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Figuras, de Edgar Borges

El escritor venezolano —pero radicado en España— Edgar Borges siempre se ha caracterizado por sus propuestas literarias radicalmente libres. Figuras es un buen ejemplo de esto: para llegar al manicomio de cierto pueblo, hay que recorrer un camino compuesto por casillas numeradas y normas inquebrantables. Un día, un extraño cartero llega con un lote de misivas para una interna, pero el guardia del lugar no acaba de fiarse de él.

En Zenda reproducimos el primer capítulo de Figuras (Trampa), de Edgar Borges.

***

1

LA PRIMERA VISITA

Cuando Enrico irrumpió a saltos en el horizonte, parecía un cartero. El guardián de los espacios tuvo que limpiar los prismáticos para comprobar el oficio del intruso que aquella tarde entró en el camino del manicomio. Tenía gorra, indumentaria de repartidor oficial y una bolsa repleta de sobres; todo él parecía la réplica de lo que alguna vez fue un cartero. Pero lo que más llamó su atención fue la insólita combinación de saltos de aquel sujeto.

En medio del inmenso terreno, un camino de cemento comunicaba al pueblo con el manicomio. El camino tenía dibujada una particular ruta de casillas. La norma segunda del artículo primero, escrita en carteles, era clara. «Está terminantemente prohibido correr sobre las casillas». Y saltar tenía que ser, según el ojo observador, una forma estratégica de burlar la escritura literal de la norma. En cada casilla cabía un pie y sobraba algo de espacio; para iniciar la ruta había que separar un poco las piernas, de manera que la izquierda ocupara la casilla 1 y la derecha la 2. La distancia entre una casilla y la otra era la necesaria para andar con normalidad. Visto a distancia, el trayecto parecía una obra cósmica sobre cuerpo y lugar. He aquí el dibujo que Enrico hizo para representar su visión del camino.

Representación, testimonio, perspectiva. ¿Acaso figuras? El extraño con apariencia de cartero, en vez de caminar, saltaba. Sí, saltaba de una casilla a la otra, con la pasión de un novato y la precisión de un acróbata, como si cada movimiento formara parte de un todo previamente ensayado. Un salto, cuerpo al aire con los pies juntos, y cuerpo al suelo en caída certera. En otro momento variaba la técnica saltando a zancadas. Pierna derecha estirada hacia la casilla izquierda; pierna izquierda estirada hacia la casilla derecha. Poco después, quizá cuando el hombre ya había logrado una comunión con la geografía, saltaba de dos en dos las casillas. Cada cierto tiempo variaba la técnica o la no técnica, porque en este sujeto nunca era fácil saber a qué verdad obedecía su dinámica. En él ningún movimiento se convertía en norma; asumía cada salto como un ritual, un insólito ritual con el que había decidido romper la paz eterna del territorio. Su amorfo cuerpo a veces alcanzaba lo sublime, el vuelo, la otra posibilidad. La hazaña de crear distintas formas de ascenso para recorrer el mismo camino. Los saltos de aquel hombrecillo (ay, maldito hombrecillo) casi atravesaban las nubes destinadas a cubrir por siempre el cielo del pueblo. En cada impulso daba la impresión de que desde la bolsa caerían sobres, pero nunca cayó otra cosa que no fuera su cuerpo. Su cara, su blanquísima y pálida cara, de lejos se veía sonriente. Pero, aquella sonrisa, ¿era producto de la espontaneidad o del atrevimiento? ¿Qué clase de reto podría pretender un sujeto vestido de cartero? ¿De dónde habría surgido? ¿Acaso era un nuevo mensajero de los lugareños? ¿No sabía leer y por eso ignoraba los carteles? ¿Y por qué nadie le advirtió de la existencia de una norma? ¿O simplemente era un trotamundos acostumbrado a saltarse las leyes de los pueblos? Sea lo que fuere, de casilla en casilla logró llegar a la farola número 14; oportuno es aclarar que entre cada farola había 500 metros de distancia, pero, aun así, el maniático de los saltos no se veía cansado. Su ánimo tenía niveles de osadía, pues, a los cuarenta años que aparentaba, difícil sería creer que el suyo era un infrecuente caso de ingenuidad. A veces abría un poco la boca, es posible que lo hiciera para contar casillas. La número 9 a la izquierda, la 10 a la derecha. Y en su avance, 23, 24, nunca desviaba la mirada. Como si en cada casilla, 45, 46, existiera un pedazo de toda la geografía del mundo. Observar el zigzag de sus movimientos y absurdos saltos era mareante en grado sumo. 55, 56; 57, 58; 59, 60; 61, 62; 63, 64; 65, 66… Había que pestañear para no hipnotizarse con sus pasos desaforados. Y aun girando la vista o cerrando los ojos, en todos los puntos se multiplicaban sus saltos. El universo era un espejo de su figura. El guardián hubiera querido rendirse y ceder su mirada a tal alucinación.

IMPLOSIÓN. Acción de romperse hacia dentro con estruendo las paredes de una cavidad cuya presión es inferior a la externa.

Pero en el observador más podía la lección aprendida; la realidad del afuera también habitaba en su mente.

CASILLA. Cada uno de los compartimientos en que quedan divididos los tableros de algunos juegos.

Seguramente la palabra «casilla» tendría otras definiciones, incluso uno de los instructores del curso de «guardián de los espacios» llegó a decir que en algunos países también significaba «trampa para cazar pájaros». 80, 81; 82, 83; 84, 85… Ganas no le faltaron de sacar su escopeta y acabar con la atracción de un solo disparo.

¿Atracción?

Sí, por momentos el guardián observaba embelesado los saltos del extraño; más de una vez se le escapó saliva de la boca, hasta se podría afirmar que se le asomó alguna pequeña sonrisa. ¿Algún parecido con sus tiempos de niño? ¿Fue él un saltarín? ¿Soñó con trabajar en un circo? Nada de esto se podía saber con seguridad, ya que tenía una personalidad muy reservada. Lo cierto es que, aunque las instrucciones grabadas en su cerebro lo negaran, por instantes se sentía atraído por la forma de saltar del supuesto cartero. A los lados del camino la tierra era árida, se trataba de un espacio vacío donde hace mucho tiempo nadie había intentado crear nada. La quietud del lugar muy rara vez se interrumpía; solo un distribuidor de alimentos iba los lunes, y un grupo de estudiantes de psiquiatría acudía los miércoles. Ambas visitas tenían que cumplirse, obligatoriamente, antes de las diez de la mañana. El guardián de los espacios sabía que las sorpresas significaban lo contrario al cumplimiento de las reglas. El mundo desde un único ángulo no ofrece alternativas, un punto de vista se retrae y la mirada pierde todos los otros puntos de vista. Desde el balcón del faro, que sobresalía del manicomio, el guardián frunció el ceño y carraspeó dos veces; su mal humor se puso en alerta al ver que el hombrecillo seguía saltando, dispuesto a superar las siete farolas restantes.

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Autor: Edgar Borges. Título: Figuras. Editorial: Trampa. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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