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En lo que preferiría no pensar, de Jente Posthuma

En lo que preferiría no pensar, de Jente Posthuma

La escritora holandesa Jente Posthuma ha escrito una triste —y al mismo tiempo hermosa— novela sobre las personas que sólo pueden existir si hay alguien que las observa. Por ejemplo, los gemelos que no pueden separarse. Pero, ¿qué ocurre cuando uno de los dos necesita su propio espacio?

En Zenda reproducimos las primeras páginas de En lo que preferiría no pensar (BunkerBooks), de Jente Posthuma.

***

Waterboarding, le dije a mi madre, es la tortura del submarino: alguien te cubre la cara con un trapo y después vierte agua por encima. Sientes como si te ahogaras. De hecho, te estás ahogando.

Así que eso es lo que vais a hacer, concluyó ella.

Sí.

Mi madre suspiró. Sin duda habrá sido idea de tu hermano. Hace poco vimos una película sobre Guantánamo, expliqué.

Y entonces me pidió que se lo hiciera. Quería saber lo que se sentía. Le contesté que solo lo haría si también me lo hacía a mí. Así fue.

¿Y qué tal?, preguntó mi madre.

¡Pero si todavía no lo hemos hecho!

Desde que había alcanzado la tercera edad, mi madre escuchaba cada vez peor.

Ah, vale, dijo. Ayer vi una serie de televisión y uno de los personajes que más me gustaban explotó. Por eso he dormido mal.

 

Pensamos que lo mejor sería estar cómodos, así que decidimos hacerlo echados en el sofá. Primero le tocó a mi hermano. Estaba tumbado boca arriba con un paño de cocina a cuadros rojos cubriéndole la cara. Yo esperaba de pie a su lado con una jarra de agua.

Allá voy, dije, y empecé a derramar agua sobre el trapo.

Al cabo de unos segundos, mi hermano lo apartó y se incorporó.

Tal vez deberíamos atarte.

Le sujeté las muñecas con una de mis medias y volvimos a empezar. Habíamos acordado que retiraría el paño al cabo de medio minuto. El temporizador de mi móvil cronometraba el tiempo. Mi hermano jadeaba e intentaba mover los brazos. Ahora se ahogará, pensé. El medio minuto tardó mucho en acabarse, le quité el trapo de la cara y cuando se le pasó el ataque de tos dijo: Ya basta.

Me negué a que me maniatara. Quería poder quitarme el paño cuando me conviniera.

Así no funciona, soltó mi hermano.

Sujetó mis muñecas con la media y tapó mi cara con el paño. Me entró agua por la nariz y no podía respirar. Intenté incorporarme y derribé algo a patadas. Cuando por fin conseguí sentarme, me sacudí el trapo de encima y retorcí las manos hasta soltarme.

Mi hermano me dio un pañuelo de papel para que me secara la cara, pero lo rechacé sacudiendo la cabeza; tomé aire y lo expulsé, una y otra vez. Se oyeron las campanas de la iglesia y sonó la alarma de mi móvil.

¿Por qué no me has ayudado?

Lo siento.

Pensé que iba a vomitar. Esperé agachada sobre el inodoro a que saliera algo, pero no devolví nada. Recordé aquella vez en que me llevé a un chico a casa y me puso las manos sobre las orejas y, mientras sujetaba mi cabeza, me obligaba a bajar cada vez más. Quizá creyera que eso me excitaba, puesto que cuando apoyé las manos en sus rodillas para poder liberarme, él me apretó con más fuerza y a partir de entonces solo pude oír el golpeteo de mi corazón. En aquel momento recordé la primera vez que oí a una persona decir que le temblaba el corazón. Era mi madre que le confesaba a alguien: Me tiembla el corazón cuando pienso en mi hija, porque no es lo que se dice una belleza. En cambio, no le preocupaba mi hermano, ni la manera en que se tiraba siempre del cabello hasta que le salió una calva. No recuerdo cuándo dejó de arrancarse mechones, pero al cabo de un tiempo aquello se acabó y le volvió a crecer el pelo.

