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Explorando los límites del placer femenino

Explorando los límites del placer femenino

Continúa la historia de Carlota, la protagonista de Lo que no sabía de mí, en Lo que descubrí de ti. Sibila Freijo firma una novela erótica cargada de humor e ironía que traspasa los límites del placer. Aquí puedes leer las primeras páginas de este libro.

Después de la tempestad viene la calma

Cuando aterrizo en el aeropuerto de Dubái, medio borracha por todo el champán que he bebido durante el vuelo y aturdida por las nueve horas de avión, enciendo el móvil y veo que tengo un único mensaje de texto, es de Eva:

Sé que estás de viaje. Antoine ha tenido un accidente y está grave en el hospital. Llama o escribe en cuanto puedas.

No puede ser. El corazón me da un vuelco y se me llenan los ojos de lágrimas al imaginar a Antoine al borde de la muerte en un hospital a miles de kilómetros de mí. ¿Qué le habrá pasado? No puedo llamar a Eva ahora; es madrugada en Espa- ña así que no me queda más remedio que esperar a llegar a la India.

Todavía falta un buen rato para coger el vuelo de conexión a Bangalore. Paso un par de horas horribles, angustiada, arrastrándome por las tiendas del aeropuerto de Dubái, donde todo es un despropósito de lujo y ostentación y no importa mucho si es de día o de noche con tal de que tengas tarjetas de crédito. Mientras miro con ojos perdidos joyas, perfumes, bolsos caros y hasta coches deportivos, pienso en el karma, ahora que voy a la India, en si existirá y en si todo lo malo que hacemos nos viene de algún modo de vuelta. Antoine ha sido un hijo de puta, sí, pero de ahí a desearle la muerte hay un trecho.

Recuerdo nuestros momentos felices en París como pasando a cámara lenta en flashback y no puedo dejar de llorar, en medio de la sala de espera. Qué lástima todo. Me da pena él pero, sobre todo, me doy pena yo. No me explico cómo hace tan solo unas semanas podíamos estar paseando por las orillas del Sena, los dos felices, enamorados, con trabajo y un futuro por delante. La vida a veces es una zorra mentirosa. Me quedan aún otras cinco horas de vuelo hasta llegar a la India. Para intentar tranquilizarme me tomo medio Orfidal y me paso el trayecto durmiendo. Sueño con Antoine, que está a mi lado y nos estamos yendo juntos de vacaciones. Todo es como una puñetera broma pesada.

 

Nada más poner un pie en el aeropuerto de Bangalore enciendo el móvil y consigo por fin localizar a Eva. Me cuenta lo que ha pasado con voz acelerada, la oigo muy lejos.

—… Antoine empotró el coche contra un camión en la carretera de La Coruña. Parece ser que iba completamente borracho.

—Ni siquiera sabía que tuviera coche—. Está ingresado en la UCI del 12 de Octubre, grave, con un traumatismo craneoencefálico. Su madre llegó ayer de París para estar con él. Ya no sé nada más.

—¿Y por quién te has enterado?

—Me lo ha dicho Lupe, la secretaria de la agencia.

—Eva, por favor, ¿me podrías conseguir el teléfono del hospital y mandármelo en un sms?

—Sí, por supuesto. ¿Piensas volver?

—No, claro que no pienso volver, ¿por qué iba a hacerlo?

Antoine ya no significa nada para mí o más bien ya no quiero que signifique nada para mí.

A la salida de la zona de equipajes, decenas de guías y conductores se agolpan detrás de las barras buscando a sus turistas. Veo un cartel con mi nombre «Sra. Valdés». Seguro que soy yo aunque ponga lo de señora. Al fin y al cabo dentro de cinco días cumplo cuarenta años. Ya es hora de aceptar que me llamen señora sin que me den convulsiones.

Mi conductor es bajito y lleva bigote como casi todos los hindúes, camisa blanca impoluta y pantalones de color beige. Se presenta como Yoyo y habla un inglés casi incomprensible. Me coge la mochila y la pone en el maletero de su coche, antiguo pero inmaculado y con aire acondicionado. Salimos a la carretera y me siento por fin en la India. Las vacas por todas partes, los pequeños puestos de chai al borde del camino, los palmerales, el calor agobiante y húmedo. Encuentro pocas similitudes con la otra parte de la India que conozco, la del norte. Tras un par de horas de coche al fin llegamos a Kochi, la capital del estado de Kerala.

