Hasta el más radical de los negacionistas del cambio climático seguro que ha tenido dudas sobre sus creencias este sofocante mes de junio. Ya no es que lo digan —y lo demuestren con datos— los científicos, ahora ya es aceptado con normalidad por gran parte de la sociedad. En cualquier corrillo de abuelos, bar de parroquianos y cola del pan escuchamos el axioma: “Este calor no lo había antes, la culpa es del cambio climático”. El siguiente paso sería preguntarnos por qué y cómo podemos solucionarlo; no verlo como un problema irremediable. También deberíamos hacer examen de conciencia y reconocer cuánto de lo que está pasando es culpa nuestra y de nuestra forma de vida. No se trata tanto de rasgarnos las vestiduras como de poder salvar el pellejo —y el de nuestros hijos y demás descendencia— modificando nuestros hábitos. Entre los que propugnan con mayor ímpetu ese cambio hay una brecha: los ecologistas centran sus propuestas en reducir el consumo y en el uso de energías más verdes; los animalistas tienen identificado al culpable del calentamiento de la Tierra: la ganadería. En plena fiebre de la proteína —la consumimos como si fuéramos a participar en el campeonato mundial de culturismo—, los antiespecistas proponen una transición hacia una alimentación más verde. Para mostrar las diferencias entre ecologistas y animalistas —también para tratar de unirlos—, promover un cambio de alimentación y denunciar lo que supone comer carne animal, Javier Morales ha escrito “un panfleto ecoanimalista”, La hamburguesa que devoró el mundo (Plaza y Valdés).
Hablamos con Javier Morales de la necesidad de reintroducir la vida salvaje, acerca de la incongruencia de comerse un bocata de jamón mientras visitamos los animalitos del zoo y sobre el estatus social que da comer carne.
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—¿Debe un ecologista comer carne animal?
—Ese es uno de los puntos clave del libro. Yo me considero ecologista y también defensor de la ética animal, antiespecista o animalista, lo podemos llamar de muchas maneras. Me llama profundamente la atención que dentro del movimiento ecologista —muy diverso y con muchas corrientes— se preste muy poca atención, aunque sólo fuera desde el punto de vista ambiental, al consumo de carne. Precisamente, hace unos días Rebelión científica apelaba a un cambio alimentario que redujera de forma drástica el consumo de productos animales; realizar una transición a una dieta basada en plantas. Para mí, matar a un animal sin necesidad no me parece ético, pero es que además ese consumo de carne es responsable del 20 % de las emisiones de CO2 y del 40 % de las de metano. Aunque fuera sólo por ese dato, el movimiento ecologista debería prestarle atención, igual que sí hace con otros sectores contaminantes, como el transporte.
—A menudo se confunden ecologismo y animalismo. ¿Cuáles son las principales diferencias entre ambos?
—Yo no creo que sean sinónimos.
—Pero los usamos como tales por error. O al menos se solapan los dos términos.
—Puede que de forma corriente se haga un uso equivocado de los términos. El ecologismo hace mucho hincapié en la defensa de los ecosistemas y de la diversidad desde el punto de vista del hábitat. Por ejemplo, si en el monte del Pardo un ecologista entiende que hay una población excesiva de jabalíes, puede llegar a apoyar su caza para regular esa población. Hay otros que piensan que la solución es introducir depredadores del jabalí en ese entorno. Sin embargo, el animalismo pone más énfasis en el individuo, y da igual que sea salvaje o no: un jabalí, un cordero o una vaca. En ocasiones, ambas cosas están en conflicto. Pongo un ejemplo: en Madrid hubo una alerta porque el ayuntamiento y algunas organizaciones ecologistas consideraron que había demasiadas cotorras argentinas, que atacaban a los nidos de los gorriones. La solución fue empezar a abatir cotorras con escopetas. Eso al mundo animalista le pareció una aberración. Primero, porque es mentira que las cotorras rivalicen con los gorriones, y segundo, porque son seres que sienten.
—¿Se puede llegar a un entendimiento entre los dos movimientos? ¿Puede haber un espacio ecoanimalista fuerte en los próximos años?
