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Estética de la tragedia, de Germán Piqueras

Estética de la tragedia, de Germán Piqueras

En una sociedad donde prima el consumismo, la muerte no goza de un debate intelectual-creativo a la altura de su presencia diaria en las noticias, las series, las películas, los videojuegos o las novelas. Escribir o crear sobre algo tan incomprensible como la muerte se convierte casi en una amenaza para dicho sistema de vida al tiempo que somos desensibilizados por su elevada exposición. Aun así, la inquietud y el misterio que la rodean son los leitmotivs más poderosos y recurrentes en la historia del arte europeo, especialmente durante el siglo XX. Germán Piqueras indaga sobre la experiencia de la muerte en la expresión artística. 

Zenda adelanta las primeras páginas de Estética de la tragedia (Punto de Vista Editores).

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Las vanguardias trágicas

Aunque los grandes libros referentes de la historia del arte hacen mención a diferentes vanguardias del siglo xx (impresionismo, expresionismo, fauvismo, cubismo y un largo etcétera), también es posible hablar de las vanguardias trágicas, es decir, de todo artista que, aún enmarcado en alguna de estas vanguardias, crea obras de arte inspiradas por los acontecimientos trágicos, tanto personales como sociales, que tienen lugar a su alrededor. De la tragedia al arte tan solo hay un paso y, en otras ocasiones, ambos conceptos son intrínsecos al artista. El arte es otra forma de reflexionar acerca de la muerte, debido en parte a la condición de esta de ser una pregunta sin respuesta, de ahí que a menudo la inquietud que provoca esté relacionada con una concepción estética ligada a un aspecto más negativo que positivo. Asimismo, la reflexión de los artistas pertenecientes a este selecto y paradigmático grupo está influenciada por el contexto bélico y destructor que asoló Europa durante las primeras décadas del siglo XX. Las consecuencias de la expansión industrial y del gran capitalismo, sumado al desarrollo del imperialismo y el colonialismo, así como a diferentes conflictos, fueron determinantes. El enfrentamiento territorial entre Francia y Alemania por los territorios de Alsacia y Lorena, las diferencias económicas entre Gran Bretaña y Alemania, la prosperidad de los nacionalismos, las crisis marroquíes y balcánicas, la carrera armamentística, así como la formación de alianzas militares y de grandes bloques antagónicos desembocaron en la Primera Guerra Mundial, que tuvo lugar entre 1914 y 1918. Casi un lustro de violencia que condicionó el devenir político, social y moral de los supervivientes de aquella catástrofe.

Las relaciones internacionales entre 1890 y 1914 están determinadas esencialmente por los conflictos imperialistas y la formación de los dos grandes bloques: Triple Alianza y Triple Entente. Por lo que el carácter de guerra total del primer gran conflicto del siglo XX viene dado por haber sido el mayor enfrentamiento entre naciones hasta la fecha, ya que incluso hasta día de hoy sufrimos las consecuencias. Toda ideología que produce una sola muerte crea una brecha difícil de cicatrizar. Quizás nosotros, ciudadanos europeos del siglo XXI, habitamos en la superficie de esa cicatriz y sobre esta hemos creado un nuevo sistema de vida en el que cohabitan nuestras creencias o descreencias religiosas, pero también nuestras ideas políticas o la moralidad e inmoralidad que ejercen como filtros para ver lo que creemos que es la realidad. Con estos mismos dilemas vivieron los artistas de estas vanguardias trágicas, aunque para disfrutar del goce estético de sus obras no debemos pretender buscar preguntas o respuestas, sino comprender el dilema en el que se vieron sumidos y del que nosotros, en dependencia de nuestras circunstancias o momentos vitales concretos, también formamos parte. Todo suceso que provoca la muerte del ser humano conlleva un replanteamiento de su sistema de valores. A través de este arte trágico se puede, o debe, ver la fragilidad de la vida: todo momento en que sonreímos puede ser el último y, por eso mismo, tiene un poder único y especial. La belleza de la vida proviene de esa conciencia de la muerte. Saber que tenemos una caducidad implica una mayor intensidad en cualquiera de nuestras acciones cotidianas.

