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Ignacio Peyró escribe en el siglo XVII

Ignacio Peyró escribe en el siglo XVII

Compra un móvil de 20 euros, de esos “de terrorista”. Al número solo tienen acceso su madre y su secretaria. Para encerrarse a escribir, se enclaustra en su casa de Londres: un ambiente con aroma del siglo XVII. Ese es un momento de inmenso placer para el madrileño/British Ignacio Peyró, capitán del Instituto Cervantes londinense, y autor de libros en Asteroide y Fórcola que le han causado muchas más alegrías de las previstas.

Porque lo que le llegue de sus obras ya es un regalo. Escribir lo considera un “hobby caro”, una suerte de vicio, de pasión irrefrenable por contar su mundo, que es este, pero también es el de Ovidio, San Juan de la Cruz o Winston Churchill. “Pero, ¿y qué es escribir, sino un modo de amar la vida?”, se pregunta en Ya sentarás cabeza: Cuando fuimos periodistas (2006-2011), la primera parte de sus jugosísimos diarios.

"Es un lector caprichoso. Antes era más bulímico. En su adolescencia y primera juventud devoraba poesía a diario"

Peyró es ceremonioso en las formas. De manera habitual utiliza la expresión “muchas gracias” y lo dice casi susurrando, con cierta seriedad y con sus anteojos redondos mirando al sur. Un gesto de timidez que asoma con frecuencia. Resulta generoso en el trato, dedica mucho tiempo a atender llamadas, correos electrónicos y WhatsApp. Asiste a recepciones en embajadas del antiguo Imperio británico, se reúne de manera constante, mima la Biblioteca (mucho más la del trabajo que la suya) y lee y escribe sin parar. Tenía barba hasta hace poco menos de un año. Se la quitó por una petición especial. Ahora, su recortado bigote no desentonaría en la primera temporada de Downtown Abbey.

Es un lector caprichoso. Antes era más bulímico. En su adolescencia y primera juventud devoraba poesía a diario. Ahora selecciona los textos un poco más y si algo no le gusta, lo deja abandonado, aunque le concede un plácet más allá de las 30 páginas. Le fascina la Historia. Con los años le parece el género de la sabiduría por excelencia.

"Los fines de semana se levanta una hora u hora y media más tarde de las habituales 6,30 o 7 de la mañana"

“Su gran obra” no es Pompa o circunstancia, su libro inaugural, un monumento de 1.000 páginas; tampoco es el ya citado aquí Ya sentarás cabeza que lleva el subtítulo de Cuando fuimos periodistas (2006-2011); ni siquiera el nutritivo Comimos y bebimos o el estimulante Un aire inglés: Ensayos hispano-británicos, que acaba de publicar.

Su “gran obra” llegó en la pandemia cuando compró algunos cuadros y muebles para sentirse más confortable en su dacha británica, a 25 minutos andando del trabajo. Echa de menos que no tenga un balcón y pensó vivir en una casa con jardín, en las afueras, pero no veía práctico pasar tanto tiempo en transporte público. Tampoco resultaba económico contratar a un jardinero.

—¿Cómo quiere el café?

—Solo. Muchas gracias.

Para escribir concentrado se aparta del móvil. A veces le entra un aviso de correo o mensaje y prefiere no mirarlo. Los fines de semana se levanta una hora u hora y media más tarde de las habituales 6,30 o 7 de la mañana. Antes de irse de casa, la deja en perfecto estado de revista.

Si está volcado en un libro puede escribir todo el día y descansar solo para almorzar, algo más agradable que el sándwich de take away que se suele tomar a diario delante del ordenador de su despacho. Puede escribir muy rápido, pero le gusta escuchar el suave y lento tecleado del ordenador —no utiliza PC, sino Mac—. Un puro disfrute.

—¡Caballero, el Gordo de Navidad!

A sus 41 años, el Peyró de la mediana edad es distinto al de hace una década y no digamos al de hace 20 años. Antes solo le interesaban los libros. Leer y escribir. Ahora también le atraen los viajes, los vinos, y experimentar ciertas bellezas del mundo que ya sabe que en algún momento se esfumarán en un vanidoso recuerdo.

