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‘Fariña’: O que teño que facer pra non ter que ir o mar

‘Fariña’: O que teño que facer pra non ter que ir o mar

«Lo que tengo que hacer para no tener que ir al mar» es la inspirada frase, convertida en verso de canción por el músico vigués Iván Ferreiro, con la que comienza cada episodio de Fariña, la teleserie de Atresmedia sobre el narcotráfico gallego de los 80. En esa frase se condensa el motivo último por el que el tráfico de drogas floreció en la esquina noroeste de la Península Ibérica, como en varios otros sitios del mundo: a cambio de un cierto peligro para la vida, la salud o la libertad, se obtiene un dinero más o menos fácil, y seguramente cuantioso, que no puede conseguirse tan rápidamente en ocupaciones tradicionales y duras como (dependiendo de la zona) la pesca, la agricultura, la ganadería u otras más modernas pero que le convierten a uno en esclavo de un sueldo mensual tirando a justito, cuando no más corto todavía. Arturo Pérez-Reverte, en La Reina del Sur, resumía la mentalidad del peligroso narco mexicano como «mejor cinco años como un rey que cincuenta como un buey», y ambas frases apuntan a lo mismo: la búsqueda, que todos queremos, de una existencia que no te limite solamente a sobrevivir para ser una bestia de carga día tras día. Solo que en este caso la manera de salir de esa servidumbre puede ser precisamente lo que acabe acortando tu existencia o limitándola a una celda y un patio. Por otra parte, es curioso que ese «no tener que salir a la mar» sea un tanto irónico, ya que ir al mar era precisamente lo que casi todos los participantes en las descargas de droga por las recortadas costas de las Rías Baixas tenían que hacer… aunque con mucho más provecho para el bolsillo si todo salía bien.

El libro en el que se basa la serie, escrito por el periodista de El País Nacho Carretero (entrevistado ya por Zenda), se publicó originalmente en 2015, pero en diciembre de 2016 José Alfredo Bea Gondar, exalcalde de la localidad pontevedresa de O Grove, presentó contra la editorial (Libros del KO) una demanda civil por intromisión en el honor, al estar disconforme con que el autor lo mencionara dos veces en episodios de narcotráfico. En febrero de 2018, solo un mes antes del estreno de la serie, una juez falló en favor del demandante, ordenando el secuestro de todos los ejemplares del libro, cosa que en la democracia española solo ha ocurrido cuatro veces. Esto provocó que tras haber vendido solo unos 30.000 ejemplares en tres años, de repente todo el mundo quisiera hacerse con uno, y que incluso se idearan aplicaciones para poder leerlo en internet. Esto y el arresto del narco Sito Miñanco, también en febrero de 2018, decidieron por fin a Antena 3 a apostar fuerte por la serie y estrenarla cuanto antes, mientras el hierro aún estaba candente, con grandes resultados de crítica y público, y siendo fichada después por Netflix.

[Aviso de destripes con coca en todo el texto]

El libro, que no es de ficción, sino de investigación periodística, está presentado más bien por temas o por escenas que cronológicamente, lo cual provoca muchos saltos adelante y atrás en la lectura e incluso algunas repeticiones de datos. En la serie la acción se concentra en una sola década, de una forma tan tajante además que cada uno de los diez episodios lleva como título, de forma correlativa, el año correspondiente entre 1981 y 1990. Así, una vez que se comienza con uno de esos momentos que quienes estaban vivos de aquella recuerdan con su propia memoria, la Operación Nécora del juez Baltasar Garzón en 1990, nos volvemos en seguida a una década antes para ir conociendo a una mezcla de personajes reales con otros cuyo nombre se ha cambiado y otros completamente inventados.

