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La dulce posesión de A. S. Byatt

La dulce posesión de A. S. Byatt

Hace un par de años almorzaba con una atractiva joven
en Oxford, donde ésta terminaba un posgrado sobre Byron.
Estábamos a escasos metros de la biblioteca Bodleian.
“¿Byron?”, dije alegremente. “¡Espero que eso signifique
entonces que examinará los papeles Lovelace!” Imaginen
cuál fue su respuesta: “¿Qué son los papeles Lovelace?”

Peter Cochran
Por qué los ingleses odian a Byron

Christabel LaMotte (1825-1890) nació en Lincoln (Lincolnshire, Inglaterra), a unos doscientos kilómetros al norte de Londres. Fue una mujer bonita, discreta, amante de las bellas artes, a las que pudo consagrarse sin ataduras desde que a los veintiocho años recibió la herencia de una tía soltera, Antoinette de Kercoz. Con esa suma que en el fondo tampoco era demasiado abundante adquirió una casita en Richmond (Surrey), donde vivió junto a una amiga pintora —a la que había conocido en una conferencia de Ruskin— un poco como las Señoritas de Llangollen, si bien en una versión algo menos pintoresca, mucho más introvertida y, desde luego, bastante más delicada: las dos eran la contrapartida de Anne Lister y, en términos de atractivo, seguramente se parecían más, cada una a su manera, a cualquiera de las amantes de ésta que al más femenino de los retratos conocidos de quien llevó por sobrenombre el curioso apelativo de “Caballero Jack”. Por lo menos, Christabel consiguió enamorar a un célebre poeta, un hombre de vida respetable, cuyos versos parecen haber sido recogidos en los mismos campos elíseos por los que iban a recibir los suyos Tennyson y Browning, y Blanche Glover, su amiga y más que amiga, sin duda fue lo bastante bonita como para hacer latir con algo más que un simple afecto el corazón de Christabel. Pero ese poeta, Randolph Henry Ash, pasó como un cometa por el tranquilo y diminuto planeta de Richmond (Surrey), y al menos el corazón de Blanche dejó de latir. El año era 1861, y su muerte —ahogada en el Támesis, el hogar de los desesperados— fue bondadosamente considerada accidental. Christabel, desolada por la pérdida de su amiga (y devorada por la mala conciencia), se retiró a vivir el resto de sus días en casa de su hermana Sophie, reclusa más de los recuerdos que de aquellas paredes destinadas a verla languidecer.

"Yo he tratado a Maud en muchas ocasiones diferentes, bajo muchos disfraces. Hablo, naturalmente, de todas esas Maud que rondan los libros que nadie lee, en las salas de biblioteca que casi nadie frecuenta"

La tragedia del poeta es que, al tratar de revelar cuanto de oculto existe en nuestro mundo, cuanto de dios hay en la estrella y de rosa hay en la rosa, acaba por hablar demasiado de sí mismo, incluso en el aparente vacío de los interlineados. Se convierte en la encarnación misma del dios, de la estrella y de la rosa, en la sombra que pasea por el templo de unos versos escultóricos, única presencia visible dentro de un mundo encantado para el que el papel es simplemente una puerta. Y su voz —un cántico interior— no desaparece. Sigue rodando allí donde existan unos ojos arremolinados por el tenebroso golpe del amor, una zozobra inexplicable, un pesar que no nos abandona, un misterioso pero agradable malestar. A veces esa voz acaba por tocar en un corazón inoportuno, obsesionado con romper esa puerta, y tarde o temprano al dueño de ese corazón ya no le bastará con el inédito localizado en una novela de, digamos, Thomas Hardy, con el retrato recién rescatado de un antiguo desván, con las cartas de la infancia que un torpe anticuario olvidó catalogar. Tarde o temprano algo le hará preguntarse: ¿qué más dijo esa voz? Si, como Roland Michell —un tipo, para colmo, encajonado a la fuerza en una vida gris—, te encuentras casualmente con los medios para escuchar lo que nadie conoció de esa voz, ¿te detendrías ante el discreto cerrojo que te separa de ella, o harías cuanto estuviera en tu mano para hacerlo pedazos y que esa voz volviera a resonar?

