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La biblia de los idiotas, de Lorenzo Luengo

La biblia de los idiotas, de Lorenzo Luengo

La realidad está llena de brechas, de brechas que desequilibran a los seres que la habitan. En este libro, Lorenzo Luego deja todas esas fisuras al descubierto. Porque La biblia de los idiotas es un recuento de las víctimas que el mundo deja atrás cuando por un instante pierde la cabeza.

En Zenda reproducimos uno de los relatos, “Larga distancia”, presentes en La biblia de los idiotas (Alamut), de Lorenzo Luengo.

***

LARGA DISTANCIA

Vamos a decir que se llamaba Emma. Vamos a decir que tenía treinta años, y que vivía en una pequeña región boscosa entre Alemania y Francia, donde trabajaba haciendo cálculos para la Agencia Espacial Europea. El lugar, para no ser menos, debería tener algo de extraterrestre: dentro de todo aquel rutinario verde y de algún que otro centelleo azul, coloquemos unas brillantes agujas de cristal y unas torres de hierro pudelado, unas colmenas de bien blindado cemento a sus pies, y tendremos una idea muy aproximada del lugar en el que Emma vivía y trabajaba. De hecho Emma también debía de sentirse más de una vez así: extraterrestre, rutinaria, brillante, pudelada. Había estado casada en dos ocasiones, la primera a los diecinueve años, con un estudiante de Geología que le sacaba dos años (el matrimonio duró seis meses); después con un profesor de cuarenta, que la abandonó por una alumna a la que había dejado embarazada, y que intentó volver junto a Emma cuando su amante dio a luz a un bebé deforme. En verdad, de quien siempre había estado enamorada era de un joven escritor al que conoció a los once años, cuando visitaba París en compañía de su padre, también escritor. Pero Emma, que aún leía poemas de amor, perfumaba las hojas de sus cuadernos con colonia para bebés y se pasaba las horas calculando y soñando, ya apenas se acordaba de aquello.

Muchas veces le gustaba pensar en ella en tercera persona. Se imaginaba su foto en un periódico y la noticia de que había salvado al mundo de un enorme peligro. O imaginaba que alguien, un hombre con el que tiempo atrás había mantenido un idilio, la recordaba muchos años más tarde, en la vejez, cuando ella ya había muerto, y entonces él se sentía terriblemente desdichado y decía para sí mismo:

—Emma, la dulce y misteriosa Emma… Qué guapa era. Hablaba en voz baja y vestía muy bien. Era condenadamente lista. De vez en cuando hacía gestos desagradables con la boca, sobre todo al leer, frunciéndola y moviéndola de lado a lado.

Esa observación, por descontado, molestaba mucho a Emma, y se preguntaba por qué demonios seguía queriendo a un hombre así.

La primera llamada la recibió cuando la agencia acababa de anunciar por correo interno el lanzamiento de un cohete que ella, especializada en revestimiento térmico, no había querido aprobar. Estaba segura de que en sus cálculos había un error y que los astronautas se cocinarían dentro de la cápsula durante la salida a la termosfera. Con la mano sobre el teléfono, aún tenía la esperanza de que aquella nota fuera un error y la llamada tuviera el propósito de reparar el equívoco, de pedirle disculpas y comunicarle el aplazamiento que tan insistentemente había solicitado. Pero al levantar el auricular sólo escuchó una voz lejana y lastimera —como algo procedente de otra galaxia, llegó a pensar— que le decía:

—Cuidaré de ti.

Estaba sola en su casita de la colmena. No distinguió la voz. Cuando colgó, tras pronunciar dos veces la palabra “oiga”, le pareció que era idéntica a la de su padre, muerto seis años atrás.

Al día siguiente, el cohete estalló cuando trazaba la curva que lo impulsaba más allá de las nubes. Había cuatro astronautas en su interior, todos ellos jóvenes talentos en física, astronomía y lingüística, cuatro hombres por los que Emma había sentido un enamoramiento infantil. A través de los altavoces que la agencia había distribuido por la playa se escuchó al lingüista italiano —curiosamente apellidado Rosetta— lanzar un grito espantoso. Pero el desfase entre la velocidad de transmisión del sonido y lo que el ojo advertía en tiempo real hizo que el grito llegase unos momentos después de que todo el mundo hubiera visto explotar el cohete, y así fue como cierta mañana de octubre un hombre llamado Rosetta estuvo a la vez vivo y muerto en mitad del cielo. Las decenas de personas que se habían congregado en la playa para ver el lanzamiento del cohete (en su mayoría niños y padres de familia) miraban el cielo con la boca abierta, algunos llorando o echándose las manos a la cabeza, pero lo que en realidad miraban era el aullido del lingüista italiano suspendido allí, como rubricando el firmamento, el final de la pintura, sobreviviendo a su propia muerte. Más tarde, alguien en control se lamentaría, completamente en serio, de que el grito lo hubiera lanzado el astronauta Rosetta, y no el astronauta Katze, que se sentaba a su lado.

Tras aquel desastre, Emma se encerró en su habitación. Abandonó su trabajo, solicitó una baja definitiva. Pasaron seis meses.

