El Dios del Algoritmo, o la casualidad, ha querido que la misma semana se estrenen, una en Netflix y otra en salas de cine, dos productos de audiovisual familiar que mezclan pasado y presente mudando formatos de consumo: la segunda parte de Miércoles y la nueva entrega de la saga Karate Kid. Resucitada por la serie Cobra Kai, que empezó en una plataforma fracasada y acabó resultando un emblema de la misma Netflix, la serie continuó con éxito la olvidada franquicia juvenil de los 80 mezclando las ansiedades de los casi cincuentones protagonistas originales con una nueva generación de jóvenes. Y esa es la misma fórmula de esta Karate Kid: Legends en cine, llamada a buscar ese mismo público youngster que ha convertido ese otro remix de una tira cómica antigua, La familia Addams, en un hit popular totalmente a la moda.
La película de Jonathan Entwistle, creador de la serie The End of the Fucking World, empieza tratando de hacer honor a los nuevos personajes antes de introducir a los viejos, un cruce de distintas iteraciones que reúne a Jackie Chan, de la secuela de 2010, y Ralph Macchio, de las entregas clásicas y la serie Cobra Kai, en el papel de nada improvisados maestros. Y es muy representativo que es en ese preciso instante, cuando llega la hora de cobrar el peaje del fan, cuando la película de Entwistle se disuelve como un azucarillo, precipitando acontecimientos y adoptando una narrativa formularia que parece debida más al trabajo de una IA que un ser humano.
Hasta ese momento, Karate Kid: Legends es un afable cuento de verano adolescente que devuelve temporalmente a Hollywood la capacidad, o más bien el interés, de fabricar películas medianas y de taquilla mediana, aunque sea basadas en una IP de probado éxito. Rodada en Nueva York de verdad y con conflictos convencionales pero de verdad, el rol de joven chino erigido en maestro de un adulto norteamericano (Ben Wang y el conocido Joshua Jackson de Dawson Crece) funciona moderadamente bien como aventura teen con algo de romance, algo de acción y algo de viaje del héroe cotidiano.
Pero cuando Jackie Chan y Ralph Macchio aparecen en escena, el film (de poco más de 90 minutos) se precipita hacia una secuencia de entrenamiento y un desenlace formularios, filmados sin interés y —da toda la impresión— recortados en la sala de montaje por algún comentario de ejecutivo del estudio totalmente aleatorio. Porque en esa reunión de maestros vendida por el marketing sobra uno, o Chan o Macchio, cuya potencial química resulta inexistente porque el film, simplemente, decide no dejarlos respirar y hacer expirar, también, las tramas abiertas hasta ese momento. Solo un cameo final cuando se precipitan los créditos recupera el interés por un último aliento de la franquicia si, al fin, sus responsables se deciden a reunir los personajes verdaderamente interesantes que quedan en la serie.



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