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Fármaco con olor a vid

Fármaco con olor a vid

El capítulo decimoctavo y último de En el estado, una de las novelas menos conocidas de Juan Benet, lleva por título «Fármaco con olor a vid». Se trata de un texto breve, apenas tres páginas, en el que viene a formularse una especie de despedida del paisaje en el que se enmarca la trama, por lo demás bastante alejada de lo que hasta entonces era habitual en el corpus benetiano. «Quiere decirse que se trata», escribe Benet en ese broche final, «de una tierra muy apropiada para dedicarse de lleno a las funciones del espíritu. A todas y cada una de ellas. Eso sí, no cabe la añoranza, sentimiento por lo general suscitado más por la sustitución de un objeto que por su desaparición. Tampoco está bien visto el entusiasmo, aunque sea por la idea, pues de tomarse con todas sus consecuencias podría llegar a vulnerar —si no a destruir— el delicado vacío que existe entre las personas». No hay la menor mención a ningún potingue que desprenda aromas vitivinícolas, así que no es desdeñable que el lector cierre el libro preguntándose a qué viene el encabezamiento de esa clausura. La respuesta hay que buscarla en la afición de Benet por los anagramas y, en general, por todo aquello que permitiera jugar con dobles sentidos o significados más o menos ocultos. En este caso concreto, el profesor Francisco García Pérez desveló el misterio en su magnífico, y descatalogadísimo, estudio sobre la obra de quien fuera uno de los grandes renovadores de la literatura española del siglo pasado. En sus páginas aclaraba que las letras de «Fármaco con olor a vid» son las mismas, sólo que en distinto orden, que las de «Cómo olvidar a Franco».

"Franco no ha dejado de formar parte de nuestro imaginario desde que se apagó para siempre aquella lucecita que velaba por el porvenir de la patria"

¿Cómo olvidar a Franco? Era una pregunta que estaba al orden del día cuando En el estado salió de la imprenta —la novela vio la luz en 1976, con el cadáver del dictador aún caliente— y que, más de cuarenta años después, mantiene su vigencia hasta el punto de generar, con cierta periodicidad, enconados debates que se pueden prolongar durante semanas o meses dependiendo de cuál sea el factor que los desencadene. Es posible que la discusión pase ahora mismo por uno de sus momentos más álgidos. La decisión del Gobierno de exhumar el cuerpo momificado de Franco del Valle de los Caídos ha generado una de esas controversias que sólo emergen cuando una sociedad se enfrenta a las trincheras abiertas de su pasado. «No hay que reabrir heridas», dicen algunos sin advertir que la polémica constituye la mejor, y sangrante, evidencia de que la llaga no ha terminado de curarse. «Nadie se acuerda ya de Franco», aseveran otros, cuando basta echar un vistazo a las narrativas contemporáneas, que suelen ser el mejor termómetro a la hora de averiguar por dónde navega el subconsciente de nuestras sociedades, para cerciorarse de que Franco no ha dejado de formar parte de nuestro imaginario desde que se apagó para siempre aquella lucecita que, en el palacio de El Pardo, anunciaba en las noches oscuras que alguien, al otro lado, velaba por el porvenir de la patria.

"No han sido los novelistas españoles muy propensos a abordar a Franco como personaje"

