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La conspiración de los mediocres

La conspiración de los mediocres

Muchas veces he celebrado que Luis Alberto de Cuenca no formara parte del jurado del Café Gijón el año ya lejano en que lo gané. En aquella época (2009) se trataba de una verdadera oposición. Incluso se buscaba que el tribunal estuviese políticamente equilibrado, para que no hubiera ninguna forma de mangonear el veredicto. Sólo en esas condiciones un completo desconocido de provincias, un intrépido gacetista de la periferia, podía llegar a imponerse a un guionista mexicano de celebridad internacional o al flamante director de un instituto Cervantes de Italia.

Yo no sabía quiénes integraban el jurado en aquella convocatoria y, a toro pasado, di gracias con fervor a Pan —era yo entonces un arrabaliano terne y relapso— muchas veces de que Luis Alberto no estuviera entre ellos; ya que eso habría sido muy inconveniente. Él había dedicado una crítica encomiástica a mi primer libro (Crímenes triviales, una colección de relatos) en el ABC de las letras. Un libro que, por lo demás, pasó enteramente inadvertido en los medios nacionales. Si hubiera estado involucrado en el premio, algunos habrían dicho: “Claro… ya lo ha enchufado ahí, de Cuenca”.

"Me enteré hace unos días de que una ridícula y mezquina conspiración de mediocres ha impedido a Luis Alberto acceder a la Academia de la lengua"

Nuestra amistad venía de lejos. Lo entrevisté para El Kraken en 2004, cuando era secretario de estado de cultura y llevaba escolta; pero desde mucho antes conocía y admiraba su poesía. Podría poner diversos calificativos a su conducta, respecto a mí, desde entonces, pero sólo voy a emplear uno. Limpio. Parece poca cosa, una trivialidad, incluso; pero ese adjetivo acaece aquí repleto de méritos e implicaciones laudables. Se traduce, inter alia, en deportividad, caballerosidad, generosidad, lealtad, ausencia de doblez y, en definitiva, amistad verdadera. Una amistad que sobrevivió, incluso, a chisporroteantes desencuentros políticos. Por ejemplo, cuando en una memorable portada de El Kraken se criticaba ferozmente la implicación de España en la invasión de Irak —por obra y gracia de un Gobierno del que Luis Alberto formaba parte—, mostrando a un bombardero B29 que descargaba desde su panza réplicas del monte Rushmore sobre las cabezas de niños iraquíes indefensos. Ni esa contingencia, ni ningún otro avatar de los que han tenido lugar a lo largo de los últimos 20 años ha mermado una amistad que describiría como viril, auténtica, basada —me doy el lujo de creerlo así— en una mutua y acendrada admiración.

Me enteré hace unos días de que una ridícula y mezquina conspiración de mediocres ha impedido a Luis Alberto acceder a la Academia de la lengua, pese a contar con apoyos de la talla de Luis Mateo Díez o Pérez Reverte. Según informan algunos periódicos, no se trata tanto de una cuestión política como de un contubernio de filólogos a los que, por lo visto, les provoca severos sarpullidos que un poeta —un creador, en definitiva—, forme parte de su ilustre colegio.

"El resentimiento del ser vulgar no es cosa nueva"

Piensan, por lo visto, que la Academia debe quedar en manos, exclusivamente, de especialistas como ellos (imposible no recordar aquí las brutales invectivas de Nietzsche en Ecce Homo contra los eruditos, los especialistas y otros seres “malhumorados, mezquinos y encogidos”) incapaces de aportar al mundo belleza, gracia o placer, pero muy capaces, eso sí, de diseccionar la lengua hasta dejarla seca y sin sustancia, a base de abstrusas, muy científicas y succionadoras definiciones. Toda la situación recuerda a una verdadera confabulación de eunucos; de los que acechan tras las cortinas y espían con envidia los actos amorosos de seres más dotados que ellos, y luego se secan sus lágrimas de rabia con las anchas mangas de seda del Hanfu, mientras les rechinan los dientes y planean perversas y torticeras revanchas.

Nada de esto pasaría de ser pura anécdota —nuestro poeta goza de otras actividades más sabrosas que las pesadas sesiones académicas, tales como sus intervenciones radiofónicas con sus amigos cowboys y su incansable relectura de los tintines y otros cómics sublimes— si no fuera porque el ataque de la mediocridad es realmente furioso en estos días. El resentimiento del ser vulgar no es cosa nueva, claro. Recordaba en X hace unos días el caso de Arístides, relatado por Indro Montanelli en su Historia de los griegos. Un compatriota analfabeto pidió al político ateniense —sin llegar a reconocerlo— que escribiera su nombre en la tablilla para condenarlo al ostracismo. Arístides accedió, pero le preguntó a su paisano qué tenía contra el acusado. “No tengo nada… —dijo este—, pero ya estoy harto de oír a la gente llamarlo el justo”. Es la situación prototípica, el resentimiento eterno de los ordinarios, que llevaría a Ignatius Reilly a formular su certero aforismo: “Cuando surge un verdadero genio, se lo reconoce por este signo: todos los necios se conjuran contra él.”

Hace pocas semanas, Pérez Reverte denunciaba la miseria de las editoriales que ponen su maquinaria promocional e industrial al servicio de cualquier cosa (protagonismo televisivo, celebridad mediática, ruidosos influencers) que no sea el devaluado mérito literario. Rosa Montero, unos días después, se pronunciaba de forma similar. Y también Javier Gomá pintaba en X con gracia la rebatiña de los infraescritores en las librerías, tratando de acaparar espacio para sus mediocres e insípidas obras en los expositores. Estamos ante una auténtica revuelta de la vulgaridad. Pero es hora de decir que ninguna maquinaría industrial podría imponer la basura como estándar si las masas, en abierta y declarada rebelión, no lo tolerasen con gusto; y si una generación infantil, sin carácter ni criterio, no rumiase con deleite el pienso suministrado por esas macrogranjas. El resultado lo tenemos delante. Entre el mal gusto del público y la gris tiranía de tecnócratas y expertos —a quienes miríadas de estúpidos rinden pleitesía—, los verdaderos escritores son eclipsados y los poetas expulsados de la casa de la palabra. Su propia casa.

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