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Juntos, de Vivek H. Murthy

Juntos, de Vivek H. Murthy, publicado por la editorial Crítica, es una reflexión sobre la importancia de la conexión humana. Su autor asegura que muchas enfermedades se producen o se agravan a causa de la soledad. Murthy será “médico de la nación” en la administración Biden y tendrá que lidiar con la pandemia en EEUU a partir de esta semana. Ya ocupó este cargo de Cirujano General con Obama.

Zenda publica el prefacio de Juntos, una de las claves sanitarias del momento.

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El 15 de diciembre de 2014 tomé posesión del cargo que en mi país, Estados Unidos, se designa con el nombre de «cirujano general»: la dirección del Cuerpo de Oficiales del Servicio de Salud Pública del gobierno federal. Fui el décimo noveno «médico de la nación», como se nos conoce popularmente. Desde tal posición, preveía que mi trabajo se centraría en cuestiones como la obesidad, las enfermedades relacionadas con el tabaco, la salud mental y la vacunación como instrumento preventivo. Así lo expuse ante el Senado, en la audiencia de evaluación de mi idoneidad, y abundan los datos que confirman la importancia de estas áreas. Pero el cargo de cirujano general, que supervisa a más de seis mil profesionales uniformados distribuidos por todo el gobierno federal con la misión de proteger, fomentar y mejorar la salud colectiva, va acompañado de grandes expectativas. Durante más de un siglo, los médicos que han ocupado esta posición han abordado crisis nacionales de salud que han ido de la fiebre amarilla y los estallidos de gripe a las consecuencias de los huracanes y tornados, o de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. En estas últimas décadas el «médico de la nación» se ha convertido asimismo en la voz más autorizada de Estados Unidos en cuestiones de salud pública tales como el consumo de tabaco y el VIH/SIDA. Tenía claro que mis esferas de atención prioritaria debían corresponderse con los temas que resultaban más apremiantes para las personas a las que servía.

Yo no crecí siendo objeto de la atención pública o hijo de la política. No, yo soy hijo de la medicina. Pasé buena parte de mi juventud en la consulta médica de mis padres, él se ocupaba de atender a los pacientes, y mi madre de todo lo demás. Tanto mi hermana como yo pasamos muchas tardes, al acabar las clases, ayudando con la burocracia, rellenando tablas, limpiando el consultorio y saludando a los pacientes cuando entraban o se marchaban. Allí encontré la inspiración para dedicarme a esta profesión. Veía llegar a aquellas mujeres y hombres con cara de angustia, pero salían con una expresión más pacífica y tranquila, con mis padres como artífices de la curación. Para mis padres, la clave de la medicina era la relación, y el mecanismo para formar esas conexiones era escuchar. Las compañías aseguradoras solían protestar porque dedicaban a los pacientes más de los quince minutos asignados, pero mis padres tenían claro que para escuchar de verdad hay que reunirse con cada persona allí donde sea que se encuentre, emocional y físicamente, e independientemente de lo que se tarde.

Esa era la clase de medicina que yo aspiraba a practicar. Esa era la clase de líder que yo quería ser. Y, por lo tanto, al ocupar el despacho de cirujano general, decidí que antes de establecer un programa y elaborar planes necesitaba escuchar. Esto suponía dedicar tiempo. Suponía asimismo presentarse donde los estadounidenses vivían. «Vayamos a hablar con la gente, a ver qué necesitan», le dije a mi nuevo equipo.

Pasamos varios meses recorriendo el país, para escuchar. Nos recibieron en comunidades de estados muy diversos, del Pacífico al Atlántico, del norte al sur, sin descuidar las regiones centrales. Nos reunimos con pequeños grupos y con grandes municipios, para escuchar a hombres y mujeres, padres, maestros, pastores, pequeños empresarios, filántropos, líderes de las comunidades.

(…)

Aparecía, de forma recurrente, otro tema. No era algo que se expusiera en primer lugar, de hecho, ni siquiera se lo identificaba como un problema de salud. Se trataba de la soledad, que se extendía como un velo oscuro en torno a muchas de las cuestiones más evidentes que se me planteaban, como las adicciones, la violencia, la angustia y la depresión. Los maestros y los administradores escolares, y también muchos padres, me transmitieron una preocupación creciente por el aislamiento de nuestros hijos; incluidos, quizá en especial, los que dedicaban mucho tiempo a las redes sociales y a las pantallas. La soledad también acrecentaba el dolor de aquellas familias cuyos seres queridos estaban batallando con la adicción a los opioides.