El protagonista principal, al menos al principio, aunque desaparece de otros episodios cuando toca, es José Ramón Prado Bugallo, alias Sito Miñanco, un chaval veinteañero, de humilde familia marinera de Cambados (Pontevedra), cuya habilidad con las lanchas motoras llama la atención de Vicente Otero, alias Terito, un empresario y contrabandista sexagenario, veterano del estraperlo durante la dictadura franquista, y luego directivo del Celta de Vigo y condecorado militante de Alianza Popular. Él parece ser el capo de todos los capos, sentado a la cabecera de los banquetes que se da junto a otras familias de esta particular «cousa nosa», como Laureano Oubiña, Manuel Bustelo, Luis Colón, alias Colombo, o Manuel Charlín, patriarca del llamado «clan de los Charlines», cuyos dos hijos y una hija (en realidad tenía el doble de retoños) son también personajes de importancia. En la banda contraria, está el sargento de la Guardia Civil Darío Castro, personaje ficticio basado principalmente en el inspector de policía y luego comisario Enrique León, que es quien durante toda la década lucha contra viento y marea (a veces literalmente) para concienciar a sus superiores sobre el problema y avanzar hacia las detenciones y aprehensiones de alijos que por fin produjeran algún resultado. También es él quien decide traerse a gente de fuera (uno de Sevilla, uno de Santander y uno de Astorga) para evitar que se le llene el grupo de agentes locales ya contaminados por los traficantes. «Me gusta describirlo como un hombre con un tenedor en una tierra de sopas», dice Tristán Ulloa, el actor que lo encarna. «Las herramientas que tenía ese hombre en aquel momento eran bastante inútiles».

La serie comienza cuando empieza a plantearse de verdad una cuestión de importancia para los veteranos contrabandistas, hasta entonces limitados principalmente al famoso «Winston de batea», o sea, al tabaco que no paga impuestos, oculto a veces en esas plataformas flotantes de madera para criar mejillones que abundan en las rías. Ese trapicheo da dinero, y si te pillan te cae una simple multa sin peligro de cárcel y poco más. Pero, al igual que le pasó al mismísimo Padrino Don Corleone en América, llega la tentación del hachís, del que Oubiña es partidario, y sobre todo, de la cocaína y la heroína. Estas dos últimas sustancias dan mucho más dinero, están más perseguidas, y las penas por su transporte, venta y posesión son mucho más serias. Y sobre todo (cosa que al principio ni se menciona pero que acabará teniendo gran importancia), a diferencia del tabaco o el hachís, que «no matan a nadie», la coca y la heroína tienen un efecto sobre el organismo del consumidor mucho más devastador y potente. Es decir, que lo que hasta ahora se podía pasar por alto (facilitar un consumo de fumeque más o menos controlado) se acaba transformando en una lacra social que conduce a multitud de vidas perdidas en plena juventud y a que los padres (y sobre todo madres) de los chavales muertos se unan, se asocien y den visibilidad al problema. Si las imágenes del juez Garzón subiendo a helicópteros y barcos por todas las rías gallegas son algo para recordar, también lo son (y seguramente con más fuerza) las de las madres de la asociación Érguete (Yérguete), con Carmen Avendaño a la cabeza, empujando las verjas de metal del pazo de Bayón, con los esbirros de Oubiña a un lado y la Guardia Civil al otro. Así, mientras que otras series sobre narcos de muchos otros países no se meten a tratar el efecto que el tráfico de drogas tiene sobre usuarios y familias, Fariña sí encuentra sitio para ello, y merecidamente.