Mi hijo puede conseguir lo que se proponga, solía decir mi madre. Hará algo extraordinario en el futuro.

 

Después de asistir a un taller vivencial en el que renació, mi hermano aseguraba que la vida no era una línea sino un círculo. Uno podía morir y volver a nacer.

Se trataba de un taller a cargo de algunos seguidores de Osho que, veinte años después de su muerte, seguían considerándolo un líder espiritual. Eso era lo que significaba su nombre.

Osho. Te acuerdas de él, ¿verdad? El hombre que antes se hacía llamar Bhagwan. Eso significa Dios.

Sí, me acordaba de él. Era el hombre que había nacido como Chandra Mohan, que es un nombre muy corriente en la India, y al que, de niño, sus abuelos pusieron el apodo de Rajneesh, que significa Rey de la Noche. Rajneesh iba a menudo al río que pasaba cerca de su pueblo, allí hundía a otros niños bajo el agua hasta que casi se ahogaban y después les preguntaba qué sentían. Cuando ya era Bhagwan afirmó: La esperanza es una droga. Solo aquellos que estén preparados para morir conocerán la vida de amor. Los que tengan miedo a morir nunca desentrañarán el misterio del amor. Bhagwan exigía que las personas que acudían a su ashram de Pune se entregaran por completo. Lo mejor que podéis hacer si os marcháis ahora es poner fin a vuestras vidas, les advertía. El impulso de suicidarse, según él, era una señal de verdadera inteligencia y sensibilidad, una necesidad de escapar de la angustia del ego. El suicidio —o la total entrega— eran la única alternativa que le quedaba al que comprendía que nada tiene sentido en esta vida. Ese era más o menos el mensaje que se podía leer en uno de los sitios web preferidos de mi hermano, en frases cortas, extrañamente interrumpidas y escritas una debajo de la otra como si se tratara de un mal poema.

No está claro cuál fue la causa del fallecimiento de Osho en 1990, pues, tras su muerte, tardaron apenas unas horas en incinerar su cuerpo. Poco antes de morir aseguró que en 1985 había sido envenenado en cárceles estadounidenses. También hay quien cree que estaba cansado de vivir y que por ello pidió a su médico personal que le administrara una inyección letal.

Por otra parte, tiempo después mi hermano dejó de creer que la vida era un círculo. Entonces afirmaba que nos encontrábamos al inicio de un episodio de condiciones climáticas extremas y que, de ahora en adelante, la cosa no haría más que empeorar.

 

En un estudio nacional sobre la felicidad, el pueblo donde nacimos se situaba justo por encima de la media. O justo por debajo, no lo recuerdo con exactitud. Sea como sea, guardo buenos recuerdos de nuestro pueblo. Mi hermano, no. Siguió enfadándose hasta el final cada vez que le hablaba de la fuente que había en la plaza y de los niños, los más pequeños desnudos y los mayores en bañador, yo luciendo el bikini rosa chillón que me había traído nuestra tía de Nueva York.

En 1990, el año en que mi hermano y yo cumplimos diez, el año de mi bikini rosa chillón, en Nueva York hubo 2.245 asesinatos. Y 596 suicidios. También fue el año en que, en la fuente, unos chicos adquirieron la costumbre de quitarle el bañador a mi hermano por lo que tenía que volver a casa en pelotas.