—En un periodo corto de tiempo no lo sé, pero es algo que propongo en el libro, porque las diferencias son menores de lo que pensamos. Es fundamental defender los ecosistemas, pero también a los animales que viven en ellos. En la última década se han dado puntos de encuentro en algunos temas como la tauromaquia y la caza deportiva, y también, últimamente, con las macrogranjas. En ese último tema hay ciertas matizaciones, como qué entendemos por macrogranja y a partir de cuántos animales hay que considerarlas así. El movimiento ecologista debe hacer un esfuerzo a nivel ideológico para evolucionar, porque sigue prevaleciendo en él una visión antropocéntrica. Los ecologistas deben llegar a una visión antiespecista y ecocéntrica. Por otro lado, el movimiento animalista —que también es muy variado— debería hacer su esfuerzo. En el libro digo que no comer animales es imprescindible, pero esto no es suficiente. No sirve nada que no comas carne si estás consumiendo aguacates que vienen de México, porque estás contribuyendo al cambio climático, y eso tiene una influencia negativa en el planeta, en los animales y en nosotros mismos.
—Vuelvo sobre esos casos en los que hay un número excesivo de jabalíes o de cotorras. ¿Cómo se soluciona un desequilibrio de ese tipo desde una concepción animalista?
—No lo digo como crítica, pero lo que comentas de “excesivo” depende, porque ese calificativo lo ponemos los humanos, no los ecosistemas. Lo que deberíamos preguntarnos es por qué hay cotorras argentinas en España. ¿Quién está detrás de esa situación? Obviamente, los humanos y el tráfico de especies. Este tipo de problemas no viene por los animales, sino por la actuación de los humanos. Por otro lado, aunque los ultraderechistas estarían contentos con la frase, no decimos “aquí hay un exceso de hispanoamericanos”. ¿Por qué trasladamos lo del excesivo número al mundo animal? Las cotorras argentinas no son responsables de haber venido a España y de estar en los parques. No podemos hablar de un exceso. En el caso de los jabalíes ocurre lo mismo. Hemos eliminado a los depredadores; se ha vuelto a permitir la caza del lobo. La única forma de regularlo es introducir la vida salvaje, incluso en las ciudades. En ningún caso la solución puede venir de la escopeta, de la escopeta nacional. Aunque no soy un experto en ese campo —no soy biólogo— también hay soluciones anticonceptivas. Apuesto por el reequilibrio de la naturaleza con la reintroducción de la fauna salvaje.
—¿Qué tipo de fauna salvaje?
—El lobo. En España siempre ha habido lobos. A la mayoría nos suena Félix Rodríguez de la Fuente, que fue un pionero en su defensa. El lobo es fundamental para regular la población de conejos. Los agricultores se quejan de que hay muchos conejos, pero es que hemos acabado con las águilas reales y los lobos.
—Ya en las primeras páginas cita a Safran Foer. Pocos libros han tenido en el siglo XXI la influencia de Comer animales.
—Mucha influencia. El primer libro que escribí de esta temática, El día que dejé de comer animales, estuvo motivado en parte por ese libro de Safran Foer. El escritor norteamericano se centraba en su obra, sobre todo, en los animales de granja. Coincido con él al señalar ese eufemismo, porque no son granjas, sino campos de concentración para animales. Si ves las imágenes de esos lugares que hay en internet, no piensas en ese sitio como una granja. Ese libro me influyó mucho, me llevó a repensar mi relación con los animales y, en concreto, con los que nos llevamos a la mesa.
—El libro de Safran Foer relata las condiciones de las granjas en Norteamérica, que son distintas a las que hay en la Unión Europea.
—Eso podía ser diferente hace cincuenta años, ahora mismo los medios de producción son parecidos. El porcentaje de la ganadería extensiva —con la que tampoco estoy de acuerdo— es insignificante. España es el país europeo que más antibióticos consume para su ganadería. Cataluña tiene una población de cerdos de ocho millones, casi el mismo número que hay de personas. Para alimentar a todos esos animales de las macrogranjas necesitan mucha agua y, además, se produce mucha contaminación. Hay una gran filtración de purines en los ríos. En Galicia, por ejemplo, se ha producido una grave contaminación en la zona de As Conchas. Es un gran impacto para los seres humanos y para el resto de las especies.
