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Isabel Pisano, estigmatizada y muerta en el olvido

Isabel Pisano, estigmatizada y muerta en el olvido

La muerte ha querido solapar el reciente óbito de dos actrices de Bigas Luna. Unas horas después del fallecimiento, el pasado 25 de agosto, de Verónica Echegui, protagonista de Yo soy la Juani (2006), ya el 26 llegaba la hora postrera de Isabel Pisano, que lo fue de Bilbao (1978). Una y otra simbolizan dos momentos en la obra de uno de los cineastas fundamentales de la pantalla finisecular española. Tanto es así que la imagen de cada una de ellas, respectivamente, podría ilustrar los epígrafes de un artículo que nos hablase del alfa y la omega de su cine.

Pisano incorporó a la prostituta que daba título a su primera cinta, cuando Bigas era un cineasta deliberadamente underground y marginal, tanto como Iván Zulueta y el Almodóvar de entonces. De hecho, los tres integraban la terna rectora de la marginalidad de la pantalla autóctona de finales de los 70 y comienzos de los 80. Echegui fue la poligonera del Bigas último, un cineasta de grandes audiencias. En un principio, considerando el lugar que ocupan cada una de ellas en la filmografía del mismo realizador, desde un punto de vista ecuánime, ambas actrices hubieran merecido, por parte de las alturas que tan arbitrariamente rigen la cultura española, un reconocimiento semejante en el adiós.

"Isabel Pisano era una persona muy controvertida, con la que nadie parecía simpatizar a excepción de Bigas Luna, con quien trabó una sincera amistad cuando colaboraron"

Ahora bien —y sin que, por supuesto, lo que vengo a decir signifique menoscabo alguno ni de los méritos de Echegui ni de los reconocimientos de los que ha sido objeto, tantos que sus allegados han tenido que pedir que se respetase su intimidad durante el duelo—, justo es reconocer que para Isabel Pisano no habido más que indiferencia por parte de esas plañideras oficiales de las alturas, a las que les ha faltado elocuencia para llorar a Echegui, hasta el punto de que han tenido que recurrir a la frase hecha y el sentimentalismo barato. Al cabo, esto viene a demostrarnos que, desde que el poder político contamina la cultura, vuelve a haber buenos y malos, benditos y malditos, exactamente igual que cuando en la Edad Media la Iglesia —una suerte de poder político de entonces— condenaba la lírica cortés porque alababa la hermosura física —que ahora maldicen las comadres de lo público y las apologetas de la estética supeditada a la ética— y trataba de amores profanos y, a su juicio, pecaminosos.

Bien es cierto que, con independencia de su faceta como actriz, que, finalizada hace más de cuarenta años, el cine español parece haber olvidado por completo, Isabel Pisano era una persona muy controvertida con la que nadie parecía simpatizar a excepción de Bigas Luna, con quien trabó una sincera amistad cuando colaboraron. De hecho, Pisano fue la autora de Sombras de Bigas: Luces de luna (2000), una biografía del cineasta publicada por la Fundación SGAE. Muerta en la clínica madrileña donde pasó sus últimos años aquejada del mal del Alzhéimer, una supuesta sobrina —mientras se preguntaba por las joyas de la finada—, ha declarado que fue ingresada en el centro donde habría de hallar su último lecho sin el consentimiento de la familia. El Alzhéimer es cruel porque reserva a quienes lo padecen ese olvido que quienes maldicen a aquellos —y aquellas— que culturalmente no les complacen reservan como colofón al estigma que imponen. Se garantizan así, como se busca en los países socialistas, que ni la memoria guarde al disidente. Y sin embargo, en el final de Isabel Pisano, quien se olvidó de sí misma en el ocaso, hubo algo aún más triste, algo muy semejante a lo de aquellos periodistas que, temerosos de las leyes franquistas, se autocensuraban las piezas para evitar así las posibles sanciones administrativas o el cierre de sus medios por las autoridades.

"Nacida en Montevideo en 1944, la finada sin recuerdo de las alturas se inició en el cine ya en España, de la mano del argentino Hugo Fregonese en Pampa salvaje"

Puede que el estigma empezase a obrar en ella en 1977, tras la muerte de su marido, el compositor y arreglista Waldo de los Ríos —personaje muy querido por el Respetable—, en extrañas circunstancias. Aunque finalmente aquel deceso resultó ser un suicidio, algunas intimidades de la pareja, que salvo de ellos no eran asunto de nadie, hicieron que no pocos lenguaraces diesen por sentado meras insidias y difamaciones. Hasta de prácticas esotéricas hablaron entonces aquellos mendaces.