«Mi madre siempre me decía que mirara fijamente a las personas y a las cosas. Paquito, tienes unos ojos que intimidan». Son palabras que Marcial Pombo, escritor de pasado antifranquista, pone en boca del mismísimo Francisco Franco Bahamonde cuando recibe el encargo de escribir una supuesta autobiografía del Generalísimo. De esa argucia argumental se sirvió Manuel Vázquez Montalbán para escribir su Autobiografía del general Franco, quizás el mejor texto que desde la ficción ha sabido asomarse a la vida y la personalidad de quien se autoproclamó caudillo por la gracia de Dios. Curiosamente, no han sido los novelistas españoles muy propensos a abordar a Franco como personaje. Lo hizo José Luis de Villalonga en La hora del caudillo y también Luis del Val en Llegada para mí la hora del olvido. Algo se aproximó Francisco Umbral al ocuparse en Leyenda del César visionario de aquellos primeros tiempos de la Guerra Civil en los que, entre Salamanca y Burgos, se esculpían la ética y la estética del nacionalcatolicismo. En el otro extremo, el del ocaso, Juan Luis Cebrián prestó su voz a un dictador agonizante en Francomoribundia, y Daniel Vázquez Sallés se planteó en Si levantara la cabeza qué ocurriría si el caudillo regresara en nuestros días y tuviese que concurrir a unas elecciones democráticas. Una fórmula similar, salvando todas las distancias, la había ensayado ya en plena Transición Fernando Vizcaíno Casas con su novela Y al tercer año resucitó, que no tardó en convertirse en un best seller de su tiempo. Hace bien poco, Juan Madrid situó a Franco como protagonista secundario de una de las tramas que configuran sus Perros que duermen.

"La Guerra Civil no tardó en erigirse en materia literaria"

Eso en lo que respecta a Franco. En lo que atañe al conflicto que desencadenó o al largo periodo que se extendió desde el último parte de guerra hasta su muerte, la lista puede hacerse interminable. La Guerra Civil no tardó en erigirse en materia literaria. Casi en cuanto se decretó su final comenzaron a aparecer narraciones que situaban la contienda en un primer plano indiscutible —A sangre y fuego, de Manuel Chaves Nogales; Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway; la trilogía La forja de un rebelde, de Arturo Barea; Madrid, de corte a checa, de Agustín de Foxá—, y desde luego sus ecos no dejaron de sonar ni en las corrientes existencialistas que surgirían en los años cuarenta del siglo XX —Nada, de Carmen Laforet; La sombra del ciprés es alargada, de Miguel Delibes— ni en la narrativa social que cobró fuerza en la década siguiente —La colmena, de Camilo José Cela; Entre visillos, de Carmen Martín Gaite; Primera memoria, de Ana María Matute; El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio; El fulgor y la sangre, de Ignacio Aldecoa; Los bravos, de Jesús Fernández Santos; la célebre trilogía de Gironella—. Las tesis renovadoras que comenzarían a abrirse camino a partir de 1962 lo fueron en la forma, pero en el fondo la Guerra Civil y las fantasmagorías que fue dejando a su paso constituían bien el propio tema o bien el elemento motriz de unos argumentos que, por crípticos o deslavazados que resultasen en apariencia, echaban sus raíces en los traumas que se habían engendrado en lo que era entonces un pasado bien reciente. El Madrid que Luis Martín-Santos puso en pie en Tiempo de silencio era un Madrid que sólo encontraba explicación a partir del tercer año triunfal («No ha llegado la paz, ha llegado la victoria», se decía al final de Las bicicletas son para el verano, la espléndida obra teatral de Fernando Fernán Gómez), y son las consecuencias del conflicto originado en 1936 las que flotan en la atmósfera del espacio ficticio que el propio Juan Benet puso en pie en Volverás a Región y que alimentaría la mayor parte de su obra, también esa trilogía inconclusa que fue Herrumbrosas lanzas, en la que se iba directamente al meollo del asunto. En La plaça del Diamant, Mercè Rodoreda hacía uso del monólogo interior para relatar el viaje personal de su protagonista desde la Barcelona ilusionada de la II República hasta la que tuvo que sufrir las arideces de la posguerra, y la misma técnica fue empleada por Camilo José Cela en San Camilo 1936 para estudiar la España que se precipitaba a quemarse en un ardor guerrero y fratricida.