—Me refería a la diferencia del uso de antibióticos para la ganadería en Estados Unidos y en Europa.
—Sí que hay antibióticos en la cadena. Y España es el que más consume. Para conseguir el crecimiento rápido de pollos y cerdos creen que necesitan usar antibióticos. Y utilizan todo tipo de sustancias para conseguir que un pollo consiga en tres meses el crecimiento para el que le harían falta dos años. También usan antibióticos en las piscifactorías, porque es la única forma que tienen de lograr una cierta salubridad pensando en los humanos, no en los animales que crían allí. Cada vez nos parecemos más a Estados Unidos, porque se han construido más macrogranjas en las zonas rurales, donde no hay una gran capacidad de protesta. Los modelos se parecen cada vez más.
—Nos vamos de paseo por un barrio del centro de Madrid, lleno de hamburgueserías. Unos huelen a carne sabrosa; usted, según cuenta en su libro, a muerte. Usted lo define como el olor de la disonancia cognitiva.
—La disonancia cognitiva es un concepto que explica cómo no queremos ver la realidad y miramos a otro lado. Esto ocurrió con lo que pasaba en los campos de concentración. Muchos alemanes lo conocían, pero preferían no saberlo. Volviendo a lo anterior, centrándonos en España, hay estudios que indican que es un país con una gran sensibilidad medioambiental y animal. Hay mucha gente en contra del sufrimiento animal, pero luego entra en un supermercado y compra una bandeja de poliespán con un filete de ternera; un bebé que han arrebatado a su madre, una vaca. Eso es la disonancia cognitiva. Se trata de una herramienta de defensa ante el dolor que nos causaría ver cómo es un matadero.
—Otro ejemplo de contradicciones que cuenta en su libro: llevar a tu hijo a ver los patos en el estanque mientras te comes con él un sándwich de pavo.
—Claro. Cuando somos pequeños —y eso lo usa mucho Disney— no nos consideramos superiores a los animales. Luego, según vamos creciendo, las diferencias se van agrandando. Y al hacernos mayores, consideramos que los animales están a nuestro servicio. Si la gente supiera o quisiera saber, actuaría en consecuencia.
—Explica en su obra la relación que hay entre tener más dinero y consumir más proteína animal.
—Hay que mirar todo de forma global. Por ejemplo, China ahora es el mayor productor de carne de cerdo. Tienen macrogranjas en altura, con torres donde hay miles y miles de cerdos encerrados. Se ha producido una paradoja. En Europa, aunque seguimos consumiendo mucha carne, hay cada vez más sensibilidad sobre el trato a los animales. Por otro lado, en todos los países que están teniendo un fuerte desarrollo económico se ve el consumo de carne como un signo de estatus social. Esto pasó también en España. ¿Quién comía carne en la posguerra? Nadie, sólo unos pocos. Eso es algo que está pasando también en la India, donde hay un gran número de población vegetariana y se está produciendo un aumento de las personas que comen carne. La carne tiene un gran poder cultural y su consumo se ve como un aumento del poder adquisitivo del individuo. Enganchados a la carne (Plaza y Valdés), de Marta Zaraska, analiza muy bien este tema. Además de ese estatus que da, la carne también tiene un poder adictivo y también está muy asociada a la parte masculina.
—En relación a lo anterior, menciona que si el resto de naciones del mundo fueran como Nueva Zelanda —un país que es un gran consumidor de carne de cordero y ternera—, necesitaríamos otro planeta del tamaño de la tierra para sobrevivir.