Si una sola muerte puede cambiar el rumbo de una familia en particular, el deceso de varios millones de muertos ¿qué pudo cambiar? Pero no solo hubo muertes humanas, pues también murieron el aparato productivo, el sistema de infraestructura (puentes, edificios, redes ferroviarias, campos agrícolas), así como el mundo financiero. Estos decesos produjeron diversos cambios sociales: la incorporación de la mujer al trabajo, el éxodo rural a las ciudades, el empobrecimiento general de las familias y el ascenso de nuevos ricos al amparo de la especulación y del comercio de armamento, así como el declive de Europa a favor del esplendor de Estados Unidos y Japón. Aun así, hubo otras consecuencias de la Gran Guerra, como la victoria de la democracia frente a los viejos imperios autoritarios, la afirmación de nuevas nacionalidades y la consecución del derecho de los pueblos a su autodeterminación.

Pese a la gran importancia de toda pérdida material, más importante aún si cabe fue la grave crisis moral por la quiebra de los valores humanísticos: Occidente debía volver a renacer, pero ¿sobre qué valores? ¿Dónde se había escondido la esperanza? Es ahí donde el arte juega un papel de vital importancia. La realidad también puede vivirse a través del arte, el concepto (no material) de la creación es un lugar seguro. Las obras de arte físicas son solo la consecuencia de dicho concepto, pero nunca debemos olvidar que toda pieza artística proviene de la imaginación de un ser humano con sus anhelos, esperanzas y desesperanzas. La tragedia, por medio del arte no deja de ser, en efecto, tragedia, pero sí se transforma en una idea que nos hace reflexionar más y mejor sobre cualquier acontecimiento macabro, puesto que esta ya se ha filtrado por la mente de una persona: el análisis de ese hecho, por tanto, se ha digerido en algún cerebro y nos resulta más fácil, y, sobre todo, más cómodo, ver cualquier suceso nocivo a través de una pieza artística. Como bien escribe el filósofo Eugenio Trías, lo bello sin referencia a lo siniestro carece de fuerza y vitalidad para poder ser bello, siendo siempre la belleza un velo mediante el cual debe presentirse el caos. Es decir, la palabra vitalidad lleva implícita la vida, pero también la muerte. Comprender esto es crucial para adentrarnos en la expresión artística de la muerte, ya que, cuando hablamos de la muerte, estamos haciéndolo también de la vida.

También el periodo de entreguerras, comprendido entre 1919 y 1939, es decisivo para situar en un contexto social y político las vanguardias trágicas, pues se trata de una época en la que Europa pierde su antiguo protagonismo internacional. Ni siquiera la creación de un organismo internacional como la Sociedad de Naciones, basada en principios democráticos así como en el desarrollo de la igualdad entre las naciones o en la renuncia al uso de la fuerza, pudo impedir el triunfo de nuevas políticas agresivas, propias de totalitarismos como el nazismo y el fascismo, que, en mitad de la crisis económica más grave del capitalismo, la del crack de 1929, buscarán la crisis del Estado liberal, al querer imponer un nuevo tipo de sociedad y de gobierno en el mundo.

Los primeros años de la posguerra, entre 1919 y 1924, quedan marcados por las tensas relaciones internacionales, aunque también por la puesta en marcha del nuevo orden internacional diseñado en los tratados de paz tras la Primera Guerra Mundial, cuyos principales problemas fueron tres cuestiones: en primer lugar, la reconstrucción económica, al haber conflictos entre Alemania y Francia surgidos por el impago de las reparaciones de guerra, según lo acordado en el Tratado de Versalles. En segundo, el problema de las minorías étnicas y los nacionalismos, que se recrudece en Europa tras las caída de los grandes imperios. Y, finalmente, la marginación de la URSS, que quedó excluida de la Sociedad de Naciones.

