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Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin

Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin

Zenda publica unas páginas de Infancia berlinesa hacia mil novecientos (edit. Periférica), uno de los textos, junto a Calle de sentido único —publicado por la misma editorial—, más especiales de Walter Benjamin. Son textos que inauguran una nueva forma de hacer literatura y de pensar la estética. Infancia berlinesa hacia mil novecientos es un extraordinario manual de instrucciones de la infancia que logra extraer de los recuerdos y objetos en los que se detiene el fundamento de la imaginación infantil.

El desesperado suicidio de Walter Benjamin durante su huida de los nazis, en 1940 en Port Bou, se ha convertido en un símbolo que define la trágica historia del pensamiento en el convulso siglo XX. Su obra, afortunadamente asistemática e inagotable, condensa las reflexiones más lúcidas de nuestro tiempo sobre arte, política y literatura. Por eso, ochenta años después de su trágica muerte, su eco está más vivo que nunca.

***

Prólogo

En 1932, estando en el extranjero, comencé a vislumbrar claramente que pronto tendría que despedirme durante un tiempo, tal vez duradero, de la ciudad donde nací.

En mi interior había experimentado varias veces lo curativo que es el procedimiento de la vacuna y volví a acogerme a él en aquella circunstancia, evocando de forma deliberada las imágenes que, en el exilio, suelen despertar con más fuerza la nostalgia del hogar: las de la infancia. El sentimiento de añoranza no debía, en ese proceso, apoderarse del espíritu, del mismo modo en que la vacuna no debe adueñarse de un cuerpo sano. Procuré ponerle barrera asumiendo el carácter irrecuperable, no biográfico y fortuito, sino social y forzoso, de lo pretérito.

De ahí que los rasgos biográficos, que se perfilan más en la continuidad de la experiencia que en su profundidad, pasen por completo a un segundo plano en estos ensayos. Y con ellos, las fisonomías, tanto de mi familia como de mis compañeros. Por el contrario, he tratado de captar las imágenes en las que la experiencia de la gran ciudad se deposita en un niño de clase burguesa.

Tengo por posible que a imágenes de esa índole les esté reservado un destino propio. No les aguardan aún formas acuñadas, como aquéllas que, para el sentimiento de la naturaleza, se hallan desde hace siglos a disposición de los recuerdos de una infancia pasada en el campo. Por el contrario, las imágenes de mi niñez en la gran ciudad tal vez consigan prefigurar en su interior una posterior experiencia histórica. En tales imágenes al menos se observará, confío, lo mucho que aquél de quien aquí se habla renunció más tarde a la protección de la que había disfrutado en su infancia.

Logias

De manera semejante a esa madre que coloca al recién nacido en su pecho sin despertarlo, trata la vida durante largo tiempo el recuerdo aún tierno de la infancia. Nada fortaleció más íntimamente el mío que la contemplación de los patios, una de cuyas oscuras logias, siempre umbría en verano gracias a un toldo, fue la cuna donde la ciudad acomodó al nuevo vecino. Las cariátides que sostenían la galería del piso superior debieron de abandonar su lugar durante al menos un momento para entonar, junto a aquella cuna, una nana que contenía poco de lo que me depararía el futuro, pero que encerraba la fórmula gracias a la cual el aire de los patios siempre conservó para mí su efecto embriagador. Creo que un ingrediente de aquel aire flotaba todavía entre las viñas de Capri, donde había abrazado a mi amada; y es ese mismo aire en el que se elevan las imágenes y alegorías que dominan mi pensamiento como las cariátides de las logias de los patios del oeste berlinés.

El compás del tranvía y del sacudidor de alfombras me arrullaba. Era el cuenco donde se moldeaban mis sueños. Primero, los sueños informes, veteados tal vez por el chorro del agua o el olor de la leche; luego, los largamente hilados: sueños de viajes y de lluvias. Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños; y cuando, más adelante a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que en el patio todo se me antojaba una señal. Cuántos mensajes habitaban en el tableteo de las verdes venecianas al subirse, cuántas misivas de noticias infaustas dejé sagazmente sin abrir en el estrépito de las persianas que caían retumbantes a la hora del crepúsculo.

En el patio, lo que más a menudo ocupaba mi atención era un agujero en el pavimento donde se alzaba el árbol, alrededor del cual se encastraba un grueso anillo de hierro. Unos barrotes lo recorrían de tal modo que el anillo formaba una amplia verja sobre la tierra desnuda. Me parecía que no era en vano que estuviese ceñida de esa manera; a veces, meditaba largamente sobre lo que sucedía en aquel hoyo negro del que emergía el tronco. Andando el tiempo, mis cavilaciones abarcaron también las paradas de los coches de punto. En ellas los árboles tenían raíces similares, además de estar cercados. Los cocheros colgaban en las cercas sus esclavinas mientras, para dar de beber al rocín, llenaban el pilón en la acera con el chorro que se llevaría los restos de paja y avena. Aquellos lugares de espera, cuya paz rara vez interrumpían la llegada o la partida de algún vehículo, eran para mí provincias remotas de mi patio.

