Inicio > Libros > Adelantos editoriales > Golpe de gracia, de Dennis Lehane

Golpe de gracia, de Dennis Lehane

Golpe de gracia, de Dennis Lehane

La última novela de Dennis Lehane, Golpe de gracia, está ambientada en Boston durante el verano de 1974, cuando las manifestaciones en contra del fin de la segregación en las escuelas públicas llenaron la calle de protestas. En ese clima de blancos de ascendencia irlandesa contra afroamericanos sin recursos económicos, una madre que busca a su hija desaparecida empieza a hacer preguntas incómodas para la mafia local.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de Golpe de gracia, de Dennis Lehane (Salamandra).

******­

Cortan la luz en algún momento antes del amanecer, así que los vecinos del complejo de viviendas de protección oficial Commonwealth despiertan sofocados por el ca­lor. En el piso de los Fennessy, los ventiladores de las ventanas se han parado a medio girar y la nevera está llena de gotas de sudor. Mary Pat se asoma a la habi­tación de su hija Jules y la encuentra tumbada encima de las sábanas con los párpados apretados y la boca en­treabierta, resoplándole a una almohada húmeda. Sigue andando por el pasillo hasta la cocina y enciende el pri­mer cigarrillo del día. Mientras mira por la ventana de encima del fregadero, le llega el olor que desprende el la­drillo caliente del marco de la ventana.

Empieza a preparar el café y se da cuenta de que no puede. Podría usar los fogones, que funcionan con gas, pero la compañía se hartó de excusas y dio de baja el servicio la semana anterior. Para ponerse al día de los atrasos, ha pedido doble turno en el almacén de zapatos (su segundo empleo), pero aún le quedan tres turnos y una visita a la oficina de contabilidad antes de volver a estar en condiciones de hervir agua o asar un pollo.

Lleva la papelera al salón y tira las latas de cerveza. Vacía los ceniceros de la mesa de centro y de la auxiliar, y uno más que encuentra encima del televisor. En la pan­talla de tubo ve reflejada una mole sudorosa de pelo en­marañado e incipiente papada vestida con camiseta de tirantes y pantalones, una criatura que no cuadra con la imagen de sí misma a la que se ha aferrado. Incluso en el gris de la pantalla puede distinguir las venillas azules en la parte exterior de sus muslos, que por alguna razón le parecen inverosímiles, al menos a esas alturas de su vida. Sólo tiene cuarenta y dos años. Puede que a los doce pen­sara que eso equivalía a tener un pie en la tumba, pero ahora que ha llegado a esa edad se siente igual que siem­pre. Tiene doce, veintiuno, treinta y tres: todas las edades a un tiempo, pero no envejece: el corazón no envejece, ni tampoco la mente.

Está mirándose en el televisor, apartándose los me­chones húmedos de la frente, cuando suena el timbre.

Tras una serie de allanamientos de morada ocurridos dos años antes, en el verano de 1972, la autoridad com­petente instaló mirillas en las puertas. Mary Pat se asoma a la suya y ve, en el pasillo verde claro, a Brian Shea con unos listones de madera en los brazos. Como la mayoría de los que trabajan para Marty Butler, Brian viste con más pulcritud que un diácono: en la banda de Butler nadie lleva pelo largo, bigotes de bandido ni patillas, tampoco pantalones acampanados ni zapatos de plataforma, por no hablar de los estampados de cachemir y el teñido con nudos. Brian Shea viste como en la década anterior: ca­miseta blanca y baracuta azul marino encima. (La cha­queta baracuta, ya sea de color azul marino, tostado o en ocasiones marrón, es una prenda básica de los miembros de la pandilla de Butler; la llevan incluso en días como ése, en los que el mercurio roza los veintisiete grados a las nueve de la mañana. La cambian en invierno por abrigos o chaquetones de cuero con un grueso forro de lana, pero en cuanto llega la primavera todos la sacan del armario el mismo día.) Brian lleva las mejillas bien rasuradas, el pelo rubio cortado al rape, pantalones chinos blancos y botines negros con cremalleras a los lados. Tiene los ojos del color del limpiacristales; le brillan mientras la mira con cierto aire de presunción, como si supiera las cosas que ella cree ocultar y esas cosas lo divirtieran.

—¿Cómo estás, Mary Pat?

A ella le parece que su pelo húmedo debe de verse como si al despertar se hubiera vertido un plato de espa­guetis congelados en la cabeza.

— Sin luz, Brian. ¿Cómo estás tú?

— Marty ya se ha puesto con lo de la luz: ha hecho varias llamadas.

Ella mira los finos listones que él lleva en los brazos.

—¿Te ayudo con eso?

— Te lo agradezco. — Él los gira y los coloca en po­sición vertical al lado de su puerta —. Son para las pan­cartas.

