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La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

La conciencia de Zeno, de Italo Svevo

El triestino Italo Svevo publicó una de las novelas más representativas de la literatura del siglo XX, La conciencia de Zeno, en 1923, y el mismísimo James Joyce se rindió ante su calidad. Pocas ficciones han reflejado con más acierto la abulia y la inadaptación de los ciudadanos que, a las puertas de una Europa tiznada de sangre, se enfrentaron al fin de una época. De su época.

En Zenda reproducimos las primeras páginas de La conciencia de Zeno (Alianza), de Italo Svevo.

***

1. PREFACIO

Soy el médico del que se habla en este relato, algunas veces con palabras poco halagüeñas. Los que entienden de psicoanálisis saben dónde situar la antipatía que me dedica el paciente.

De psicoanálisis no hablaré porque aquí se habla ya bastante. Debo excusarme de haber inducido a mi paciente a escribir su autobiografía; los estudiosos del psicoanálisis arrugarán el entrecejo ante tanta novedad, pero él era mayor y yo esperaba que el recuerdo reverdeciera su pasado, que la autobiografía fuera un buen preludio del psicoanálisis. La idea sigue pareciéndome acertada aún hoy, porque me ha dado resultados imprevistos, que habrían sido mayores si el enfermo no se hubiera sustraído al tratamiento en lo mejor, estafándome así el fruto de mi largo y paciente análisis de estas memorias.

Las publico en venganza y espero que le disguste. Sepa, no obstante, que estoy dispuesto a compartir con él los espléndidos ingresos que obtendré de esta publicación, con tal de que reanude el tratamiento. ¡Parecía tan curioso de sí mismo! ¡Si supiera cuántas sorpresas podría darle el comentario de las muchas verdades y mentiras que aquí ha acumulado!…

Doctor S.

2. PREÁMBULO

¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella, y mis ojos présbitas tal vez podrían alcanzarla si la luz que todavía refleja no estuviera desviada por obstáculos de todo tipo, verdaderas montañas altas: mis años y algu­na de mis horas.

El médico me aconsejó que no me obstinara en mirar tan lejos. También las cosas recientes le parecen valiosas, sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche an­terior. Pero esto debería tener al menos un poco de or­den y, para comenzar ab ovo, nada más dejar al doctor, que en estos días abandona Trieste para mucho tiempo, y solo por facilitar su cometido, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.

Después de comer, cómodamente arrellanado en un si­llón Club, sostengo en la mano papel y lápiz. Tengo la frente lisa porque he eliminado todo esfuerzo de la men­te. Mi pensamiento me parece ajeno. Yo lo veo. Sube, baja… pero es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz. Entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y porque el presente resurge imperioso y oscurece el pasado.

Ayer ensayé el máximo abandono. El experimento acabó en un sueño muy profundo y no obtuve más resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto algo importante durante ese sueño. Pero ya estaba olvidado, perdido para siempre.

Gracias al lápiz que sostengo en la mano, hoy me mantengo despierto. Veo, entreveo, unas imágenes estrambóticas que no pueden guardar ninguna relación con mi pasado: una locomotora que resopla arrastrando innumerables vagones cuesta arriba. ¡A saber de dónde viene y adónde va y por qué aparece aquí ahora!

En el duermevela recuerdo que mi texto afirma que con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Enseguida veo un niño en pañales, pero ¿por qué tengo que ser ese? No se me parece nada y creo que es el que le nació hace pocas semanas a mi cuñada y que nos enseñaron como un milagro porque tiene las manos muy pequeñas y los ojos muy grandes.¡Pobre crío! ¡Nada de recordar mi infancia! No encuentro siquiera el modo de advertirte a ti, que vives ahora la tuya, de la importancia de recordarla en provecho de tu inteligencia y tu salud. ¿Cuándo llegarás a darte cuenta de lo mucho que te convendría recordar tu vida sin ahorrarte esa gran parte de ella que te repugnará? Entretanto, inconsciente, vas investigando tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te conducirán al dolor y a la enfermedad, a los que también te empujarán aquellos que ni siquiera lo desearían. ¿Qué hacer? Imposible proteger tu cuna. Dentro de ti –¡pequeñín!– va formándose una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa le añade un reactivo. Tienes demasiadas posibilidades de enfermar porque no todos tus minutos pueden ser puros. Además –¡pequeñín!– llevas la sangre de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que te prepararon.

Y aquí estoy, muy lejos de las imágenes que preceden al sueño. Volveré a intentarlo mañana.

3. EL TABACO

El médico con el que hablé me dijo que comenzara mi trabajo con un análisis histórico de mi propensión a fumar.

–¡Escriba! ¡Escriba! Verá cómo llega a verse entero.

Creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi escri­torio, sin ir a soñar en ese sillón. No sé cómo empezar e invoco la ayuda de los cigarrillos, todos tan parecidos al que ahora tengo en la mano.