Unas cuerdas de tender la ropa corrían de pared a pared; la palmera tenía un aire desamparado por cuanto hacía tiempo que ya no se consideraba vernácula del continente oscuro, sino del salón vecino. Así lo imponía la ley de aquel lugar, en torno al cual antaño gravitaran los sueños de sus moradores. Antes de caer en el olvido, el arte había hecho algún intento de transfigurarlo. En sus dominios se colaba, ora un bronce, ora una lámpara colgante, ora un jarrón chino. Y si bien esas antigüedades en contadas ocasiones hacían honor al sitio, condecían con lo anticuado de sus galerías. El rojo pompeyano que en ancha franja discurría por su pared era el trasfondo de las horas que se remansaban en tan aislado paraje. El tiempo envejecía en aquellas dependencias saturadas de sombras que daban a los patios. Y por eso precisamente, cuando me la encontraba en nuestra logia, la mañana llevaba tanto tiempo siendo mañana que parecía más ella misma que en cualquier otra parte. Por eso nunca pude esperarla allí, pues siempre era ella quien me esperaba. Cuando por fin la detectaba en la galería, la mañana llevaba allí un buen rato, es más: en cierta manera, ya no estaba en boga.

Más adelante volví a descubrir los patios desde el terraplén de la vía férrea. Cuando en las bochornosas tardes estivales los miraba desde mi compartimento, el verano parecía haberse recluido en su interior y renegado del paisaje. Y los geranios que asomaban de las macetas con sus flores encarnadas se avenían menos con el estío que los colchones rojos que durante la mañana se tendían sobre las balaustradas. Nos servían de asientos en la logia unos muebles de jardín hechos de hierro y que parecían trenzados con ramas o recubiertos de caña. Los juntábamos cuando el círculo de lectura se reunía por la noche. Un cáliz con llamas verdes y rojas derramaba su luz de gas sobre los libros de Reclam. El último suspiro de Romeo divagaba por nuestro patio en busca del eco que el sepulcro de Julieta le tenía preparado.

Desde mi niñez, las logias han cambiado menos que las demás estancias. No sólo por eso me son cercanas. Lo son, más bien, por el consuelo que su inhabitabilidad dispensa a quien en verdad no consigue habitar ya en ninguna parte. En ellas tiene su límite la morada del berlinés. Es en ellas donde Berlín –el propio dios de la ciudad– comienza. Tan presente permanece en las galerías que nada efímero cobra fuerza a su lado. Bajo sus auspicios, lugar y tiempo se encuentran a sí mismos y mutuamente. Los dos acampan allí a sus pies. Y el niño, que alguna vez formó parte de esa alianza, se queda en su logia, rodeado de ese grupo, como en un mausoleo a él destinado desde hace tiempo.

Cosmorama imperial

Un gran atractivo de las estampas de viaje que uno hallaba en el cosmorama imperial consistía en que daba igual por dónde se comenzara la ronda. Siendo de forma circular la pantalla frente a la cual estaban dispuestos los asientos, cada cuadro pasaba por todas las estaciones, donde, a través de una doble mirilla, uno veía su lontananza de tenue tintura. Siempre se encontraba algún asiento libre. Es más, hacia el final de mi infancia, cuando la moda ya había dado la espalda a los cosmoramas, uno se acostumbraba a viajar en una sala medio desierta.

En el cosmorama imperial no había música, esa que hace los periplos cinematográficos algo enervantes. Había, eso sí, un efecto, minúsculo y en realidad perturbador, que, a mi entender, la superaba: un timbre que sonaba a escasos segundos de que la imagen desapareciera, de forma sincopada, para dar paso primero a un vacío y después a la siguiente imagen. Y cada vez que sonaba, las cosas se impregnaban del dolor de la despedida: las montañas desde su cumbre hasta el valle, las ciudades con sus cristales bruñidos, las estaciones ferroviarias con su azufrada humareda, las viñas hasta sus hojas más diminutas. Llegaba yo a convencerme de que era imposible apurar la majestuosidad de aquel paraje en una única sesión. Nacía entonces el propósito, nunca cumplido, de volver al día siguiente. Pero antes de decidirme, la estructura completa, de la que sólo me separaba un delgado tabique de madera, se sacudía y la imagen se tambaleaba en su pequeño marco para, al poco, escabullirse hacia la izquierda de mi mirada.

Las artes que allí sobrevivían se extinguieron con el siglo XX. En sus albores, los niños fueron su último público. Y es que a ellos los mundos lejanos no siempre les resultaban ajenos. Sucedía a veces que la añoranza que aquellos panoramas de viajes despertaban no llamaba hacia lo ignoto, sino que invitaba a regresar a casa. Así, una tarde, ante el panorama de la villa de Aix, quise persuadirme de haber jugado antaño en aquel adoquinado que custodian los viejos plátanos del cours Mirabeau.

Si llovía, no me detenía fuera, ante la lista de los cincuenta cuadros. Entraba y encontraba en los fiordos y los cocoteros la misma luz que por la noche, durante los deberes escolares, me iluminaba el pupitre, a no ser que una avería del alumbrado hiciera de repente que el paisaje perdiera su color. Yacía éste entonces taciturno bajo su cielo de cenizas; era como si apenas un rato antes, de haber estado yo más atento, hubiera podido oír el viento y las campanas.

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Autor: Walter Benjamin. Traductor: Richard Gross. Título: Infancia berlinesa hacia mil novecientos. Editorial: Periférica. Venta: Todos tus librosAmazonFnac y Casa del Libro.

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