A ella le parece recordar que anoche se le cayó un poco de cerveza en la camiseta de tirantes y se pregunta si Brian habrá notado el olor a Miller High Life rancia.

—¿Qué pancartas?

— Para el mitin. Tim G las traerá dentro de nada.

Ella pone los listones en el paragüero que hay en la puerta, junto a un solitario paraguas con la varilla rota.

—¿Sigue adelante?

— Será el viernes. Nos dirigiremos a la Plaza del Ayuntamiento y haremos un poco de ruido, Mary Pat, tal como prometimos. Vamos a necesitar que todo el ve­cindario participe.

— Por supuesto, ahí estaré.

Él le entrega un montón de folletos.

—Estamos pidiendo a la gente que los reparta antes del mediodía, por el calor. — Se seca con el lado de la mano el sudor que le cae por la suave mejilla —. Aunque puede que sea demasiado tarde.

Ella toma los folletos y le echa un vistazo al de encima.

 

¡¡¡BOSTON BAJO ASEDIO!!!

ÚNETE A LOS PADRES PREOCUPADOS Y A OTROS MIEMBROS COMPROMETIDOS DE LA COMUNIDAD DE SOUTH BOSTON EN LA MARCHA PARA ACABAR CON LA DICTADURA JUDICIAL EL VIERNES 30 DE AGOSTO A LAS 12 EN PUNTO EN LA PLAZA DEL AYUNTAMIENTO

¡NO AL TRANSPORTE ESCOLAR FORZADO!

¡RESISTAMOS!

¡BOICOT!

 

— Estamos pidiendo que cada uno se ocupe de cier­tas manzanas en concreto. Nos gustaría que tú… — Brian hurga en su baracuta hasta sacar una lista y desliza el dedo por ella —. Sí, nos gustaría que cubrieras Mercer entre la Octava y Dorchester y entre Telegraph y el par­que, y luego las casas que rodean el parque.

— Eso son muchas puertas.

— Es por la causa, Mary Pat.

Cada vez que la pandilla de Butler acude a pedir algo, lo que está ofreciendo en realidad es protección, aunque nunca lo digan abiertamente. Siempre lo disfra­zan de algún motivo noble: el ira, los niños hambrientos de donde coño sea, las familias de los veteranos de gue­rra, y hasta es posible que parte del dinero vaya a parar a eso. Pero la causa contra el transporte escolar forzado, al menos hasta el momento, parece totalmente legítima: una causa de verdad, aunque sólo sea porque no han pedido ni un céntimo a los residentes de Commonwealth, sólo ayuda con los preparativos.

— Ayudaré encantada; te estaba tocando las pelotas.

Brian mira al cielo y suspira.

— Eso es lo que hacen absolutamente todos por aquí: acabaré convertido en un eunuco. — Saluda con una gorra imaginaria antes de volver a salir al pasillo ver­de —. Me alegro de verte, Mary Pat. Espero que te den pronto la luz.

— Un momento, Brian.

Él se vuelve para mirarla.

—¿Qué pasará después de la manifestación? ¿Qué pasará si… no sé, si no cambia nada?

Él levanta las manos.

— Pues ya veremos, supongo…

«¿Por qué no le pegáis un tiro al juez y zanjáis de una vez el asunto?», piensa ella. «Sois la maldita banda de Butler, os pagamos a cambio de “protección”. Proteged­nos, pues; proteged a nuestros hijos, detened todo esto.»

— Gracias, Brian — le dice en cambio —. Recuerdos a Donna.

— Se los daré. — Vuelve a saludar con la gorra ima­ginaria —. Recuerdos a Kenny. — La cara tersa se le congela por un instante: probablemente acaba de recor­dar el último cotilleo del vecindario. La mira con ojos de cervatillo —. Quiero decir…

— Se los daré — lo interrumpe ella sacándolo del apuro.

Él le sonríe incómodo y se va.

Ella cierra la puerta y, cuando vuelve a la cocina, ve a su hija sentada a la mesa fumándose uno de sus ciga­rrillos.

— Se ha ido la puta luz.

— Querrás decir «buenos días» — replica Mary Pat.

— Buenos días. — Jules le lanza una sonrisa radiante como el sol y fría como la luna al mismo tiempo —. Ne­cesito ducharme, mamá.

— Pues dúchate.

— El agua estará helada.

— Estamos a treinta y dos grados.

Mary Pat coge su paquete de Slims de debajo del codo de su hija, que pone los ojos en blanco, da una calada y dirige el humo hacia el techo en una larga exhalación.

————————

Autor: Dennis Lehane. Título: Golpe de gracia. Traducción: Aurora Echevarría. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros.

5/5 (2 Puntuaciones. Valora este artículo, por favor)
Notificar por email
Notificar de
guest

0 Comentarios
Feedbacks en línea
Ver todos los comentarios