 

Yoyo me deja en mi hotel, una preciosa guest house bastante asilvestrada de pocas habitaciones que ya había reservado por Internet. Tras instalarme y darme una ducha rápida, el personal me recomienda ir a ver una representación teatral tradicional de la zona. Voy caminando, no está lejos. Hay actuaciones cada cuarenta minutos así que, tras esperar un poco, me siento en el teatrillo y al rato empieza la obra. De repente envuelta en todos esos colores, máscaras, danzas raras y músicas extrañas, me siento en un mundo ajeno y bastante desubicada, como si me hubieran lanzado allí desde un platillo volante.

 

Pienso en Antoine y, solo por un segundo, me gustaría teletransportarme a Madrid y estar con él en el hospital, a la cabecera de su cama. Seré gilipollas. ¿Qué me importa ya lo que le pase? Por mí como si se muere. Me debería dar igual. Al terminar la obra, ceno un curry de pescado muy rico en la terraza del hotel, instalada en un pequeño dique encima del agua. Apenas hay huéspedes y la cena me cuesta al cambio unos tres euros. A veces, casi siempre que viajo, me parece que vivo en el país equivocado. Me siento bien allí sola, pero estoy intranquila. Escribo un poco en mi cuaderno de viaje mis aventuras del día y mando los whatsapps de rigor a mi madre y Andrés para decir que he llegado bien y que todo es muy bonito.

 

Siempre es una sensación rara despertarse el primer día en otra parte, en una cama extraña de un sitio extraño, especialmente si lo haces al otro lado del mundo y tienes jet lag. Esta noche he tenido pesadillas con el trabajo y con Antoine. Al abrir los ojos todavía pienso aquello de «es verdad, no fue un sueño».

Después de dar un paseo por la ciudad, ver las famosas redes de pesca chinas en el puerto y visitar una casa-museo dedicada a la artesanía local, me decido a llamar al hospital para preguntar por Antoine. Cuando me contestan en la centralita me late el corazón. Tengo miedo de que haya muerto, de que me digan que no me pueden pasar con la habitación de un muerto. Pero no. Oigo la señal del teléfono y respiro aliviada. Responde su madre, tratando de hablar español bastante torpemente. Le digo con mi francés rudimentario que soy Carlota desde la India, le pregunto por su hijo. Creo comprender por lo que me dice: que ha salido de la UCI y ha mejorado algo.

Le pido por favor que no le diga a Antoine que he llamado. No sé si me entiende.

Decido poner la mente en blanco, para eso he venido aquí. Olvidarme de Antoine, del trabajo que he perdido, de mis hijos y de Andrés, mi exmarido. Todos están bien, la vida sigue sin mí. No soy indispensable. Se supone que he venido aquí a encontrarme a mí misma y si continúo así, preocupándome por todo el mundo, dudo mucho de que pueda empezar a buscarme.

 

Por la tarde, Yoyo viene a buscarme al hotel y abandonamos Kochi para poner rumbo a un centro de ayurveda que localicé días antes de venirme. Es algo así como un lugar de desintoxicación de nada, como una casa de reposo de los que no están locos. El plan es comida macrobiótica, detox del cuerpo, tratamientos ayurvédicos, yoga y tranquilidad en una casa en medio de la jungla. Todo parece bastante adecuado para mi frágil estado mental.

Cuando llego me recibe en la puerta una señora hindú muy vieja con pelo blanco y un sari de color naranja brillante. Es como una aparición. Lleva en la mano un enorme gladiolo que me ofrece a modo de regalo de bienvenida. Me resulta enternecedor. Estoy tan sensible y ñoña que tengo ganas de echarme a llorar.

Un instante después aparece su hijo, Ashok, un señor de unos cincuenta y tantos vestido a la occidental que es a la vez propietario y director del centro.

La casa es muy bonita, de estilo colonial, con tres pisos y rodeada por un enorme jardín lleno de palmeras, flores y vegetación exuberante. La luz de la tarde hace brillar las hojas de los árboles.

Después de los trámites del check in, Ashok me conduce a mi habitación. Es austera como la de una monja, con el único aliciente de un enorme balcón que da al jardín.

Nada más instalarme me entregan una botella de plástico con un líquido rojizo y templado que —según ellos— me debo ir bebiendo. Prefiero no preguntar lo que lleva pero parece una mezcla de hierbas laxantes. Veo que en el baño de mi habitación hay una cantidad ingente de papel higiénico y solo pienso una cosa: «Qué miedo me da todo esto.»