De 1924 a 1931, la Sociedad de Naciones vive una época de esplendor, gracias a la expansión económica que potencia las relaciones internacionales y abre una etapa de distensión que se encamina con el Plan Dawes y culmina en el Tratado de Locarno, en el que prevalece el estado de paz y los acuerdos entre las principales potencias europeas. El ambiente de buena voluntad culmina con la firma del Pacto Briand-Kellog en 1928, donde se renuncia a la guerra como medio de la política internacional. En 1929, la crisis económica impide que se cumpla el Plan Young, sustituto del Plan Dawes, y que también pretendía resolver el problema de las reparaciones de guerra que fueron impuestas a Alemania.

Los años previos a la Segunda Guerra Mundial, de 1931 a 1939, están acentuados por las agresiones nacionalistas cuando los japoneses son los primeros en romper la paz al intervenir en 1931 en Manchuria, en China, país que no puede oponerse al imperialismo japonés. Y continúan con el expansionismo alemán, que comienza con la llegada de Hitler al poder en 1933, quien pone en práctica una política de rearme en 1935, contraria a lo estipulado en la conferencia de Versalles. Alemania ocupa Austria en 1938, así como los Sudetes, una rica zona de metalurgia en territorio checo. El 1 de septiembre del mismo año, comenzó la invasión alemana de Polonia, la cual provocó que, dos días después, franceses y británicos declarasen la guerra a Alemania.

Artísticamente, tras la Primera Guerra Mundial, el expresionismo se hace muy popular en Alemania, gracias a publicaciones como Der Sturm (La tormenta), creada en Berlín, el nuevo punto de encuentro para las nuevas ideas. Pero hay que aclarar que, en esta parte del siglo, las manifestaciones expresionistas tienen un carácter más comprometido políticamente debido a los acontecimientos que tenían lugar en Europa en aquellos años y que condicionaron la vida de toda la sociedad. Aunque el origen del movimiento proviene del año 1905, cuando surge en el país germano. Su principal característica es mostrar al espectador los sentimientos del artista a través de la forma, el color y la textura. Además, hay que considerar que las creaciones expresionistas poseen subjetividad, puesto que en ellas se deforma y exagera la realidad en dependencia de dicho sentir.

A través de los artistas representativos de las vanguardias trágicas se plantea la expresión de la muerte en el arte pictórico durante la primera mitad del siglo XX. El orden es cronológico, comenzando por el inicio de siglo, continuando por el estallido de la Gran Guerra, el periodo de entreguerras y la eclosión de la Segunda Guerra Mundial. Todos los artistas del presente capítulo están vinculados a los países donde estallaría esta última.

Se enmarcan en dicho inicio dos artistas que, aunque pueden considerarse expresionistas, cada uno de ellos ofrece una visión distinta del otro. Por una parte, Edvard Munch que aborda la noción de la muerte de una manera más introspectiva debido a los acontecimientos personales que vivió desde su infancia y que le hicieron estar unido a la muerte casi sin poder elegirlo. Su obra El grito es la imagen más icónica no solo de los acontecimientos del siglo XX, sino del estado de ansiedad permanente del hombre moderno, de hecho, no ha habido momento, metafóricamente hablando, en que la boca de esa figura espectral se haya cerrado. Por otro lado, la relación de la muerte con la artista alemana Käthe Kollwitz se subraya con el fallecimiento de uno de sus hijos en la Primera Guerra Mundial. Obras como Mujer con niño muerto reflejan su visión, siempre valiente al encarar y asumir acontecimientos que a nadie le gustaría vivir en su piel y que evidencian el poder de la fuerza del arte.