Aparte de los propios narcotraficantes, hay espacio también para personajes como los «arrepentidos» Ricardo Portabales y Manuel Fernández Padín, para los clubes de fútbol como el Juventud de Cambados, con los que Sito y compañía se congraciaban con el público local, para presidentes de la mismísima Xunta de Galicia que compartían mesa y mantel con fugados a Portugal, para los párrocos de toda la zona que arreglaban goteras con billetes de la droga, para sicarios colombianos que vienen, vigilan y se vengan, y hasta para una historia real de Montescos y Capuletos (o en este caso de Bustelos y Charlines) que se juntaron cuando sus familias no querían. Por su parte, los personajes femeninos se tienen que fajar su sitio en la serie, al igual que en ese mundillo en realidad, pero muchas lo consiguen por méritos propios: aparte de la madre coraje Avendaño y de la caprichosa prima «Charlina» adolescente con sueños de fuga, está por ejemplo Pilar Charlín, la hija del patriarca, que es de lejos la que más luces tiene, sobre todo en comparación con la continua incompetencia y estupidez de sus hermanos. Sito y Oubiña cambian de esposa, dejando atrás sólidas madres y amas de casa (Oubiña tuvo ocho hijos con ella) para juntarse luego con una deslumbrante panameña el primero, para lucirla del brazo en palcos y saraos, y el segundo con su secretaria y según dicen futura eminencia gris de sus negocios, Esther Lago.

Una de las preguntas que se le suelen hacer a los expertos del tema antidrogas tiene que ver con comparar a Galicia con Sicilia, o México, o Colombia (o Cádiz, sin ir más lejos). ¿Se podría acabar así en Galicia, con una violencia endémica durante décadas? Y se suele responder que no, pero que en algún momento de los 80-90 llegó a haber un cierto riesgo de que Galicia se convirtiera, si no en un narcoestado, sí al menos en una llaga crónica difícil de curar. Desde luego, allí no se ha llegado al nivel de la violencia latinoamericana, y es de agradecer que en ningún momento se haya enfocado Fariña como una competidora, en cuanto a lo escabroso, de Pablo Escobar o el Chapo Guzmán. Sí que hubo muertos en las rías, sí que se destrozaron vidas y familias, pero afortunadamente en esta serie no se trata de a ver quién cuenta más truculencias. Comentando el primer episodio, el juez Juan Antonio Vázquez Taín decía que a él le habían dicho que «en Colombia usted ya estaría muerto», y también que a la serie la veía un poco «rebajada» respecto a la realidad, hablando de cientos de kilos en vez de miles y presentando a unos padrinos gallegos demasiado rurales, localistas y de poca monta, cuando en realidad tenían conexiones muy amplias por varios continentes y más dinero en paraísos fiscales del que guardaban en crudo en depósitos de agua o enterrado en sus fincas, pero ese tono de empresa casi familiar le viene bien a la serie: no pega un bocado excesivamente ambicioso que luego no pueda masticar, y a la vez le da su propia personalidad al submundo de la droga en este lugar donde llueve mucho («Miña terra galega, donde el cielo es siempre gris«, se oye cantar a Siniestro Total), donde la gente lleva siendo reservada desde hace siglos, donde el paisaje es una maravilla y donde se come y se bebe de fábula. La serie también recuerda que en esta década fue precisamente cuando España y Portugal entraron en la Unión Europea, y aunque la llegada del euro cae fuera de la serie, sí que se menciona el efecto de la apertura inmediata de fronteras.

Otro de los temas que suele aparecer al hablar de series sobre narcotraficantes, o incluso delincuentes en general, es si acaban dando una imagen demasiado benigna de ellos o que incluso enaltecen sus figuras y sus prácticas. Aquí la verdad es que esto depende de cada uno: hay gente que ve a Tony Soprano, Walter White, Sito Miñanco, Pablo Escobar o El Niño y piensa «qué seres más despreciables», mientras que otros quedan fascinados e incluso deseosos de imitarlos, si no exactamente en la moralidad de lo que hacen, sí en el hacerse rico rápido y vivir una vida de diversión, excesos y bienes materiales caros. Con el tema de los mafiosos y delincuentes violentos, todavía la repulsa social es más fuerte, pero en el caso de los narcos quizá haya siempre un poso de opinión en el sentido de que quien no sepa controlar su propio consumo de droga o el de los menores a su cargo, eso es culpa de él, no de quien se la vende. «Nosotros solo la proveemos, no obligamos a nadie a consumirla, ni a pasarse». De hecho, comentarios de este tipo se le han oído a Oubiña y otros traficantes cuando se les menciona las consecuencias de su contrabando: la culpa es de los padres, que no han educado o vigilado bien a sus hijos. Yo mismo conozco a alguien que desde sus tiempos universitarios tiene la costumbre de meterse una sola raya de coca al año, por Nochevieja. Pero no todo el mundo es así. Es una defensa recurrente, que aparece siempre mezclada con la cuestión de mayor envergadura todavía de si las drogas deberían despenalizarse e incluso legalizarse.

