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Historia de una verdad (o de una mentira)

Historia de una verdad (o de una mentira)

Empecé a escribir este libro con el título La droga de la verdad, porque lo que quería era contar la “historia de una verdad”, algo que había sucedido, aunque no exactamente de la manera como acabó siendo una vez contada por el periodista y narrador de esta novela. Digo la “historia de una verdad” y no un “hecho verdadero”. Es decir, cómo un suceso va cambiando desde que se produce hasta que llega a nuestros oídos y lo leemos una vez narrado. Eso estuvo en el principio, digamos que en el ambiente, como una nebulosa.

Todavía no circulaban palabras como “posverdad”, ni mucho menos “fake”, pero había indicios de que la mentira empezaba a utilizarse muy eficazmente, aunque envuelta en emotivos mensajes, que estos días hemos oído con desinhibida jactancia. Expertos en comunicación política nos han dicho que, lanzado el dicterio —con la intención de imponer una determinada idea—, primero sentimos y luego pensamos. Lo ideal es que nunca se dé el paso de pensar. Es decir, se imponía una verdad moral por encima de la verdad fáctica de los hechos.

"Pronto se descubrió que era una historia falsa, pero no del todo. Digamos que había partes de verdad que servían para ocultar las mentiras"

Pero, insisto, eso era algo que estaba en el ambiente, cuando yo lo que quería era contar la historia de un periodista que había publicado la vida de un músico callejero que le contó que había sido víctima del Gulag, los terribles campos de trabajo bajo el comunismo soviético, al que había sobrevivido. Era una buena historia, cómo no. Ese tal Gregori Makarov había existido, efectivamente tocaba en el metro como único recurso para sobrevivir, aun habiendo sido un virtuoso pianista cuya carrera quedó truncada “por amor”. Siendo niño, tocó el acordeón —o el bayán, no sé— ante Stalin en el Kremlin, en agradecimiento a que su padre había muerto en la batalla de Stalingrado, y luego él, enloquecido por el amor de una mujer, Katia Kondrátiev, acaba en Kolymá, el lugar más lejano de Siberia, del que era difícil salir con vida, o por lo menos con los dedos oxidados como clavos. ¿Quién no podía quedar subyugado por esa historia, sobre todo un periodista que, al final de su carrera, o cuando parecía terminada, encuentra este regalo que le resarcirá del anonimato de una redacción?

Pero pronto se descubrió que era una historia falsa, pero no del todo. Digamos que había partes de verdad que servían para ocultar las mentiras. “Después de todo, estamos más familiarizados con la mentira que con la verdad, incluso creemos que la mentira es lo contrario de la verdad, aunque no siempre es así”, dice en un momento nuestro periodista, cuando ante la humillación de ser despedido del periódico emprende una  investigación —que nadie piense que es “periodismo de investigación”: sólo es obsesión— para saber quién era realmente Gregori Makarov.

Katharine Viner, editora jefe de The Guardian, habia escrito en julio de 2016 un artículo en el que anunciaba lo que vendría luego, que la mentira, dicha desde el corazón, tenía tanto valor como la verdad no dicha pero sucedida: «Cuando un hecho empieza a parecerse a lo que uno siente, es muy difícil diferenciar entre los hechos que son verdad y los hechos que no lo son». Para entonces, yo estaba ya escribiendo El músico del Gulag, intentando salvar el honor de un periodista que había contado una historia falsa, aunque no del todo. Fue engañado, lo que no eximía de nada. Se enfrentaba a una sociedad que le exigía decir la verdad, toda la verdad, aunque fuese incapaz escuchar la música dolorosa de ese hombre, Gregori Makarov.

"Puestos a saber la verdad, pese a quien pese, está el amital de sodio o Droga de la Verdad"

Puestos a saber la verdad, pese a quien pese, está el amital de sodio, o Droga de la Verdad, sustancia que se aplicaba para saber cosas que no se podían decir o debían esconderse. Descubrí un documental de John Huston, Let There Be Light, realizado en 1946. Fue rodado en el Hospital Militar Mason, en Long Island, Nueva York, y narrado por su propio padre, Walter Huston. Cuenta la historia de los soldados traumatizados llegados del frente en la Segunda Guerra Mundial y que recibieron tratamiento con amital de sodio y otras terapias de sugestión, como la hipnosis, para contar qué les había pasado. «¡Oh! ¡Puedo hablar!», dice uno de ellos, al fin. Y habla, o balbucea, sin que sepamos cuál era esa verdad que no podía decir.

Al final, entre parodias filosóficas —epistemología de serie B— sobre la verdad y la mentira y la búsqueda de la identidad de un tal Gregori Makarov, todo quedó en la historia de un hombre que había perdido su lugar en el mundo.

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Autor: Manuel Calderón. Título: El músico del Gulag. Editorial: Editorial Berenice. Venta: Todostuslibros y Amazon

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