Hoy descubro de pronto algo que no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no existen en el merca­do. En torno al año 70 había en Austria unos que se ven­dían en cajetillas de cartón con el emblema del águila bi­céfala. Y ahí están: alrededor de una de aquellas cajetillas se agrupan al momento varias personas, cada una con sus características, suficiente para sugerirme el nombre, pero insuficiente para conmoverme por el inesperado encuen­tro. Intento conseguir algo más y voy al sillón: las perso­nas se esfuman y en su lugar aparecen unos bufones que se ríen de mí. Desalentado, vuelvo al escritorio.

Una de las figuras, de voz un poco ronca, era Giuseppe, un jovencito de mi edad, y la otra, mi hermano, un año menor que yo y muerto hace ya tanto tiempo. Al parecer, Giuseppe recibía mucho dinero de su padre y nos regalaba cigarrillos de aquellos. Pero estoy seguro de que invitaba más a mi hermano que a mí. De ahí la necesidad de conseguir otros por mi cuenta. Así empecé a robar. En el verano mi padre dejaba en una silla del comedor su chaleco, en cuyo bolsillo se encontraban siempre algunas monedas: me proveía de los diez céntimos necesarios para adquirir la preciosa cajetilla y me fumaba uno tras otro los diez cigarrillos que contenía para no conservar mucho tiempo el comprometedor fruto del robo.

Todo eso yacía en mi conciencia al alcance de la mano. Si resurge ahora es porque antes no sabía que fuera importante. Resulta que acabo de registrar el origen de ese sucio hábito y (¿quién sabe?) a lo mejor ya me he curado. Por eso, para probar, enciendo un último cigarrillo que tal vez tire enseguida, asqueado.

Después recuerdo que mi padre me sorprendió un día con su chaleco en la mano. Yo, con una desfachatez que hoy me faltaría y que todavía me desagrada (quién sabe si ese desagrado tendrá una gran importancia en mi curación), le dije que había sentido curiosidad por contar los botones. Mi padre se rio de mi disposición a las matemáticas o a la sastrería y no advirtió que tenía los dedos en el bolsillo de su chaleco. En mi descargo, diré que bastó con aquella risa dirigida a mi inocencia, cuando esta ya no existía, para impedirme robar nunca más. Es decir… seguí robando, pero sin saberlo. Mi padre dejaba por la casa unos puros Virginia a medio fumar en el borde de las mesas o de los armarios. Yo creía que era su modo de desecharlos y también que Catina, nuestra vieja criada, los tiraba. Iba a fumármelos a escondidas. Ya en el momento de hacerme con ellos, conociendo el malestar que me causaban, me recorría un escalofrío de asco. Después me los fumaba hasta que la frente se me cubría de un sudor frío y se me revolvía el estómago. No se dirá que me faltó energía en la infancia.

Sé muy bien cómo me curó mi padre de esa costumbre. Un día de verano regresé a casa de una excursión del colegio cansado y cubierto de sudor. Mi madre me ayudó a desnudarme y, después de envolverme en un albornoz, me echó a dormir en el mismo sofá en que ella se sentaba a coser. Estaba casi dormido, pero aún tenía los ojos llenos de sol y tardaba en perder los sentidos. La dulzura que a esa edad acompaña al descanso, después de un gran cansancio, se me aparece con la claridad de una imagen en sí misma, tanto como si ahora estuviera todavía allí, junto a ese querido cuerpo que ya no existe.

Recuerdo la estancia grande y fresca donde jugábamos los niños y que ahora, en estos tiempos avaros de espacio, está dividida en dos partes. Mi hermano no aparece en esa escena, lo que me sorprende porque pienso que él tendría que haber formado parte de la excursión y, después, del descanso. ¿Dormiría también en el otro extremo del sofá? Miro ese lugar, pero me parece vacío. Solo me veo yo, la dulzura del descanso, a mi madre y luego a mi padre, cuyas palabras oigo resonar. Él había entrado y al principio no me había visto, porque llamó en voz alta: –¡María!

Mi madre, con un gesto acompañado de un ruidito hecho con los labios, me señaló, creyéndome sumido en el sueño, cuando, en realidad, flotaba sobre él con plena conciencia. Me gustaba tanto que papá tuviera que imponerse un respeto hacia mí que no me moví.

Él se lamentó en voz baja:

–Creo que me estoy volviendo loco. Estoy casi seguro de que hace media hora he dejado un puro a medias en aquel armario y ya no lo encuentro. Estoy peor de lo habitual. Las cosas me dan esquinazo.

También en voz baja, pero que delataba una hilaridad contenida solo por miedo a despertarme, mi madre respondió:

–Pues nadie ha estado en esa habitación después de comer.

Mi padre murmuró:

–Ya lo sé, ¡por eso creo que me estoy volviendo loco!

Se dio media vuelta y salió.

Abrí a medias los ojos y miré a mi madre, que había vuelto a su labor, aunque continuaba sonriendo. Ella, la verdad, no pensaba que mi padre estuviera volviéndose loco, por eso sus miedos la hacían sonreír. Aquella sonrisa se me quedó tan grabada que la recordé de inmediato al verla un día en los labios de mi mujer.

Más tarde, la falta de dinero no me dificultó la satisfacción de mi vicio, pero las prohibiciones sirvieron para estimularlo.