En todas partes se ha señalado el gran acierto de que la serie cuente con actores gallegos, algunos incluso provenientes de las propias rías, actuando no solo con el acento adecuado, tras años de disimularlo en otros rodajes para evitar encasillamientos, sino incluso con una amplia variedad apropiada de ellos, con su sempiterno pretérito indefinido, e incluso con su geada en alguno de los personajes («jallejo» por gallego, «Lujo» por Lugo). La mezcla de castellano y gallego que es lo que de verdad habla mucha gente, sobre todo en ciudades y pueblos un poco más grandes, se refleja en palabras dejadas tal cual en los diálogos, como parvo, tolo, cona, meu pai, trapallada o las decenas de variantes sobre carallo (carallada, carallazo, carallán, escarallar…), por no hablar de la propia «harina» del título. Martin Scorsese, al filmar sus películas de gangsters italoamericanos, insistía siempre en que este tipo de detalles valían su peso en oro a la hora de rodar, porque había multitud de cosas que no tenías ni que explicar a los actores, ya que las habían vivido en persona. Carlos Blanco, el actor que encarna a Laureano Oubiña, es de Vilagarcía de Arousa y era veinteañero en los 80, y Tristán Ulloa dice haber perdido a gente querida durante su adolescencia en Vigo. «Mi padre me mandaba ir a comprar al estanco, y el estanquero te preguntaba «¿normal o de batea?». Incluso gente cercana a mí participaba en el contrabando, que era algo muy normal en aquellos años».

En lo visual, la verdad es que hay alguien en esta serie que es muy aficionado al efecto «lens flare», o destello de la lente, con esos puntos de luz extendidos a rayas horizontales de lado a lado, quizá buscando un cierto efecto alucinógeno. La música también acompaña muy bien algunas escenas, punteándolas a veces de una forma que se le podría llamar hasta «con retranca», como por ejemplo el momento en el que tras varios días de temporal en el Atlántico, Sito logra salvar una delicada situación con los colombianos a base de usar la procesión del Día del Carmen para cumplir con su descarga mientras suena de fondo ese «fai un sol de carallo» de la Galicia caníbal de Os Resentidos, aquí con carga extra de caradura, punk y chulería. O esa otra escena, en la que a la justicia no le va lo bien que debiera, mientras los narcos se van de rositas a los acordes de Galicia, sitio distinto.

Una vez que se ha ido avanzando por la trama tan lenta y minuciosamente, el repentino final con la Operación Nécora y los juicios a los que dio lugar en los años siguientes queda bastante abrupto. De repente, los letreros de «qué pasó después» avanzan lustros y décadas enteras hasta el siglo XXI, y varias cosas importantes se quedan fuera de la serie. Según comentan los guionistas, después del año 90 las figuras de los grandes clanes se van diluyendo ante la acción de la justicia y todo se hace un poco más complejo. A pesar de todo, no se ha cerrado la puerta a una continuación de la serie, y mientras este tema se decide, se recomienda ver el especial Conexión fariña con el que Antena 3 acompañó la emisión de la serie, y donde se ven varias de las cosas que fueron verdad o ficción. Y para quien pueda rastrearlo también, hay un estupendo especial en idioma gallego del programa de la TVG A Caixa Negra, llamado Operación Nécora, presentado por Fernando González «Gonzo» y dirigido por Antón Reixa, emitido en 2010 con motivo de los 20 años de aquel suceso tan importante.

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