novela como género, su oficio de profesor inadaptado, el lugar de Dios, el suicidio, la vida miserable de las ciudades consumistas y desarraigadas, la fealdad como norma establecida, el sueño de la revolución, etc. No hay apenas acción en esta especie de reloj perezoso y retardatario, esto es, no se cuenta nada expreso (en el tratado tercero parecía que sí), por lo que tampoco existe apenas el diálogo. Nada cuenta, aunque se divague de todo. Y sin embargo, a medida que el discurso avanza (o más bien habría que decir se extiende), la adicción del lector hacia este texto, desconcertante por su sequedad y falta de concesiones al lector, va en aumento. ¿Cuál puede ser la causa de esta paulatina absorción? ¿Su coherencia, su paradójica falta de empatía? ¿Su densidad, una suerte de comprobación de hasta dónde puede llegar nuestra paciencia de lectores domesticados? ¿Una inquietante desazón a la espera de que el discurso obsesivo rompa al fin en algo que no sea la monódica quejumbre de su grisácea vida? A todo esto, se trata de una pésima edición, con páginas fresadas de manera que hay que forzar constantemente el libro para acceder a sus estrechos márgenes interiores y portada plastificada desagradable al tacto (con preciosa ilustración, esto sí), por no incidir en su letra menuda y la molesta separación de párrafos con línea en blanco.

"Tan deslumbrante como extenuante, El hombre que discutía con el perchero (Ed. Seleer, 2017) igual pudiera haberse titulado, o mejor subtitulado, algo así como manual del misántropo cabreado."

He seguido a José-Reyes Fernández (San Roque, 1957) desde el principio: su novela corta La carreta de heno (1999) y los libros de relatos El Titanic varado y Guimarán (2003, ambos), además de las novelas Paisaje de fondo (2001) y La casa de los crisantemos (2007). Y me pareció desde siempre un escritor brillante e independiente, uno de estos escritores que solo pueden encontrarse ya en determinados pueblos perdidos, con una cultura excepcional y convicciones literarias y vitales firmísimas. Le conocí en casa del pintor y poeta Juan Gómez Macías, que por entonces estaba al cuidado de la prestigiosa aula José Cadalso de poesía en San Roque, hacia 1994. Entró de pronto José-Reyes, un hombre discreto y cortés, tomó asiento pausadamente y escuchó, sin apenas otros comentarios que los de su agudeza irónica y contenida amabilidad.

En el centro, y por debajo, de su narrativa está, creo yo, el mundo fascinante de su origen en la desaparecida ciudad de Carteia, a orillas del río Guadarranque, sobre la que establece una fabulación al hilo de la memoria remota, con personajes dotados con alma de fantasmas tumultuosos y, simultáneamente, veraces: personajes obsesivos que se debaten en su pasado de sombras, en la angustia existencial. Es decir, no parte este autor de la solidez de las certezas sino, por el contrario, del vacío de la incertidumbre, esto es que se define por el oxímoron de cuanto no existe y sin embargo es tan real como lo permite la construcción de su personal y muy genuina mitología: la ausencia determina la presencia por cuanto la imaginación suple la experiencia directa.

Y esto vemos en El hombre que discutía con su perchero, si bien en un plano de lo cotidiano y tangible. “Soy un cadáver que escribe con trazos de cenizas, con papeles calcinados, con pavesas humeantes” (pág. 104), nos dice, como también que “la prosa debe saber volar, la prosa, pura y desnuda, debe erigirse en sujeto de la narrativa” (pág. 107), para concluir en lo que es y ha quedado: “el testamento malogrado y ruinoso de alguien a quien los años han convertido en la caricatura de un sueño grotesco” (pág. 180). En suma: “Escribir para nadie. Escribir para nada” (pág. 196).

"José-Reyes Fernández cierra así un ciclo porque ya no puede irse más lejos en el terreno de la introspección. La novela consiste en una buena historia que contar, así fue desde su comienzo hace quinientos años, y siempre se nos repite."

Vamos entendiéndolo ya: la palabra puede, y en este caso debe, erigirse en sujeto de la escritura. Pues ¿cómo pedir a quien vive en el suicidio latente el desenvolvimiento placiente de una trama externa? No, la historia esta vez va por dentro, estableciendo meandros sinuosos, atajos sorprendentes de una conciencia que ha renunciado a justificarse según los usos establecidos por un Orden que no reconoce. Es un bipolar (demente maniaco-depresivo, antiguamente), decíamos, lo que equivale a “mirarse en un espejo opaco que te devuelve una imagen que no conoces” (pág. 37). Y por tanto, nos situamos en el territorio de la contradicción, a menudo solo aparente: “Llegué a la conclusión de que no se puede vivir lo que no se escribe y, secretamente, empecé a escribir para vivir lo que no vivía” (pág. 45) o “Aprendí del amor todo cuanto conviene olvidar, pero olvidé todo cuanto conviene aprender” (pág. 64) o “Me alegra la lluvia porque me pone triste” (pág. 100). Paradojas encadenadas en quien se autodenomina “místico del sufrimiento” ante un mundo intransitable.

Y porque la palabra se erige en voluntad rectora, en fuerza sensitiva de primer orden, es grato destacar su estilo preciso, de delineante casi en su  sintaxis con dominio rítmico de frases trimembres en contrapunto a las yuxtapuestas de dos, así como dotado de una opulenta imaginación, enriquecida por el sentido de lo visionario. Inolvidable, así, la imagen del perchero, su interlocutor, con la gabardina que pende “como un pellejo sin esqueleto, con forma de alma densa y arrugada, como el alma de Miguel Ángel en el Juicio Final” (pág. 82) o aquella otra en que “La tarde se impone, se adentra, se instala con la pereza y el sigilo de un gato, con la lentitud de una tortuga reumática” (pág. 127), en la que, por cierto, apreciamos esa cadencia quíntuple ya señalada.

José-Reyes Fernández cierra así un ciclo porque ya no puede irse más lejos en el terreno de la introspección. La novela consiste en una buena historia que contar, así fue desde su comienzo hace quinientos años, y siempre se nos repite. Pero una buena historia no hace necesariamente una buena novela; normalmente es al contrario. Una buena novela no es más que el novelista que la escribe. La forma en que lo hace es lo decisivo. Lo demás, literatura al uso. O llámese como se quiera.

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Autor: José-Reyes Fernández. Título: El hombre que discutía con el perchero. Editorial: Seleer. Venta: Amazon y Casa del libro

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