"Posesión es la más alta obra que puede escribirse sobre el misterioso y turbador asunto de las posesiones literarias. Posesiones de las que nadie habla, más o menos aceptadas porque no hacen daño ni resultan peligrosas"

Un tipo como Roland Michell, o una mujer como Maud Bailey. Porque las obsesiones —y menos obsesiones como estas— no hacen prisioneros. Yo he tratado a Maud en muchas ocasiones diferentes, bajo muchos disfraces. Hablo, naturalmente, de todas esas Maud que rondan los libros que nadie lee, en las salas de biblioteca que casi nadie frecuenta. Una Maud podía estar obsesionada con un poema entero, otra con uno solo de sus versos, otra con una identidad (supuestamente) enmascarada. A todo ello dedicaron artículos, ensayos, tesis, hipótesis, horas de insomnio, dolores menstruales, noches de pesadilla. Conocí de cerca los efectos de una posesión así. Imagínate volcarte cada noche sobre el rostro (buscando ni siquiera el éxtasis divino: tan sólo un simple orgasmo) de quien te miraba con los ojos teñidos de acuarela y el mundo circundante, tú incluido, como algo que se materializaba inexplicablemente entre vaharadas de óleo, el mundo como un molesto mar, un velo hindú, que dejaba ver por debajo sus palacios encantados. Las poseídas de Cowper, de Novalis, de Charles de Orléans. Reflejos todas ellas de Maud Bailey, poseída de Christabel LaMotte, de quien era especialista, y poco a poco también de Randolph Henry Ash y del poseído por este, Roland Michell. Unas cartas de amor y desamor desencadenaron esta extraña manera de estar vivo aquí y allí, en esta realidad, en otro mundo. Christabel poseída por Randolph, Randolph poseído por Christabel, Roland poseído por ambos, la pobre Maud poseída por Legión. Y al fondo de todos ellos esos dos tristes espectros, Ellen Ash, esposa cariacontecida, y Blanche Glover, aspirante a silencio, que se conforman con hablar para nadie justo cuando quienes las rodean son ahora multitudes.

"El editor americano que, tras un penoso rosario de rechazos, se comprometió a comprar la novela, pidió retirar los cuentos, los poemas y en general todas esas excrecencias que echaban a perder una buena intriga"

Posesión (1990) es la más alta obra que puede escribirse sobre el misterioso y turbador asunto de las posesiones literarias. Posesiones de las que nadie habla, más o menos aceptadas porque (aparentemente) no hacen daño ni resultan peligrosas, o directamente ignoradas mientras sus endemoniados se limiten a ocupar esos manicomios —también más o menos aceptados— de las bibliotecas universitarias. A. S. Byatt, naturalmente, no escapó a este demonio, por más que deflecte su influencia y señale como inspiración a una conocida estudiosa de Coleridge: su larga posesión empezó a gestarse cuando era muy pequeña y su madre le leía los versos de Tennyson y Browning, una música que más tarde sonaría en los poemas que escribió como Randolph Ash y Christabel LaMotte. Después pasó quince años poseída por la voz que le pedía abrir ese cerrojo, antes de que el libro finalmente se materializara en el curso de un par de veranos embrujados. Entró a formar parte de una siniestra familia que empieza en Henry James (Los papeles de Aspern) y al menos en sus claroscuros pasa por Carlos Fuentes (Aura). Decidió tomar como modelos las novelas policiales de Dorothy Sayers y Georgette Heyer y dos clásicos dispares: El nombre de la rosa, de Umberto Eco, y La mujer del teniente francés, de John Fowles. En muchos aspectos las igualó, en otros, qué duda cabe, las superó. Por cierto, Posesión es también una de tantas evidencias de que los editores casi siempre son meros accidentes en el éxito de los buenos libros: el editor americano que, tras un penoso rosario de rechazos, se comprometió a comprar la novela, pidió retirar los cuentos, los poemas y en general “todas esas excrecencias” que echaban a perder una buena intriga. A. S. Byatt se resistió, afortunadamente, y gracias a su empeño hoy podemos leer una de las obras mayores con que terminaba el siglo XX y no un receptáculo más para las babas de los lectores medios. Afortunadamente, sí: pero A. S. Byatt estaba poseída, y su demonio no le hubiera permitido otra cosa.

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Autor: A. S. Byatt. Título: Posesión. Traducción: María Luisa Balseiro. Editorial: Anagrama. Venta: Todos tus libros.

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