Una de las primeras veces que reconocí esta relación fue en una gélida mañana en la ciudad de Oklahoma. Hablaba con una pareja, Sam y Sheila, que habían perdido trágicamente a su hijo Jason, por una sobredosis de opioides. Nos encontramos en el centro de tratamiento local; había transcurrido más de un año desde su muerte, pero el dolor con el que ambos cargaban aún era visible en sus rostros agotados. Al poco de empezar a hablar de su hijo, no pudieron contener las lágrimas. Las heridas aún estaban abiertas. Perder a Jason había sido extraordinariamente doloroso. Pero lo que hacía aún más insoportable la pérdida era que, cuando más las necesitaban, las personas con las que habían contado durante años los abandonaron.

«Siempre que a nuestra familia le había pasado algo malo — decía Sheila —, nuestros vecinos venían a ayudarnos o expresarnos su apoyo. Pero cuando nuestro hijo murió, nadie vino. Pensaban que probablemente nos avergonzaría que hubiera muerto por una enfermedad que les parecía bochornosa. Nos sentimos tan solos…»

La soledad de Sam y Sheila distaba mucho de ser un caso único. En Phoenix, en Anchorage, en Baltimore, en muchas otras ciudades, numerosos hombres y mujeres me contaron que la parte más dura de su adicción al alcohol y a la droga era la profunda soledad que les aquejó cuando sintieron que su familia y amigos los habían dado por imposibles. Esta soledad, a su vez, no ayudaba en nada a que siguieran transitando por el camino del tratamiento y la recuperación. Solían insistir en que no era fácil enfrentarse a un desorden de abuso de sustancias. «Todo el mundo necesita algo de apoyo.»

En la ciudad de Flint, en Míchigan, imperaba una sensación muy similar, aunque por razones distintas. Estuve allí en el apogeo de la crisis del suministro de agua, cuando el abastecimiento quedó contaminado de plomo. Visité la casa de una pareja cuyas hijas habían sufrido una intoxicación grave. Además de sentirse mal por la idea de que no habían acertado a proteger a sus hijas, fueron pasando semanas sin que hubiera acuerdo sobre cómo arreglar el problema del suministro de agua de la ciudad, con lo que también se sintieron olvidados por el gobierno y el país. Era la soledad del abandono: la sensación de que los habían excluido, apartado, que la sociedad los ignoraba.

En algunos casos, la soledad favorecía los problemas de salud. En otros, era una consecuencia de la enfermedad y las penalidades que se estaban experimentando. No siempre era fácil diferenciar la causa y el efecto, pero no cabía duda de que la falta de conexión interpersonal que estamos experimentando hacía que aquellas vidas fueran más duras de lo que habrían debido ser.

Si aprendí mucho sobre la gran prevalencia de la soledad, también aprendí mucho sobre el poder curativo de la conexión humana. En Oklahoma, por ejemplo, conocí a un grupo de adolescentes, nativos americanos, que se sentían perdidos en su identidad y olvidados por el mundo exterior, por lo que desarrollaron el programa «Soy india, soy indio» para consolidar la sensación de cultura y pertenencia entre sus iguales y reducir el riesgo de las adicciones a la droga o el alcohol. Vi el poder de conexión en una red de apoyo integrada por padres neoyorquinos cuyos hijos estaban batallando con la adicción. Contar con una comunidad de madres y padres que comprendían de verdad qué situación estaban atravesando aquellas familias facilitaba afrontar las posibles recaídas o el sentimiento de culpa. En Birmingham, Alabama, donde se constata un aumento de la obesidad y las enfermedades crónicas, me encontré con una comunidad de personas que se reunían para correr, hablar y nadar juntos. De esta manera incluso las personas que se sentían demasiado avergonzadas y desanimadas para hacer ejercicio en solitario salían porque sus amigos también participaban. En la citada Flint, la conexión humana también formó parte de la solución cuando los miembros de la comunidad se organizaron para ir de puerta en puerta para educar a los barrios sobre el modo correcto de instalar filtros capaces de retener el plomo del abastecimiento de agua local.

En estos ejemplos, y tantos otros, pude ver el papel vital que las conexiones sociales pueden desempeñar cuando una persona, una familia o una comunidad se enfrentan a problemas difíciles. Mientras que la soledad engendra desesperanza y aún más aislamiento, formar parte de un grupo eleva el optimismo y la creatividad. Esa sensación de ser uno entre varios, y no uno en soledad, hace que la vida resulte más fuerte, más rica, más gozosa.

(…)

La ironía es que el antídoto de la soledad — la conexión humana — también es una condición universal. Mentalmente estamos programados para la conexión, como demostramos cada vez que nos agrupamos en torno de un propósito común o de una crisis. Un buen ejemplo podría ser la acción colectiva de los estudiantes del instituto de Parkland, en Florida, después de que el tiroteo que el centro sufrió en 2018 costara la vida a diecisiete personas. También podemos ver este instinto en la avalancha de ayuda y asistencia voluntaria que se produce en todo el mundo después de un gran terremoto, tornado o huracán.