La alusión a la muerte se muestra de una forma más extrovertida en la obra de Max Beckmann, que, pese a haber vivido alguna experiencia traumática en su infancia, lo que verdaderamente condicionaría gran parte de su obra fue su experiencia como enfermero voluntario en la Primera Guerra Mundial. En cuadros como La noche se hacen patentes el dolor y la muerte de toda una generación, pero también en sus memorias, que poseen un valor similar al de su producción pictórica.

Otras memorias imprescindibles para toda persona interesada en el arte son las de Oskar Kokoschka, otro artista traumatizado con la muerte desde la infancia, aunque después su experiencia como voluntario en la Primera Guerra Mundial le hace perder el miedo a la muerte. Obras como Aquello por lo que luchamos son un ejemplo del mejor arte expresionista. Asimismo, otro artista indispensable para comprender este periodo de la historia es Otto Dix, que, de alguna manera, continúa el trabajo que inició Goya con Los desastres de la guerra, con su serie La Guerra, influenciada por su experiencia como voluntario en la Gran Guerra, utilizando así los acontecimientos bélicos como pretexto para reflexionar sobre la muerte.

El capítulo concluye con el artista George Grosz, quien emigró a Estados Unidos antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, legándonos a través de sus pinturas y escritos una valiosa reflexión sobre la guerra, desde su punto de vista como soldado y artista. Cain o Hitler en el infierno es uno de esos cuadros que evidencian en qué se convirtió Europa tras las dos masacres que la fracturaron.

El pensamiento y la obra de estos seis artistas son un elemento clave no solo para comprender nuestro pasado, sino también nuestro futuro. Sus observaciones respecto a la muerte son un alegato sobre la vida, al haber sabido transformar sus traumas en composiciones artísticas que permanecerán siempre en nuestra memoria visual. Como espectadores, nos recreamos en sus formas, en sus pinceladas retorcidas y en la percepción personal que nos produce cada obra, sabiendo que tras cada pieza hay un sentimiento real, un trauma o una preocupación. Además, toda creación procedente de un acto mortal es un lugar donde los artistas pueden encontrar cierta comodidad, pues, precisamente, por ser un espacio en el que al ser humano le cuesta hallar respuestas, se puede potenciar su poder creativo. Incluso la alusión a la eternización del último momento que supone crear alrededor de la muerte, a la que hace referencia Jankélévitch, significa una puerta abierta al pensamiento no ya del acto de la muerte, sino de la vida. Por otro lado, el filósofo francés también explicaba que las experiencias susceptibles de ser repetidas una y otra vez comportan una resonancia gracias a la cual conseguimos impregnarnos de su olor, saborear su sabor o degustar su gusto. Y solo así es como el hombre puede comentar la guerra una vez terminada. Una reflexión aplicable a numerosos artistas que veremos a continuación.

La muerte como episodio de la vida. Edvard Munch

La mayoría de personas conoce El grito, pero pocas saben de dónde viene. A través de las siguientes palabras nos adentraremos en un viaje por la vida del artista noruego Edvard Munch (Loten, 1863-Ekely, 1944) en el que se analizará dicha procedencia. De esta manera, podremos comprender mejor ese cielo turbulento, de colores cálidos pero abrasadores, donde la famosa figura se adhiere al paisaje como un elemento atmosférico más, cubriéndose los oídos con fuerza y abriendo la boca sin límite.

El genio de Munch viene marcado por el comienzo del siglo XX, donde su pensamiento y obra representaron la angustia del hombre moderno y la soledad que se experimenta en las grandes ciudades. ¿Y qué es la angustia? Jankélévitch la definía como el desasosiego de la conciencia de un hombre que ha tratado de pensar en la muerte como se piensa en un contenido finito, pero que retrocede, enloquecida y desamparada ante semejante monstruo, aunque Munch también trató otros conceptos como el amor fracasado, la enfermedad y la muerte.