Muchos años después, en algunas de las entrevistas recogidas por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega en Waldo (2024), un documental sobre el malogrado músico, su viuda recordaba que, cuando descubrió su cadáver, descubrió también que “la materia gris del cerebro es efectivamente gris”. Su marido, al que todos querían tanto por su contribución a la democratización de la música clásica —léase sinfónica— en los primeros años 70 con sus versiones de Beethoven y Mozart, para la Isabel Pisano que aún recordaba las cosas acabó siendo una presencia constante en su memoria. Para exorcizarla —o conjurarla, quién sabe— escribió uno de sus libros más polémicos: El amado fantasma (Plaza & Janés, 2002).

"Aún corría el año 74 cuando el mismísimo Federico Fellini incluyó a la actriz en el reparto de Casanova, la ensoñación que el maestro de Rimini dedicó al legendario amante veneciano"

Nacida en Montevideo en 1944, la finada sin recuerdo de las alturas se inició en el cine ya en España, de la mano del argentino Hugo Fregonese en Pampa salvaje (1965), una de aquellas producciones que Samuel Bronston, ya en el final de su actividad española, delegaba en Jaime Prades. Fue en aquel rodaje precisamente donde la joven Pisano, además de coincidir con Robert Taylor —el protagonista—, Jorge Rigaud —el san Valentín de Fernando Palacios, al que el destino también reservaba un final trágico— y mi admiradísima Rosenda Monteros, conoció a Waldo de los Ríos. Convertidos en pareja sin estar casados —lo que en la España franquista estaba tan mal visto que no se decía— vinieron años muy difíciles. Quienes los conocieron entonces hablan de sórdidas pensiones en las que pasaron la miseria de los tiempos difíciles. Hasta que De los Ríos adaptó la Novena de Beethoven y las cosas dejaron de venirles mal dadas.

La suerte había empezado a serles favorable cuando, en 1974, Leopoldo Torre Nilsson —referencia obligada en la historia del cine argentino— les reclamó en Buenos Aires para su adaptación de Boquitas pintadas, la celebrada novela de Manuel Puig. De los Ríos escribió el score; Pisano recreó a Celia Etchepare. Aún corría el año 74 cuando el mismísimo Federico Fellini incluyó a la actriz en el reparto de Casanova, la ensoñación que el maestro de Rimini dedicó al legendario amante veneciano.

Pero el gran personaje de Pisano fue Bilbao, la prostituta de la cinta homónima. Ambientada en la Barcelona patibularia, en sus secuencias Bigas se descubrió como todo un esteta del underground y su actriz como una de las mejores intérpretes, y de las más veraces, que ha tenido la prostitución callejera en la pantalla española. Feliz en su miseria —o algo parecido—, Bilbao se gana la vida haciendo trabajitos en las calles de la capital catalana hasta que un miserable al que ha dejado loco, literalmente, tras practicarle una felación se cruza en su camino. Ya demente, Leo, el psicópata al que Bilbao ha enamorado, resuelve secuestrarla para disfrutar de ella a su antojo.

"Realizando uno de sus reportajes internacionales, conoció a Yasir Arafat y, según confesó en su libro Yasir Arafat: La pasión de un líder, tuvo un romance con él que se prolongó durante un año"

Ni que decir tiene que una cinta con semejantes planteamientos nunca hubiera encontrado distribución comercial, de no ser porque Marco Ferreri la descubrió en un pase de Cannes y decidió apadrinarla y distribuirla en Italia. Aun así, la carrera como actriz de Isabel Pisano nunca acabó de despegar. Tras Corridas de alegría (Gonzalo García-Pelayo, 1982), su última película, la ya antigua actriz se dedicó a la literatura. Realizando uno de sus reportajes internacionales, conoció a Yasir Arafat y, según confesó en su libro Yasir Arafat: La pasión de un líder (2006), tuvo un romance con él que se prolongó durante un año.

Pero la mas polémica de sus publicaciones había llegado antes. En las páginas reunidas bajo el título de Yo, puta: Hablan las prostitutas (Plaza & Janés, 2001), recogía los testimonios de varias meretrices. Debió de ser entonces cuando se escuchó por primera vez a esas trabajadoras sexuales que, en contra de quienes quieren redimirlas de la prostitución, afirman que prefieren hacer la calle a fregar escaleras.

Debió de ser entonces, también, cuando, con las mismas que el Respetable la estigmatizó tras el suicidio de Waldo de los Ríos, maldijeron a Isabel Pisano desde esas alturas que quieren abolir a ultranza la prostitución, la hombría y seguir obviando que el bueno de Antonio Machado —casado con su Leonor Izquierdo cuando sólo era una niña de 15 años— era todo un pederasta —para las leyes de las abolicionistas de nuestros días— empero su republicanismo, sus múltiples Españas y su último llanto.

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