Ashok me presenta después a los otros huéspedes de la casa. Un padre y un hijo de Miami que suelen venir todos los años a hacerse los tratamientos, un polaco con pinta de levantador de piedras, un poco más joven que yo y que no está mal, y un ruso de unos sesenta años que también es un habitual.

Llega la hora de la cena y nos sentamos todos a la gran mesa de la cocina. Tengo un hambre de loba pero el menú no es precisamente un festín. Nos dan apenas unos huevos duros, zanahorias, guisantes cocidos y unos germinados que parecen brotes de alfalfa. Genial. Si voy a estar así cuatro días por lo menos volveré a Madrid con cuatro kilos menos. Nunca vienen mal, así luego puedo comer como una loca. La única ventaja de estar muy delgada es poder comérselo todo antes o después.

El polaco no me quita ojo. Estaba con tres señores aburridos y de repente llega una española loca… Al pobre se le han abierto las puertas del cielo. Es de Cracovia y se llama Gregory.

Durante la cena todos cuentan a qué se dedican. Al llegar mi turno les digo que yo no me dedico a nada. Que me acaban de echar, así que podría decirse que no soy nada. Me doy cuenta de lo mucho que «adorna» el trabajo, es algo así como un complemento, como llevar un bolso caro.

Cuando estamos en plena sobremesa charlando llega a la casa un ser que parece de otro planeta. Lo que uno se imaginaría como un hindú guapo cuando piensa en un hindú guapo. Debe de andar por los treinta, aunque con gente de otro sitio nunca se puede adivinar; el pelo medio revuelto, algo largo, los ojos negros y rasgados como pintados con kohl, la piel tostada como el café y unos dientes inmaculados dentro de una boca perfecta. Es delgado y de estatura media. Lleva un dhoti amarillo anudado a la cintura, una camisa beige de manga corta y chanclas.

Tiene pinta de hípster pero él no lo sabe. Un tío así en un bar de Malasaña no duraría «vivo» más de dos minutos.

Me lo presentan como Kamal, el profesor de yoga del centro. Me da la mano y aprieta la mía, fuerte, con energía, mientras me dedica una sonrisa arrebatadora pero sin ninguna intención.

—¿Vives aquí? —le pregunto.

—Sí, en una casa en el pueblo de al lado.

Seguro que está casado y tiene una caterva de niños. Estos se casan todos a los dieciocho años…

Pienso que igual que Antoine era un tío que estaba bueno y lo sabía, el Kamal este es impresionantemente guapo y quizá no lo sepa.

Después de lo de Antoine no pensaba que en la India fuese a encontrar a nadie que me gustara, pero, esté una donde esté, un hombre guapo siempre es un aliciente, y si hay que olvidarse de otro, aún más.

Mañana por la tarde empiezan las clases de yoga, en realidad hay dos turnos y creo que iré a los dos. Espero que se quite algo de ropa. Yo he dejado todos mis minúsculos modelitos de bikram en Madrid y solo me he traído un viejo pantalón de chándal. Como siempre, vestida para la ocasión. Pero bueno, esta gente es más espiritual, no se fija en esas cosas…

Antes de acostarme veo a la madre de Ashok poniendo inciensos en su habitación llena de imágenes y figuritas de dioses. Al parecer, cada casa tiene su pequeño altarcillo con imá- genes, flores, velas e inciensos. Entro un momentito a mirar. Me dice que encienda una vela y cuando lo hago pienso en Antoine, en que esos dioses le ayuden si quieren o pueden. Son muchos, así que alguno habrá.

Consigo tener un sueño tranquilo por primera vez desde que pasó todo. No es que no me acuerde de Antoine ni de lo del trabajo, es que no quiero acordarme. Cuando cualquiera de esos pensamientos aparecen en mi mente, los dejo pasar: ni me regodeo en ellos ni los rechazo. La mente solo es un caballo desbocado que hay que domar.

 

A la mañana siguiente me despiertan sobre las seis, cuando aún es de noche. Me dan otra botella de líquido caliente para que me lo beba antes de desayunar. La del día anterior ya ha hecho su «efecto». Recuerdo a la asquerosa de Verónica con sus batidos verdes; aquí en dos días entre los germinados y beberme estos líquidos voy a quedarme como una sílfide, totalmente desintoxicada de todo, incluso del amor.

