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Ramona, adiós, de Montserrat Roig

Ramona, adiós, de Montserrat Roig

La escritora y periodista Montserrat Roig, sin duda una de las figuras más icónicas de la reciente literatura catalana, publicó su primera novela en 1972. Ramona, adiós retrata la ciudad de Barcelona a través de tres generaciones de mujeres cuyas existencias se extienden desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX. La editorial Consonni rescata este clásico contemporáneo al que añade un prólogo de Luna Miguel.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Ramona, adiós (Consonni), de Montserrat Roig.

***

Me llegaba el tufo de las bocas del metro, el olor a naranjas fermentadas, y contenía la respiración cuando pasaba junto a las escaleras. Pero todavía me provocaba más angustia la peste a pies, a sudor de pies, la vaharada de la gente refugiada que se apiñaba cerca de los agujeros o en los sótanos, porque no tenían casa. Temblaban, muertos de miedo en cada bombardeo. Yo también tenía miedo, pero me lo tragaba, bien hondo, para que nadie notara que buscaba a mi marido. Mi marido había pensado pasarse a los nacionales. Yo hacía de tripas corazón y tenía ganas de encontrarme con Kati y contarle que lo estaba buscando sola, sin ayuda de nadie. En la biblioteca me habían dicho que aquel día Kati se había ido temprano porque unos de la FAI que habían confiscado tres vacas le habían prometido leche para el hijo de su portera. El niño de la portera se llamaba Manuel y era de Linares, como sus padres, y tenía el cuerpo lleno de llagas y costras y el vientre muy hinchado porque el pobrecillo se estaba consumiendo. Su madre estaba desesperada, porque le daba el pecho y no succionaba ni una gota. Dentro de dos meses esperaba otro hijo. Kati le había dicho: «Pero, mujer, no seas loca, que lo vas a matar. La leche materna es mala cuando estás embarazada». Y la riñó porque hacía mucho tiempo que le había dicho que fuera a unos cursillos que daban unos médicos en Badalona para entender bien cómo era aquello de tener un hijo. Kati quería que yo también fuera a aquellos cursos, pero a Joan no le hacía demasiada gracia; decía que, si me dejaba ver mucho, a la larga lo comprometería.

Yo no podía decirle a nadie que Joan quería ir a San Sebastián. Ni a la tía Sixta ni a Patrícia. Joan me había dicho, Mundeta, la situación se inclina hacia el bando nacional. Joan había escuchado Radio Burgos en casa de los Juncosa, que son del Socorro Blanco, y oyó decir que los nacionales habían tomado Teruel y que avanzaban hacia el delta del Ebro. Me dijo que continuara con las anotaciones de las series de los billetes que valen. Nosotros lo que hacíamos era comprar los que valían, esperábamos la oportunidad y los revendíamos tres veces más caros. Joan se supo espabilar, con todo aquello de la guerra. Al principio, a mamá no le hizo gracia que me casara con Joan, decía que era un pobretón y un sinvergüenza y que no había leído un libro en su vida, pero luego, al ver que se sabía ganar tan bien la vida, se calló. A las señoras de la colonia de Valldoreix las hacía reír, porque contaba chistes un poco verdes y porque tenía cara de gitano rico. Era muy atento con todo el mundo, sobre todo con las damas, y el primer día que me pidió ir a pasear juntos me regaló un cactus. Joan me dijo que se iba a San Sebastián unos días, solo para husmear un poco el asunto, y que no tenía por qué preocuparme. Pero yo soy sufridora por naturaleza y más ahora que mamá está en Siurana. Mi madre está en Siurana porque no quiere ver cómo los anarquistas queman iglesias y matan a curas y monjas. Dice que ella no entiende demasiado sobre la guerra, pero que no le gusta que la gente corriente se meta con la religión. Dice que qué culpa tenía el pobre padre Pere. A mamá le caía en gracia el rey Alfonso XIII, pero se sentía republicana de toda la vida. Una vez, ella y una amiga suya, Pauleta Forns, iban vestidas de blanco y con una sombrilla y paseaban en un coche de punto por el paseo de Gracia y las empezó a perseguir otro coche cerrado y resulta que dentro iba el rey. Reprodujeron la fotografía en Blanco y Negro.

Joan tenía que ir a ver a una señora del Socorro Blanco que vive en las Cortes Catalanas, delante del cine Coliseum. Yo solo tenía que retener los nombres de Comalada y Coliseum por si pasaba algo. Pero de los otros asuntos no tenía que decir ni mu. Los dos nombres empezaban por Co, Comalada-Coliseum, de eso me acuerdo perfectamente. Tenía que avisar a Artal, por si ocurría algún imprevisto, pero no podía ir al local de los cenetistas, por temor a comprometerlo. Tenía que ir a su casa, delante de la plaza de Santa Catalina. Pero Joan me había dicho, con cara muy seria, que no fuera hoy, que me esperara unos días. Me dijo, hoy, tú, bien quietecita en casa. Joan me dice siempre que soy una tontaina y una pánfila y que suerte tengo de tenerlo a él, que me acompaña en la vida. Joan es muy listo.