Él mismo explicaba que al nacer, enfermedad, locura y muerte fueron los ángeles negros que velaron su cuna. Munch fue un artista innovador, transgresor y moderno, por el hecho de ser capaz de hacer del dolor una experiencia que le capacitaría para expresar la ansiedad del ser humano, así como por hacer partícipes de su obra tanto a la enfermedad como al sufrimiento, que tenían la misma importancia que el material con el que pintaba: «Mis problemas son parte de mí y por lo tanto de mi arte. Ellos son indistinguibles de mí, y su tratamiento destruiría mi arte. Quiero mantener esos sufrimientos».

Su pesimismo vital se puede razonar si atendemos a las circunstancias adversas que vivió a nivel personal en su infancia. Su madre falleció de tuberculosis, y logró escribir una carta, póstuma, tras el alumbramiento de su último hijo, en la que se hallan palabras llenas de esperanza que demuestran su confianza en que la familia se reuniría en el cielo al morir.

Munch tan solo tenía cinco años, pero ya era consciente de lo que ocurría. Por esa conciencia sufrió de innumerables pesadillas y tensiones internas, fruto en parte también del desequilibrio de su padre, que solo encontraba consuelo en la relectura de la carta. Esta experiencia marcaría su carácter para siempre. Comenzaron, pues, a sobrevolar ciertas sombras por su mente, que más tarde pintaría. La tristeza se acentuó, aún más, cuando en 1877 fallece, también por tuberculosis, su hermana Sophie, a la que le unía un gran vínculo, ya que llegó a ejercer como una segunda madre para él. Aquella tragedia fue la que precipitó y aceleró el cambio en Munch: pasó en poco tiempo de ser un niño a convertirse en un adulto, en cuanto a madurez se refiere. Sería más tarde, en el cuadro La niña enferma (1885-1886), donde captaría y congelaría para la eternidad el decaimiento de su hermana, una visión desolada de la existencia que no había hecho más que comenzar. Él mismo reconocería que el origen de sus siguientes cuadros proviene de esta pintura, su primera gran pieza original y ambiciosa, adherida al fatalismo decimonónico, que tan bien narra y define Paloma Alarcó cuando señala que la necrofilia y la estética de la muerte estuvieron muy arraigadas en la cultura del fin de siglo, así como que fueron síntoma de aquellos tumultuosos tiempos para el espíritu, llegando a convertirse dicha estética en una adaptación profana de los tradicionales temas cristianos del dolor. Es decir, Munch estaba siendo transgresor en la forma, mostrando una estética del dolor sin filtros e, incluso, potenciándola, sin pintar ángeles esperanzadores, ni cielos celestes con nubes pomposas: sus pinceladas fueron contundentes desde sus primeros cuadros. Él estaba expresando su propio mundo. ¿Puede haber algo más real?

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Autor: Germán Piqueras. Título: Estética de la tragedia. Editorial: Punto de Vista Editores. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

BIO

Germán Piqueras (Requena, 1984) es docente en la Universidad Internacional de Valencia (VIU). Doctor (mención cum laude), licenciado en Bellas Artes por la Universitat Politècnica de València (UPV) y cuenta con un máster en Patrimonio Cultural por la Universitat de València (UV). Su investigación académica se centra en la vivencia y la expresión artística de la muerte, concretamente en las representaciones del arte europeo del siglo XX. De manera habitual, escribe artículos para revistas como Descubrir el Arte y Herejía y Belleza. Asimismo, ha impartido clases en escuelas superiores de arte como ESAT y en distintos centros culturales de Madrid. También ha participado en diversos congresos en la Universidad Complutense de Madrid y en la Universidad Miguel Hernández de Elche. En su faceta de artista, ha ilustrado para el semanario de sucesos El Caso (2016), y para editoriales como Tirant lo Blanch. Además, ha sido seleccionado por el maestro Antonio López para pintar en cuatro de sus cátedras.

Foto: Mabel Jover.

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