—Totalmente. Ese dato lo obtengo de un activista y zoólogo británico llamado George Monbiot, concretamente de su libro Regénesis (Capitán Swing). En esa obra critica la alternativa a la producción de carne que algunos proponen: la ganadería extensiva. Esa ganadería necesita muchos territorios. ¿Cuántos planetas necesitaríamos para alimentar con ganadería extensiva a los ocho mil millones de personas que viven en el mundo? Es inviable. La ganadería intensiva no puede ser sustituida por una ganadería extensiva si queremos tener un mundo igualitario y equitativo. Ahora, si queremos que sólo coman carne Elon Musk y cuatro más con alto poder adquisitivo, entonces sí que es una opción.
—Los Estados Unidos alcanzan su déficit ecológico —el momento en el cual se agotan los recursos que nuestro planeta es capaz de regenerar durante el año— muy pronto, en marzo.
—Sí. Este es un hecho muy importante. Nadie queremos tener la misma responsabilidad ante lo que ocurre. Como dices, los Estados Unidos alcanzan su déficit ecológico en marzo; la media mundial se produce en agosto, y hay países, como Cuba, que lo sobrepasan en diciembre. Además, hay que señalar que en los Estados Unidos un 10 % de la población es responsable de casi todas las emisiones. Dentro del ecologismo que a mí me interesa, el que es social. Debe haber una transición que sea justa a nivel social. Hay que preservar el hábitat para que vivamos todos, no sólo unos cuantos.
—Hay otro concepto potente en La hamburguesa que devoró el mundo: “Estamos sustituyendo a los animales salvajes por ganados”. ¿Cuáles van a ser las consecuencias?
—La mayoría de los mamíferos que habitan la Tierra pertenecen a la ganadería. El dato de vida salvaje es mínimo. Los humanos hemos ido ocupando los espacios de la vida salvaje y poniendo a esos animales en peligro de extinción. Todo esto es consecuencia de un modelo económico hipercapitalista que considera que la Tierra es una gran fábrica para producir de forma ilimitada.
—¿Se llegará a prohibir el consumo de carne animal en un futuro cercano?
—No. Para nada. Creo que hay que hacer un gran cambio cultural y no tanto pensar en prohibir. Pensemos en tribus del Amazonas que comen carne y tienen una relación equilibrada con su entorno. Lo que está claro es que, si queremos que el cambio climático no nos acabe devorando, tenemos que dejar de comer animales. O por lo menos reducir ese consumo de forma drástica, como están diciendo los científicos. Lo deseable es una transición a una dieta basada en plantas. Si conseguimos eso, quiere decir que también habremos realizado otros logros y se habrá ralentizado el cambio climático.
Buenos días:
Muy espeso para mí.
No digo que no, pero la acumulación de asuntos me parece más un engrudo que una mezcla trabada y sustanciosa.
Para mí, insisto. No dudo de que el hombre sea un talento.
Me arrancaron las plumas de mi cola y no sabes lo que duele, para que tú pudieras tener tu plumero. Mis plumas fueron pintadas de varios colores, y tú como eres un mal nacido compraste varios para tu prole. Así podrás limpiar tus inmundicias elegantemente, aunque no creo que las de tu conciencia, si es que la tienes, como yo no podre quitarme las dolorosas cicatrices que me dejaron. Después me metieron un tubo por la garganta que llega hasta el hígado para llenarme de porquería, es un plato que se llama “Foile Grass”,un invento creado por algún sádico en el mundo de los sádicos. No sabes la desesperación y lo que duele, pero yo no puedo gritar con el hígado hinchado, me quede arrastrándome por el piso llorando de dolor, después me mataron con un choque eléctrico. Antes de que me mataran recordé los hermosos valles sobre los que volaba libremente con mi compañera de viaje. Recorríamos ciento de millas junto a las nubes, viendo hermosos campos y valles, y oliendo el olor de las flores. Me sentía libre y feliz, hasta que un ser inmundo que se arrastra como un gusano sobre la tierra, me bajo del cielo y me llevo al infierno, para provocarme un sufrimiento indescriptible. Mi tumba será un horno y después mi cadáver servirá para satisfacer la gula de un ser despreciable, de un monstruo de una crueldad infinita que ojalá no hubiera existido nunca.