"¿Lo más importante en la escritura es tachar? No. Para Peyró la clave no es acortar páginas sin ton ni son"

Fue un joven con hechuras de diplomático victoriano, verbo preciso y memoria de catedrático, de fino humor y retranca. El escritor de referencia de los discursos de Mariano Rajoy en Moncloa, el ex jefe de Cultura de La Gaceta al que le robaban los más preciados libros —no olvida uno de Venecia y otro de Trieste que tenía medio oculto, entre una cordillera de otros ejemplares sin tanto relumbrón emocional— algún compañero de redacción de gustos exquisitos.

Sí, Peyró fue un joven un tanto intransigente. Fuera de las palabras, no había nada. Quería especializarse en la escritura, tradujo, y llegó el veneno del periodismo, que no ha sido capaz de abandonar. Ya ha aprendido a poder disfrutar de otras cosas al margen del proceso creativo en sí, de tener largas horas por delante para concentrarse en el ordenador, perpetrar un artículo, una tribuna, corregir galeradas, mirar la actualidad y suscribirse a medios… o darse de baja si ve que no tiene tiempo de leerlos.

También de estar pendiente de las redes sociales, como esas imágenes de una España costumbrista, de anuncios que le hacen gracia y que atraen corazones en Instagram. O la fotografía de unas espléndidas naranjas, el campo de Extremadura, refugio familiar durante años, o una vista al Mediterráneo sureño mientras pide consejo al tuitero gastronómico sobre qué sitios hay buenos para comer y disfrutar de materia prima de calidad al calor de una sobremesa de amistad.

—Aquí está su zumo de naranja.

—Muy amable. Muchas gracias.

Su estilo, devoto de las frases elaboradas y las subordinadas que envuelven, ya está abandonando una cierta exuberancia estilística de sus primeros años como escritor. Pero no es partidario de poner puertas al lenguaje, ni a sus oportunidades de expresión. El barroquismo extremo de Gabriel Miró podría ser un espejo al que mirarse. “Él es un vino especial y el resto somos un vaso de agua no muy allá”.

¿Lo más importante en la escritura es tachar? No. Para Peyró la clave no es acortar páginas sin ton ni son, y si hay que decir muchas cosas, porque hace falta ese espacio y no se puede contar en menos texto, se dicen. Observa la literatura como una fiesta, y si no que se lo digan a Cervantes. “Podrían haberle dicho que escribiera un relato breve en vez del Quijote. Pues no. Su grandeza es lo que se sale del carro, de la norma”.

—¿Son buenos aquí los churros?

—No están nada mal.

Continuamente echa de menos los libros reunidos en su biblioteca personal. En Londres ha reunido unos pocos cientos. Hace ya muchos años que no cuenta los que tiene en su casa de Madrid. Necesita poner un poco de concierto, y siguiendo un estricto orden alfabético de autores. Antes la tenía ordenada por literaturas, pero hay una especie de injusticia: el autor de la letra A está arriba, en lo alto y no llega. Al final acaba leyendo a alguien más de la O.

"Peyró está abonado al silencio y no puede leer con música. Cuando envía algún texto jamás le da al Print de la impresora. No le gusta nada imprimir en papel nuevo"

Añora estar más cerca de una biblioteca personal, concentrada, de las que hay que habitar, de las que sabes dónde están cada uno de los libros, y sin orden puro. “También hay pequeñas excepciones o un cierto orden sentimental o afectivo. Si no estás ahí, pierdes la referencia y los libros empiezan a ser más ajenos a ti”.

Peyró está abonado al silencio y no puede leer con música. Cuando envía algún texto jamás le da al Print de la impresora. No le gusta nada imprimir en papel nuevo. Daniel Capó, Juan Claudio Ramón y Andrés Rojo forman el tridente de confianza que lee las páginas que el escritor envía para un artículo o libro. Son amigos cercanos y excelentes lectores a los que recurre el autor de Un aire inglés para confirmar que lo elaborado tiene la calidad suficiente.

—Por favor, la cuenta cuando pueda. Muchas gracias.

En el vuelo de Madrid a Londres, como en tantos viajes, volverá a leer a autores de diversas familias literarias. Baroja y Le Carré. Luis Alberto de Cuenca y Paul Morand. Está deseando que llegue otro viernes por la noche, cenar y salir un rato por la City of Westminster. Y, sobre todo, que llegue el sábado y pasar un fin de semana encerrado, solo, como el café que toma, y escribiendo en el siglo XVII.

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