Analizar la filmografía de Audrey Tautou evocando El código Da Vinci (Ron Howard, 2006), que esta actriz francesa, en efecto, protagonizó junto a Tom Hanks, sería como ir a hablar de natación y empezar refiriéndose a un desdichado que se ahogó al tirarse a la piscina. Hanks, el intérprete de Robert Langdon, el famoso profesor de simbología de las novelas de Dan Brown llevadas por Howard a la pantalla —Ángeles y demonios (2009) e Inferno (2016) son el par que completa el tríptico—, tuvo su mejor partenaire en Meg Ryan, junto a la que protagonizó algunas de las comedias románticas más exitosas de la cartelera comercial de su tiempo —Joe contra el volcán (John Patrick Shanlay, 1990), Algo para recordar (Nora Ephron, 1993), Tienes un e-mail (Nora Ephron, 1998)…—, pero Audrey Tautou es otra cosa.
Hablo de un género de cuño reciente, heterodoxia frente a la ortodoxia representada por la comedia romántica del Hollywood del agotamiento, el adocenamiento y las alfombras rojas. No es otro que el surgido con Amélie (2001), la obra maestra de Jean-Pierre Jeunet. Su coincidencia en la cartelera con Planes de boda (Adam Shankman, 2001) haría recordar a no pocos espectadores aquello de que las comparaciones siempre son odiosas.
Jeunet, cuyas colaboraciones con Marc Caro —Delicatessen (1991), La ciudad de los niños perdidos (1995), coproducción española, dicho sea de paso— le habían prestigiado entre los amantes de las llamadas “películas de medianoche” —aquellas que, por desafección a los convencionalismos, andando el fin de siglo, se proyectaban en ciertas salas en sesiones de madrugada—, se descolgaba en Amélie con un cuento contemporáneo y pleno de optimismo. Focalizada a través de la mirada de la chica que daba título a la cinta, la dulce Audrey, naturalmente, aquella soñadora parisina era una camarera con una imaginación desbordante que propuso a los espectadores del mundo entero una visión poética y romántica de la vida cotidiana. Una delicia que, sin embargo, para algún sector de la crítica no fue más que un “frenético aburrimiento que insiste en conseguir la adoración del público sin requerirle nada a su inteligencia”, (Manohla Dargis: L. A. Weekly).
Solamente la comprensión de la caprichosa realización de Jeunet ya requería por parte del público un esfuerzo mucho mayor que cualquiera de esas comedias estadounidenses, simples y ramplonas, citadas en los párrafos precedentes. Por mi parte, debo reconocer que la idealización de lo simple de Amélie, su búsqueda de la belleza en las pequeñeces, son cosas que, de ordinario, no van conmigo: amo ser confuso, complicado y hermético. Soy todo un nihilista que cultiva el cinismo desde que tenía 20 años, e incluso abomino de Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995). Pero esa exaltación de lo emocional y lo subjetivo de Jeunet y Audrey fue todo un estímulo para mi experiencia cinéfila en los albores del Tercer Milenio.
Ahora bien, si entendemos el romanticismo como la exaltación de los sentimientos, la subjetividad y la búsqueda de lo sublime; si entendemos el romanticismo como la anteposición del ímpetu y la libertad —individual, por supuesto, todo lo colectivo, hasta los insectos mutualistas, me da miedo— a la racionalidad; siendo así, me gustaría ser tan romántico como sea posible. Pero estos tiempos que corren son racionalistas hasta el punto de que se pretende reglamentar las relaciones sentimentales como las laborales o los tratados de comercio. Ahora se prima la tosquedad, la ordinariez, la algarabía, a todas luces mucho más populares que la delicadeza, la fragilidad, la esbeltez de Audrey Tautou. De modo que esta actriz, no es sólo un prototipo radicalmente opuesto, antagónico a las heroínas románticas al uso, su estilo también la enfrenta a ese ideal de la estética supeditada a la ética.
Aunque creo percibir en ella una extraña fidelidad al pasado, su belleza es tan real como la de esas chicas que aparentan ser más despistadas que coquetas, con una capacidad insospechada para despertar cuanto de bueno pueda haber en sus admiradores. E incluso me atreveré a decir que Amélie, el personaje, no merecería la cancelación por parte de las postulantes por la supeditación de la estética a la ética.
Hoy vengo a hablar de una actriz sublime en la primera acepción de la palabra, una musa de fotogenia prodigiosa que no ceja en su inspiración de ese romanticismo fabuloso. Aunque delicadeza es una de las palabras que mejor define el magnetismo de Audrey Tautou, la cinta así titulada, que protagonizó para David y Stéphane Foenkinos en 2011, no es de las mejores —ni de lejos— de ese género al que me refiero. Empieza, eso sí, con un plano de ella caminando. Un plano de una belleza solo comparable al de Fanny Ardant taconeando en la secuencia de apertura de Vivamente el domingo (François Truffaut, 1983). Si se hiciera uno de esos florilegios que se proyectan en los festivales, a modo de tributo antes de que el agasajado suba al escenario a recoger el premio, una de esas antologías de lo mejor de las mejores secuencias de la filmografía de alguien, ese caminar de la maravillosa Audrey debería abrir la selección. Al principio es un detalle de sus piernas, después el encuadre se abre y el tomavistas la sigue hasta la entrada en el primer decorado del filme.
Pero a Audrey Tautou hay que celebrarla en Largo domingo de noviazgo, una nueva colaboración con Jeunet, estrenada en 2004. En algunos aspectos se trata de una variación de Amélie. Ambientada en las postrimerías de la Gran Guerra, también puede entenderse como una muestra más del cine pacifista que provocó aquel conflicto. En sus secuencias, Audrey recreaba a Mathilde, una joven que pierde al novio en las postrimerías de la conflagración luego de que él, tras ser sometido a un consejo de guerra, sea abandonado a su suerte, en tierra de nadie, justo en medio de la línea de fuego. Hasta allí va a buscarlo Mathilde, convencida de que sigue vivo.
Y por supuesto, Chloé, la chica de La espuma de los días (Michel Gondry, 2013) que muere al crecerle un nenúfar en un pulmón. Junto con el díptico de Jeunet, esta impecable adaptación de Vian integra el tríptico presidencial del romanticismo fabuloso. Audrey Tautou es un género cinematográfico en sí misma. Sus dramas la hacen aún más bella. Me recuerda ciertas chicas que había en mi época a las que les bastaba con esbozar una sonrisa para hacer que superaras un enfado.
Tengo a otra Audrey, Audrey Hepburn, allí donde el resto de los mortales tienen a Marilyn Monroe. Creí que nunca iba a volver a admirar en una pantalla a una mujer tan elegante. Hasta que Audrey Tautou me abrió las puertas de su mundo: su romanticismo fabuloso. Hay algo, no sé muy bien qué es. Debe de darlo el nombre. Hay algo, y juro al lector por estas líneas que, existir, existe. “Soy una actriz francesa. Nunca me mudaré a Los Ángeles”, dice la dulce Audrey, para alivio de sus admiradores.


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