De la frontera tenía que ir hasta San Sebastián, donde tenía que esperar a Pujol. Pujol le había asegurado que los bancos del Gobierno de Burgos le darían créditos. Joan estaba como unas castañuelas. A mí me trataba con amor y me compró de estraperlo una combinación de seda francesa de color negro brillante y con un ribete de puntilla rizadita en los bajos. Para el bebé que iba a nacer trajo una muñequita de porcelana vestida de María Antonieta que Artal había confiscado en la finca de los Bertran i Musitu. Joan quería una niña. Yo no quiero una niña, yo quiero que sea niño. Todas las niñas somos unas bobas. Salvo Kati y mamá, por supuesto. Joan decía que nos haríamos ricos y que había que aprovechar la situación. Que yo no tenía que preocuparme de nada porque la situación «petaría» por el bando nacional. Yo tenía que continuar con el negocio de los cuadros con Artal porque el dinero no tenía que estar parado. Tenía que quedarme sola unos días, no mucho tiempo. Me habría llamado y nos habríamos reencontrado en Burgos. A Joan le daba rabia que mi madre estuviera en Siurana, no lo entendía, decía que eran caprichos de señora; pero, bueno, qué antojos que tiene, y tú esperando un hijo, me decía. Joan siempre ha dicho que mi madre es muy orgullosa y que se esfuerza por no necesitar nada de nadie. A veces se pasan días enteros sin hablarse y yo no sé qué cara poner. Estoy en medio y recibo golpes de todo el mundo. Kati dice que en parte es culpa mía, que me dejo dominar por los dos y que lo que tengo que hacer es buscarme un trabajo de secretaria o de mecanógrafa, que ella me podría encontrar uno en la Generalitat porque estudió con la hija de un consejero. Pero yo soy tan tonta que casi no me acuerdo de nada de lo que me enseñaron en Cultura de la Mujer. A mí me daba pánico no encontrar a Kati, porque sin ella no podía resolver el problema de mi marido. Y no quería ir a buscar a Patrícia ni a la tía Sixta, aunque Joan me dijo que, si le pasaba algo y no volvía, ellas me ayudarían. Tenía que fiarme de Artal y no buscar en ningún caso a Joan hasta que hubieran pasado, por lo menos, un par de días. Pero desde la explosión del camión de trilita, justo delante del cine Coliseum, me cuesta hasta respirar, de la angustia que tengo.

Quiero sacar fuerzas de flaqueza. Cuando Kati se entere, me dirá que soy valiente. Cuando la conocí, no quería verla ni en pintura. Me parecía una mujer muy presumida y coqueta. Siempre se reía de todo y, cuando me veía, decía, mírala, la del cuerpo de reina. Hacía que me sonrojara y no sabía qué contestarle. No dejaba de hablar de versos y de libros, y por eso se entendía con mi madre. La gente de Valldoreix contaba cosas raras de ella, decían que sus amigos eran naturistas, vegetarianos y francmasones. Cuando íbamos a merendar al bar Nuria, miraba a su alrededor con impertinencia; yo pensaba que lo hacía por cotillería y para criticar, pero ahora que la conozco mejor sé que lo hace por curiosidad, porque dice que, en el mundo, una tiene que conocerlo todo. La tía Sixta dice que las mujeres se hacen bibliotecarias cuando ven que se quedan para vestir santos. A mí me parece que Kati es muy lista y que no necesita a los hombres. Kati dice que la guerra le ha despertado el cerebro, que se ha dado cuenta de que las mujeres sirven para algo y que no están solo de adorno. Joan dice que Kati vive amargada porque no se ha casado y que no se ha casado porque ningún hombre la quiere, que es demasiado libre y que eso a los hombres no les gusta. Joan no quiere que sea amiga de Kati, dice que, si la escucho, acabaré como ella.

Cuando supe que había explotado un camión de trilita en el bombardeo de la mañana me asusté mucho. Yo ya sospechaba que pasaban cosas graves, porque los vidrios de la galería se hicieron añicos y, desde entonces, las sirenas no han dejado de sonar. Salí a la calle como una loca y no sabía adónde ir. Me pasé dos horas por los alrededores del Coliseum, de un lado para otro, pero había un montón de soldados que lo rodeaban y nos obligaban a circular. Me fallaban las piernas y no me atrevía a preguntar si alguien sabía los nombres de los muertos. Me tocó un viejo lleno de llagas, con la cara muy arrugada y sucia. Empecé a correr porque me dio asco. Caminé por las calles desorientada. Desde que estalló la guerra, había salido pocas veces sola de casa. O iba con mi madre o con Joan, si él tenía tiempo. Me daba escalofríos ver Barcelona llena de porquería, de basura en estado de putrefacción. Olía todo a huevos podridos y a col hervida. Había muchas casas hundidas y entre las ruinas se veían sillas, mesas y a veces también cunas y muñecas de trapo. A mí las ruinas siempre me han dado mucha pena. Cuando íbamos de excursión a algún castillo, como al de Burriac o al de Tona, y miraba las cuatro paredes solitarias y desamparadas, me empezaban a caer lágrimas y no podía parar. Joan me decía que era una boba, que un montón de piedras no hace llorar a nadie, que si me había vuelto majara. Y mamá me defendía, déjala, decía, que es tan romántica como yo.

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Autora: Montserrat Roig. Título: Ramona, adiós. Traducción: Gemma Deza Guil. Editorial: Consonni. VentaTodos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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