 

En Nueva York hay días sin suicidios. No son días festivos, ni se anuncian de antemano. El 12 de julio de 1993 fue un día sin suicidios en Nueva York, leímos mi hermano y yo al día siguiente en el teletexto. Acabábamos de volver del descampado que había detrás del supermercado, donde se levantaba una enorme grúa. Debe de tener por lo menos cincuenta metros de alto, estimó mi hermano. ¿Cómo será estar allá arriba, en lo alto?, pregunté. ¿Qué se verá desde allí? Una moto aceleró ruidosamente detrás de mí, me volví y vi a un dependiente de la carnicería alejarse a toda máquina. El ruido que meten esas motos no es necesario, decía a veces mi hermano, lo hacen solo para impresionar. Cuando volví a mirar al frente, se estaba subiendo a la grúa. Rápidamente bajé la vista, miré la hierba a mis pies y seguí mirando hasta que empezó a dolerme el cuello y mi hermano volvió a ponerse junto a mí de un saltito. Aseguró que se podía ver la ciudad y el río, y todas las curvas que traza alrededor de la ciudad.

¿Era bonito?, pregunté.

Sobre todo estaba lejos, contestó él.

Y aquella noche, antes de quedarnos dormidos, dijo: Hoy también ha sido un día sin suicidios.

 

Entre 2000 y 2015, el número de asesinatos en Nueva York descendió enormemente, pero aumentó la cifra de suicidios. Los métodos de suicidio más populares en Nueva York son el ahorcamiento, el estrangulamiento y la asfixia, o saltar desde una gran altura. Sin embargo, disminuye el número de personas que se precipitan al vacío. A pesar de ello, Nueva York sigue teniendo más saltadores que el resto de los Estados Unidos. Ocho veces más, para ser exactos.

Tal vez, Nueva York deba su elevada cifra de saltos suicidas a Wall Street donde, en tiempos de recesión, siempre hay algún que otro gestor de fondos de riesgo que se lanza por la ventana. Según los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades —la agencia de salud estadounidense—, una persona que trabaja en Wall Street tiene un cuarenta por ciento más de probabilidades de suicidarse que la media. Los ejecutivos de Wall Street son por naturaleza perfeccionistas muy competitivos que se identifican con su trabajo y se comparan continuamente con sus colegas.

 

Mi hermano se llamaba a sí mismo Uno y a mí Dos, porque nació tres cuartos de hora antes que yo un sofocante día de agosto. Me consideraba su hermana pequeña: al nacer era más grande y pesaba más que yo, y ocupaba casi todo el espacio en el vientre de mi madre. Cuenta la historia que yo estaba detrás de él, con la pierna izquierda doblada sobre el hombro derecho. Por eso tardé un rato en salir. En realidad, nos esperaban un mes más tarde, pero mi hermano salió y yo no podía quedarme atrás.

El hecho de que no fuésemos idénticos se me antojó durante mucho tiempo como un defecto, una consecuencia de nuestro nacimiento prematuro, y lo seguí pensando incluso cuando ya hacía mucho que comprendía la diferencia entre gemelos univitelinos y bivitelinos. Durante el noveno mes podríamos haber seguido desarrollándonos hasta parecernos más.

Mi hermano era más activo, hablaba más alto que yo y sus berrinches eran más intensos. Por ejemplo, lanzaba las cosas, cerraba las puertas de golpe o las abollaba a patadas. Después de esos arrebatos se encerraba en su cuarto y cuando volvía a salir hacía como si no hubiese sucedido nada. A mis padres les bastaba con esperar tranquilamente a que se le pasara y arreglar algo de vez en cuando. Sin embargo, a mí me tenían que prestar atención. Exigía que me consolaran cuando estaba triste y que no desviaran la vista hacia el periódico o el televisor. Eso era cuando todavía exteriorizaba mis sentimientos y aún no sabía que no debía hacerlo.

 

Me llamaban pesada. De mi hermano decían que era un listillo. Siempre lo sabía todo mejor que yo. Creo que nunca le oí decir ¿ah sí? cuando le contaba algo. O: vaya, no lo sabía. En cambio, solía decir lo sé y cuando no sabía algo, callaba.

(…)

—————————————

Autora: Jente Posthuma. Título: En lo que preferiría no pensar. Traducción: Catalina Ginard Féron. Editorial: Bunker Books. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

Jente Posthuma. Foto: Bas Uterwijk.

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