Emma llevaba la mitad de ese tiempo viajando por Europa, silenciosa, taciturna, decidida a dejarse atrás. Había tomado aviones, trenes, coches, hasta en dos ocasiones carruajes, pero lo único que cambiaba era el lugar: Emma seguía siendo la misma Emma aquí, allá, en no sabía qué dónde, cada vez más incierta en su quién. Aun así, estaba convencida de haber hecho algunos progresos. Si por ejemplo iba caminando por la calle y se daba la vuelta lo bastante rápido, veía un movimiento precipitado en su sombra, una especie de deslizamiento, como si la hubiera sorprendido viviendo su otra vida y, con la cabeza gacha, acabara de reunirse apresuradamente con sus pies; a veces la sentía dos pasos por detrás de ella, a veces tres, curioseando como un perrito los zapatos de alguien o leyendo algún papelito en el suelo. En una ocasión, Emma se vio a sí misma comprando el periódico de la mañana y un instante después repitiendo la misma acción, ya ubicada adecuadamente en el lugar de su ensueño. Estas cosas le sucedían con mayor frecuencia cuando no pensaba en ellas, o cuando no pensaba nada en general.

Una tarde, la tarde en que Emma cumplía su quinta jornada de viaje por mar… era, por cierto, una tarde bastante calurosa para esa época del año, con un sol como roto en los bordes, que parecía desangrarse sobre las suaves ondas que hociqueaban el casco del barco desde la doblez del horizonte… Esa tarde, mientras paseaba en silencio por la terraza, Emma se acercó a una niña que jugaba cerca de la batayola de proa con una muñeca de trapo. Al ver que Emma se había detenido a su lado —en verdad, al verse sorprendida, Emma ya empezaba a recular— la niña hizo un gesto desesperado hacia ella, le tendió un estetoscopio de juguete y exclamó: “¡Doctora, doctora, por favor, cure a mi pequeña!” Emma temía que los gritos llamasen la atención de la gente, y sólo por eso se acercó un poco más a la niña, se puso el estetoscopio y procedió a auscultar tentativamente el pecho de la muñeca. La niña la miraba muy seria y ella miraba a la niña sonriendo por sonreír, por no parecer antipática, pero qué extraño escuchar algo viviente y percipiente, como una respiración remota y ovillada, en aquel cuerpecito de trapo. Después escuchó otra cosa, esa trágica voz como entre crepitaciones que, a través de los tubos del estetoscopio, le decía: “Cuidaré de ti.”

Al día siguiente, el barco naufragó en alta mar, y Emma fue la única superviviente que logró nadar hasta una isla cercana.

Las primeras noches en soledad fueron las más terribles, pues además de sufrir el hambre y el frío la marea mecía cadáveres corrompidos hacia la orilla, y Emma ya no tenía fuerzas para arrastrarlos a todos hasta la playa. Algunos estaban desnudos, otros envueltos en algas, la mayoría mutilados y medio devorados por los peces. Vio entre ellos a una señora muy elegante que solía pasear por las mañanas con su perrito, y a un hombre que durante el espectáculo de magia de la primera noche en el barco siguió a Emma hasta el baño y allí intentó seducirla. Pero acabó acostumbrándose a la compañía de los muertos. Eran personas totalmente inofensivas despojadas de sus gestos, de sus maneras de comer y de mirar, de sus extraños trajes y sus ojos siempre fijos en ella. Recogió algunas sillas que flotaban a la deriva y sentó a los cadáveres en círculo, con las manos apoyadas sobre las rodillas, alrededor de un montón de maletas. Desde su provisional refugio entre dos árboles los miraba pudrirse día a día, incluida la niña de la muñequita enferma —no así la muñequita, pues nunca la encontró—, tratando de entender algo de sus conversaciones en voz baja. A veces tenía la sensación de que los cuerpos se cambiaban de sitio, cuando no miraba, para volver rápidamente a sus lugares de siempre, como tomándole el pelo. A veces era su propia sombra lo que veía corriendo hacia los macizos de mangles y palmeras buscando comida, encontrándose con gente silenciosa, regresando sin nada y ovillándose, cansada, debajo de sus pies.

Vamos a decir que fue entonces cuando volvió a pasar. Durante todo aquel día, Emma había estado siguiendo unas huellas en la arena, que comenzaban en lo que ahora era una silla vacía. La isla se hallaba más poblada de árboles de lo que le había parecido al verla desde el barco, antes de su naufragio. No había aves, ni vida móvil en lo alto de las palmeras. No había ruidos ni aviones en el cielo. Cuando Emma llegó a la playa que asomaba al otro lado de la isla pisó una caracola. La recogió, dolorida, y siguió su paseo nerviosamente, jugueteando con ella entre los dedos. Al final, como todo el que juguetea con una reluciente caracola termina por hacer, se la llevó al oído.

La voz de su padre dijo:

—Cuidaré de ti.

Al día siguiente, un barco atracó en la playa.

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Autor: Lorenzo Luengo. Título: La biblia de los idiotas. Editorial: Alamut. Venta: Todos tus libros.

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