Recuerdo haber fumado mucho y a escondidas en todos los lugares posibles. A causa del profundo asco físico que siguió, recuerdo también la estancia de una media hora en un sótano oscuro con otros dos chicos de los que solo encuentro en la memoria lo infantil del vestido: dos pares de pantaloncitos que se sostienen en pie porque dentro hubo un cuerpo que el tiempo eliminó. Teníamos muchos cigarrillos y queríamos ver quién quemaba más en menos tiempo. Gané yo y heroicamente oculté el malestar que me produjo el extraño ejercicio. Luego salimos al sol y al aire. Tuve que cerrar los ojos para no caerme del mareo. Me repuse y me jacté de la victoria. Entonces uno de aquellos hombrecitos me dijo:

–A mí no me importa haber perdido, porque yo solo fumo cuando lo preciso.

Recuerdo las palabras sanas y no la carita, sin duda sana también, que en aquel momento estaría vuelta hacia mí.

Pero entonces yo no sabía si amaba o detestaba el tabaco, su sabor y el estado en que me ponía la nicotina. Cuando supe que lo odiaba, todo fue peor. Y lo supe hacia los veinte años. Padecí durante varias semanas un fuerte dolor de garganta acompañado de fiebre. El médico prescribió cama y absoluta abstención del tabaco. Recuerdo esa palabra: ¡«absoluta»! Me hirió y la fiebre le dio color: un gran vacío y nada para resistir la enorme presión que se produce enseguida alrededor de un vacío.

Cuando el médico se marchó, mi padre (mi madre llevaba muchos años muerta), con su puro en la boca, se quedó un rato para hacerme compañía. Al irse, después de pasarme con ternura la mano por la frente abrasada, me dijo:

–¡Y no fumes, eh!

Una enorme inquietud se apoderó de mí. Pensé: «Puesto que me perjudica, no volveré a fumar, pero antes quiero hacerlo por última vez». Encendí un cigarrillo y al instante me sentí liberado de la inquietud, pese a que pudiera subirme la fiebre y a que con cada calada las anginas me ardieran como si me las tocaran con un tizón incandescente. Acabé el cigarrillo con el esmero con que se cumple un voto. Y, sin dejar de sufrir horriblemente, me fumé muchos más durante la enfermedad. Mi padre iba y venía con su puro en la boca, diciendo:

–¡Muy bien! ¡Unos días más de abstención del tabaco y estás curado!

Bastaba aquella frase para hacerme desear que se fuera enseguida y correr a por mis cigarrillos. Hasta fingía dormir para inducirlo a dejarme antes.

Aquella enfermedad me causó el segundo de mis trastornos: el esfuerzo por liberarme del primero. Mis días acabaron llenos de cigarrillos y de propósitos de no fumar más, y, para decirlo ya todo, de vez en cuando continúan tal cual. El torbellino de los últimos cigarrillos, que se formó a los veinte años, se agita todavía, aunque el propósito es menos violento y mi debilidad encuentra una mayor indulgencia en mi ánimo envejecido. De viejos, la vida y sus contenidos nos hacen sonreír. Es más, puedo decir que, de un tiempo a esta parte, fumo muchos cigarrillos… que no son los últimos.

En el frontispicio de un diccionario encuentro esta anotación mía, hecha con una bonita escritura y algún adorno: «Hoy, dos de febrero de 1886, paso de los estudios de Derecho a los de Química. ¡Último cigarrillo!».

Era un último cigarrillo muy importante. Recuerdo todas las esperanzas que lo acompañaron. Me daba rabia el Derecho Canónico, que tan alejado me parecía de la vida, y corrí a la ciencia, que es la vida misma, aunque reducida en un matraz. Aquel último cigarrillo significaba justamente el deseo de actividad (incluso manual) y de un pensamiento sereno, sobrio y firme.

Para huir de la cadena de las combinaciones del carbono, en las que no creía, regresé a las leyes. ¡Por desgracia! Fue un error y quedó registrado también por un último cigarrillo, cuya fecha encuentro anotada en un libro. Este también tuvo su importancia; me resigné a volver a las complicaciones de lo mío, lo tuyo y lo suyo con los mejores propósitos y a soltar por fin las cadenas del carbono. Había demostrado que no era idóneo para la química, entre otras razones por mi deficiente habilidad manual.

¿Cómo podría tenerla cuando continuaba fumando como una chimenea?

Ahora que estoy aquí, analizándome, me asalta una duda: ¿habré adorado tanto el tabaco para echarle la culpa de mi incapacidad? De haberlo dejado, ¿me habría convertido en el hombre fuerte e ideal que esperaba? Tal vez fue esa duda la que me ató a mi vicio, porque creerse grande de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir. Aventuro esta hipótesis para explicar mi debilidad juvenil, pero sin una convicción firme. Ahora que soy viejo y nadie exige nada de mí, continúo pasando del cigarrillo al propósito y del propósito al cigarrillo. ¿Qué significan hoy esos propósitos? Como aquel viejo higienista que describe Goldoni, ¿quiero morir sano después de haber vivido toda la vida enfermo?

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Autor: Italo Svevo. Traductora: Pepa Linares. Título: La conciencia de Zeno. Editorial: Alianza. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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