"La obra de Manuel Vázquez Montalbán, serie Carvalho incluida, se caracteriza por el análisis de los mecanismos que el franquismo instauró a lo largo de cuatro décadas "

La muerte de Franco y la entrada en escena de una nueva generación no hicieron más que confirmar que la guerra y la dictadura continuaban planeando por la atmósfera. La obra de Manuel Vázquez Montalbán, serie Carvalho incluida, se caracteriza por el análisis de los mecanismos que el franquismo instauró a lo largo de cuatro décadas para mantener atados y bien atados sus principios fundamentales y la confirmación de cómo una parte de la nueva derecha los asumió tras adornarlos con una suave pátina de modernidad (La aznaridad, ensayo póstumo sobre la etapa de José María Aznar en La Moncloa, se mantiene fresco y bien vigente). El franquismo y la Transición son una constante en las novelas de Manuel Rico, desde Mar de octubre hasta Verano. Antonio Muñoz Molina abordó en varias novelas —Beatus ille, El jinete polaco, El dueño del secreto— la relación que su propia generación entabló con la educación normativa y sentimental adquirida en un régimen al que pronto aprendieron a oponerse, y unos años después presentó en La noche de los tiempos su particular tour de force en torno a la Guerra Civil. Sobre el conflicto y sus ramificaciones en el presente escribió Almudena Grandes en El corazón helado, y el trienio 1936-1939 y todo lo que vino después conforman el telón de fondo sobre el que se desarrollan los capítulos de la serie aún en marcha que, muy significativamente, titula Episodios de una guerra interminableJulio Llamazares narró la peripecia del maquis en su muy aplaudida Luna de lobosAntonio Rodríguez Almodóvar tiene recién publicadas sus espléndidas Memorias del miedo y el pan, en las que desmenuza la áspera vida cotidiana en la Andalucía de posguerra. Juan Eslava Galán escribió Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie para combatir los blancos y los negros, y hasta Eduardo Mendoza —que en los inicios de su carrera se había mostrado más partidario de centrarse en el convulso tránsito entre los siglos XIX y XX— terminó viajando al Madrid de 1936 en Riña de gatos o ambientando en la posguerra sus Tres novelas ejemplares. En Fiebre y lanza, primera entrega de Tu rostro mañana, Javier Marías hacía, por boca de dos de sus personajes, unas reflexiones bien pertinentes a propósito de la guerra —también en Negra espalda del tiempo había una escena bien hilarante con el mismísimo Franco como protagonista—. Arturo Pérez-Reverte, por su parte, se ha enfrascado estos últimos años en una serie vertebrada en torno a la figura de un espía, Lorenzo Falcó, habituado a moverse por los distintos frentes de aquella España repartida entre rojos y nacionales.

"Javier Cercas escribió Soldados de Salamina para demostrar, en los inicios de este mismo siglo, que aún hay mucho que decir sobre todo aquello, cuestión que volvió a quedar patente cuando presentó, no sin polémica, El monarca de las sombras"