Pienso en Antoine, en cómo estará, y de repente el corazón se me sube a la boca. No puedo evitarlo. Aun así, no pienso llamar otra vez. No lo merece. Ya bastante he hecho el imbécil.

El desayuno es otra vez «en familia» y no mucho más opíparo que la cena de anoche. Como cosa especial nos dan café, o más bien una especie de achicoria.

Gregory, el polaco, se ofrece a llevarme a la playa más tarde. Le miro con un poco más de atención y no está mal del todo. Es rubio como un bebé, grande como un armario y tiene los ojos muy azules. Quizá le diga que sí…

Hoy toca el primer día de tratamientos ayurvédicos. No sé muy bien lo que me van a hacer pero seguro que nada desagradable.

Tras sentarme a leer un rato mi guía de la India en el porche de la casa, a media mañana, una mujer vestida con un sari amarillo me viene a buscar y me conduce de la mano y bajo una sombrilla para protegerme del sol a lo que parece ser un cobertizo en medio del jardín.

Entramos en una estancia pequeña que hace las veces de spa. Es muy rústica y sin ningún tipo de decoración. El único mobiliario que hay es una estantería de metal tipo mecano con botellas de plástico llenas de aceites y una gran mesa de madera, un poco como la de los carniceros, muy usada y vieja.

Dentro hay dos mujeres. Me explican que debo desnudarme y tumbarme encima de la mesa. Lo hago. Me llenan de aceite y mi cuerpo resbaladizo empieza a dar bandazos, escurriéndose hacia todas partes. Se ríen de mí mientras hablan entre ellas en su idioma. Seguro que están diciendo «pobres gilipollas estas occidentales». Me preguntan por mi marido. Les digo que lo tuve pero que ya no. Más o menos como el trabajo. Lo tuve pero ya no. Aquí no entienden que no tengas marido y menos que viajes sola por ahí. Nos deben de ver como una especie de «lagartas».

Comienzan a darme un masaje a cuatro manos. Cada una por un lado. Cuando cierro los ojos no puedo evitar pensar en el masaje de Axel y Ramón en la habitación del Palace. Qué bien lo pasamos.

Las dos mujeres se emplean a conciencia y no evitan tocar las tetas ni entre las piernas. Lo tocan todo. No tienen tantos remilgos como nosotras. Mientras recorren mi cuerpo con sus manos me dejo llevar por la sensación de ser sobada y manoseada, de tener cuatro manos encima de mí. Eso no pasa todos los días. Si cierro los ojos casi me puedo imaginar que son dos hombres; sería mucho más agradable. Podrían ser el profesor de yoga y el polaco, por ejemplo.

Por primera vez me doy cuenta de que, desde que me separé, estos días han sido los únicos en los que no he pensado en sexo. Cuando lo pasas mal el sexo desaparece de repente y se convierte en lo que es, en algo demasiado animal para preocuparse de él. Con los disgustos ni se come ni se folla. Solo se llora y se bebe.

Recuerdo la última vez que me acosté con Antoine. Qué difícil iba a ser encontrar a alguien que me hiciera sentir lo mismo, sobre todo en la cama. Me había jodido bien, en ambos sentidos de la palabra, y va a perjudicar también a todos los tíos que vengan después. Ninguno va a tener comparación ni por bueno ni por malo.

Cómo son las cosas, hay gente que te deja fría cuando te acuestas con ella y otras personas, con solo posar una mano en la tuya, hacen que se te encojan las tripas y el coño.

Al pensar en él y en aquella última vez en casa, hace tan solo unas semanas, una chispa de deseo prende en mi cabeza. Cierro los ojos y me concentro en el masaje que me están dando las dos mujeres, en sentir cada centímetro de mi cuerpo, la presión de sus manos, cada pellizco, cada cosquilla. La sensación es agradable; más que agradable, placentera, especialmente cuando llegan a las piernas y después de trabajar a conciencia todos los músculos y tendones pasan a los muslos, que aprietan y retuercen sin ningún pudor, cada una en una pierna, con movimientos simétricos, casi idénticos. Siento cómo sus manos se escurren a veces sin querer hasta tocar casi mi sexo y, la verdad, lo deseo, espero a que se cuelen allí como por accidente. Me estoy empezando a excitar y es muy agradable. Me da igual que sean mujeres, son manos.