Entre las demostraciones más dramáticas de la existencia de una comunidad a raíz de una tragedia figura la del 11 de septiembre de 2001. Cuando las torres gemelas del World Trade Center neoyorquino se derrumbaron, en aquella fatídica mañana, miles de personas de la zona baja de Manhattan huyeron hacia el sur con el deseo de escapar del infierno que se desataba tras ellos. Cuando llegaron al río Hudson y se dieron cuenta de que no tenían forma de cruzar al otro lado, muchos fueron presa del pánico. La Guardia Costera de Estados Unidos, consciente de que no estaba en su mano rescatar a tantas personas a tiempo, tomó una decisión sin precedentes: emitió por radio una petición de ayuda solicitando la presencia de barcos civiles.

La respuesta fue rápida. Decenas de embarcaciones atravesaron la densa nube de polvo y escombros y trasladaron a los pasajeros, sucios y aterrados, a un lugar seguro. En tan solo nueve horas, el servicio de evacuación del 11 de septiembre rescató a casi medio millón de personas. Fue el rescate naval más numeroso de la historia, más incluso que la evacuación de Dunkerque, durante la segunda guerra mundial.

Vincent Ardolino, capitán del Amberjack, contó que a su esposa le había parecido de locos que aquella mañana, después de oír la llamada de la Guardia, él quisiera llevar su barco hacia Manhattan. Pero Vincent sabía que él tenía que ir. Más adelante, reflexionando sobre esta decisión, afirmó: «Nunca hay que ir por la vida diciendo que debería haber hecho otra cosa».

Nuestros instintos comunitarios siguen vivos y en buen estado. Cuando compartimos un propósito común, cuando sentimos una urgencia común, cuando oímos una petición de ayuda que está en nuestra mano responder, la mayoría daremos un paso adelante y participaremos de una solución compartida.

Mi propio deseo de atender esta llamada ha perdurado más allá de mi cargo como cirujano general. Tampoco se han apagado las cuestiones que, repetidamente, suscitó la soledad en las conversaciones tanto con expertos como con personas de la calle. ¿Qué ha sido, exactamente, lo que ha provocado el desgaste de las relaciones en las comunidades, hasta llegar a niveles tan altos de soledad? ¿Qué otros aspectos de la salud y la sociedad deberíamos considerar? ¿Cómo podemos superar el estigma de la soledad y aceptar que todos somos vulnerables? ¿Cómo podemos alterar el equilibrio de nuestras vidas para que no las dirija el miedo, sino que las impulse el amor?

Estas son algunas de las preguntas que me movieron a emprender el viaje que ha supuesto escribir este libro. Surgieron muchas más mientras iba absorbiendo la investigación que está dando forma a la comprensión del papel crítico que desempeñan en la vida de todos nosotros tanto la soledad como la conexión. Más allá de los hechos y los datos están las personas con las que las lectoras y los lectores se encontrarán a lo largo de estas páginas: científicos, filósofos, médicos, innovadores culturales, activistas comunitarios y gentes de toda condición y procedencia, cuyas historias nos recuerdan una y otra vez que, en verdad, juntos estamos mejor.

La primera sección del libro se centra en las bases que apuntalan la soledad y la conexión social, es decir: las razones por las que la soledad ha evolucionado en una especie tan sumamente social como la humana, y las formas en las que distintos aspectos de la cultura pueden ayudar — u obstaculizar — el empeño por establecer lazos con otros y forjar un sentimiento de pertenencia a una comunidad. La segunda sección aborda el proceso de conexión que cada uno de nosotros individualmente debe seguir en su propia vida, empezando por la relación con uno mismo y, mirando ya hacia el exterior, también a través de la familia y los amigos, para en última instancia construir un mundo más conectado para las generaciones futuras. Tengo la esperanza de que las historias que le esperan en las páginas siguientes le permitirán profundizar en la conciencia de cuál es nuestro lugar en el universo social, y también le inspirarán y animarán a abrirse hacia quienes le rodean con una convicción renovada de que todos somos cruciales en las vidas de otros. Como se podrá ver, cuando reforzamos la conexión con otras personas, somos más sanos, más resilientes, más productivos, nuestra creatividad es más vibrante, nos realizamos más.

Al redactar este libro he comprendido que la conexión social destaca por ser una fuerza en gran medida olvidada y subestimada a la hora de abordar muchos de los problemas críticos con los que lidiamos, ya sea en persona o como sociedad. Superar la soledad y construir un futuro más conectado es una misión urgente que podemos y debemos emprender juntos.

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Autor: Vivek H. Murthy. Traductor: Gonzalo García. Título: Juntos. El poder de la conexión humana. Editorial: Crítica. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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