Las generaciones siguientes, lejos de considerar la Guerra Civil y el franquismo como algo constreñido en un pasado que no admitía nuevas indagaciones, siguieron explorando los recovecos de un tiempo por cuyas grietas no han dejado de asomarse nuevas luces. Ignacio Martínez de Pisón ha novelado aquel periodo en varias ocasiones, con resultados tan encomiables como los que obtuvo en Enterrar a los muertos, Dientes de leche, La buena reputación o Filek, por citar sólo unos pocos. Javier Cercas escribió Soldados de Salamina para demostrar, en los inicios de este mismo siglo, que aún hay mucho que decir sobre todo aquello, cuestión que volvió a quedar patente cuando presentó, no sin polémica, El monarca de las sombras, su última novela hasta la fecha. La Guerra Civil era uno de los ejes sobre los que pivotaba Las máscaras del héroe, primera novela de un Juan Manuel de Prada que volvió a ocuparse del tema en Las esquinas del aire y El séptimo velo, y también, aunque de forma más tangencial, en su Mirlo blanco, cisne negro. No está de más recordar aquella gratísima sorpresa que fue la aparición de Los girasoles ciegos, de Alberto Méndez, y es obligada la mención a Isaac Rosa, que con El vano ayer y ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! marcó una nueva forma de mirar hacia una época que aún mantiene ciertos rescoldos en el presente. Ignacio del Valle se inventó en El arte de matar dragones a un investigador que ha venido actuando de eje de otras tres novelas, Soles negros la última, cuyo arco temporal se extiende desde la batalla de Madrid hasta la inmediata posguerra. Por la posguerra, precisamente, se mueven los personajes de La sonata del silencio, la novela de Paloma Sánchez-Garnica reconvertida en exitosa serie de televisión. Cristina Fallarás inspeccionó en Honrarás a tu padre y a tu madre los traumas que abrieron la guerra y el franquismo en su propia familia. En la primera parte de su Trilogía de la guerra —el tema, como se ve, se aborda a menudo de tres en tres—, Agustín Fernández Mallo recuperó la memoria del campo de concentración habilitado en la isla gallega de San Simón, y Álex Chico relató en Un final para Benjamin Walter los pormenores de un viaje a Portbou en pos de los últimos momentos en la vida del autor del Libro de los pasajes. Sergio del Molino se metió a investigar la historia de uno de sus abuelos, combatiente en el frente del Ebro, en Lo que a nadie le importa, y Noemí Sabugal ambientó Al acecho en el Madrid que se dirigía hacia el gran trauma de 1936. En Los Caín, su estupenda opera prima, el joven Enrique Llamas nos situó en un pueblo de la Castilla profunda para asomarnos a las tensiones que dominaron el último franquismo.

"Precisamente porque el franquismo queda cada vez más lejos, no es mal momento para sentarse y revalidar las asignaturas que el miedo y la necesidad dejaron pendientes"

¿Pertenece, pues, aquella época al pasado? Si nos atenemos a la estricta lógica del paso de los días, nadie puede negar la evidencia. Si en cambio aceptamos que la literatura —al igual que todas las formas del arte— no es otra cosa que la expresión de las preocupaciones, los anhelos o las dudas de la sociedad que la engendra y le da cauce, cabe deducir que ni Franco ni su guerra ni su régimen han dejado de planear por la conciencia de un país que ha intentado dejarlo atrás, pero aún lo mantiene fresco en una memoria que, en ocasiones, se presta a la controversia. Quizá esa impresión de que el franquismo es una cuenta pendiente que no se acaba de saldar del todo tenga que ver con las dificultades para enfrentar de cara sus oprobios, para establecer un marco de sinceridad en el que reconocer todo lo que se hizo bien cuando hubo que dejar atrás los yugos dictatoriales y enmendar los errores que no supieron solucionarse entones. Entre estos últimos, el mantenimiento del Valle de los Caídos tal y como lo concibieron el propio Franco y sus adláteres quizá sea uno de los mayores. Por mucho que el consenso que desembocó en la Transición merezca aplauso y la democracia española sea perfectamente equiparable a la de cualquier otro país de su naturaleza y condición, ni los más tibios deberían dejar de reconocer que no tiene mucha disculpa el mantener enterrado a un dictador, con toda pompa y circunstancia, en un mausoleo que se sostiene con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. Precisamente porque el franquismo queda cada vez más lejos —y por fortuna empiezan a ser más los españoles que no lo conocieron que aquéllos a los que les tocó padecerlo, aunque fuera en sus últimos suspiros—, no es mal momento para sentarse y revalidar las asignaturas que el miedo y la necesidad dejaron pendientes. Eso no va a solucionar otros problemas, pero seguramente contribuya a que la atmósfera, en general, sea un poco más respirable. Tal vez ese día las novelas sobre Franco y su régimen empezarán a considerarse parte del género histórico y su lectura deje de resonar como un inesperado aldabonazo en el presente. Cuando llegue ese momento, quizá entre todos podamos empezar a investigar la fórmula capaz de destilar un fármaco con olor a vid.

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