Me piden que me dé la vuelta y comienzan a hacer lo mismo por mi espalda, por mis piernas, mis nalgas… De vez en cuando comentan algo entre ellas y se ríen. Seguro que les parecemos muy delgadas, les hará gracia que vayamos todas depiladas ahí abajo o sabe Dios. Quiero que se callen porque si hablan no me puedo concentrar en la sensación de las cuatro manos sobre mi cuerpo y lo que quiero ahora es sentir eso, que son manos a las que yo les importo algo, como si me quisieran, me desearan y ansiaran meterse dentro de mí, acariciarme y darme placer.

Mi cuerpo continúa escurriéndose de un lado a otro como si fuera un pez gracias al aceite. Las mujeres siguen masajeándome las piernas y los muslos, me rozan la entrepierna, esta vez por detrás. Me gustaría poder tocarme, poder correrme, pero es imposible. Lo único que puedo hacer es apretar levemente mis tetas contra la mesa y notar la presión de mis pezones al contacto con la madera, al tiempo que las cuatro manos siguen y siguen…

El masaje dura más de una hora. Después me llevan a una sala contigua. Es la hora del baño. Empiezan a echar baldes de agua caliente en una enorme y rudimentaria tinaja de plástico; luego, tras poner aceites esenciales que huelen a sándalo y pachulí me ayudan a meterme dentro.

Una de las mujeres comienza a lavarme el pelo echándome agua con un cazo de madera. Al mismo tiempo, la otra se ocupa de mi cuerpo. Me dejo hacer como una niña pequeña mientras me restriegan con una esponja que rasca y me masajean el cuero cabelludo. Cuando acaban de lavarme me dejan allí sola un rato en remojo.

—Relax, relax. —Es lo único que dicen antes de irse.

Echo la cabeza hacia atrás y veo el humo saliendo de la tinaja, aspiro como si quisiera retener el olor del sándalo y del pachulí y entonces sí, me quiero acordar de lo que era. Lo necesito y lo echo de menos.

Mi mano se cuela casi sin querer entre mis piernas, como si no fueran parte del mismo cuerpo, y ellas se abren a lo ancho de la tinaja. Busco mi clítoris como si no supiera muy bien dónde está ni para qué sirve, con timidez… y empiezo a acariciarlo con delicadeza y a mover mis caderas mientras me concentro en los olores y en las cuatro manos de las dos mujeres… todavía puedo sentirlas colándose entre mis muslos. De pronto un calor abrasador, más cálido que el agua, sale del mismo centro de mis piernas y se funde con el vapor de la habitación.

«Mi primer orgasmo en la India», pienso mientras me pregunto cuántos más tendré en los próximos quince días.

A los pocos minutos las mujeres vuelven a buscarme; me sacan de la tinaja, me secan con cuidado, me peinan, me ponen una flor en el pelo, pegan un gran lunar hindú en mi frente y me ayudan a vestirme. Me siento una niña pequeña y eso me agrada, cuidada, mimada, tocada… «con la cara lavada y recién peiná», como dice la canción.

Salgo de nuevo al exterior y el sol me ciega. Una de las mujeres me coge de la mano mientras con la otra sujeta nuevamente la sombrilla, protegiendo lo que suponen que es mi delicada piel europea. Me depositan en un sillón de mimbre bajo unos árboles, en medio del jardín.

Estoy felizmente agotada, como si cincuenta elefantes me hubieran pasado por encima. Me quedo profunda y apaciblemente dormida mientras escucho el ruido de los pájaros.

Sinopsis de Lo que descubrí de ti, de Sibila Freijo

Y si un día descubres que hay muchas cosas de ti que aún no conoces?

Tras zambullirse en un mundo nuevo de experiencias a raíz de su divorcio, Carlota decide viajar sola al sur de la India para reencontrarse consigo misma. Allí, entre playas paradisíacas y exóticos templos, conocerá a Kamal, un profesor de yoga que le descubre los misterios del sexo tántrico. Su aventura la llevará a encontrarse también con Greta, una atractiva artista hacia quien rápidamente se sentirá atraída.

De vuelta en Madrid, Carlota se propone cambiar de vida y pone todas sus energías en cumplir su sueño: montar una pequeña tienda de té. También se reencuentra con Axel, su atractivo «amigo» chef, y con Greta, que regresa a Madrid desde la India y sumirá a Carlota en un mar de dudas… Pero todo cambia cuando comienza a recibir enigmáticos mails del sexy y misterioso Míster Equis.

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Autor: Sibila Freijo. TítuloLo que descubrí de tiEditorial: B de Books. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro

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