No discurrir más de lo que importa. Así termina el aforismo 239 del Oráculo manual de Gracián, y rara es la jornada en que no lo traigo a la cabeza. Me recuerda que pensar con sustancia es mejor que brillar sin peso; que conviene evitar el exceso, la pedantería y la agudeza estéril. Pensar solo lo necesario. Saber lo justo.
En ESO, todos debían realizar un Treball de Síntesi anual —una propuesta interdisciplinar que integraba conocimientos y exigía cooperación—, y en bachillerato se enfrentaban al Treball de Recerca: setenta horas de trabajo autónomo tutorizado por un profesor, con presentación final incluida ante un tribunal. Eran propuestas mejorables, pero había una idea clara de esfuerzo, evaluación final y visibilidad del trabajo.
Además, tanto el catalán como el castellano contaban con desdoblamientos —es decir, se dividían los grupos para trabajar con menos alumnos—, lo que facilitaba un mejor seguimiento y una atención más cuidada al texto, la lectura y la expresión escrita.
Escribo estas líneas con ánimo de entender mejor lo que estamos haciendo —y dejando de hacer— en la enseñanza pública. Porque, igual que cuando trabajo en una novela, escribir es mi forma de intentar entender. Y aunque no siempre halle respuestas, escribir me obliga a mirar con atención. Cuando no lo hago, sobrevivo en modo automático, medio zombi, medio ausente.
Vivimos una paradoja: casi todos afirman que la educación está mal, pero casi nadie quiere cambiar nada esencial. La crítica al sistema educativo se ha vuelto un gesto automático, una frase hecha que no compromete: un mal compartido, pero llevadero, incluso con tintes amables. Es más: quienes la repiten suelen ser los mismos que participan en su perpetuación. Profesores que se ponen estupendos criticando la absurdez de ciertas prácticas mientras rellenan con entusiasmo sus programaciones competenciales; familias que claman por el nivel perdido mientras aplauden las actividades “divertidas” y “motivadoras”; políticos que se lamentan en el discurso y legislan en la catástrofe. Cada cual reafirma desde su trinchera la misma estructura que denuncia ma non troppo, porque la estructura manda, y uno —por muy estupendo o rebelde que se crea— obedece. Ya se sabe: cada cual, progresista, conservador o apolítico, es del sol que más calienta. Y hoy, como siempre, el sol calienta desde arriba, con lenguaje normativo y diseño estratégico. Porque en la escuela, como en la vida, el calor importa más que la verdad.
La enseñanza se ha convertido en un teatro de apariencias, una liturgia hueca sostenida por el dogma del lenguaje serio. Un lenguaje que, más que herramienta de análisis, funciona como coartada. Palabras como competencia específica, situación de aprendizaje, evaluación formativa y continua, aprendizaje significativo, entornos experienciales, desempeño competencial, transversalidad emocional, constructo evaluativo, implementación competencial, liderazgo pedagógico, aprendizaje-servicio o gamificación del currículo son usados como si dijeran algo, cuando en realidad sirven para no decir nada.
A ellas se suman ahora expresiones como evidencias de aprendizaje, descriptores operativos del perfil de salida, interacciones significativas entre iguales o microproyectos de impacto curricular, tan vacías como pomposas. Son ropajes rimbombantes que ocultan el vacío, como un conjuro tecnocrático destinado a convertir la ignorancia en “diversidad cognitiva”, la pereza en “ritmo individual” y el fracaso en “trayectoria personalizada”.
He leído tanto el artículo de Arístides, “Tenéis la educación que merecéis”, como el Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo. Ambos coinciden en lo esencial: el desastre educativo no es fruto del azar, sino el resultado de una cadena de decisiones ideológicas deliberadas, encubiertas bajo un discurso pedagógico buenista que ha logrado imponer sus dogmas sin apenas resistencia. Comparto muchas de sus observaciones —demasiadas, quizá—, pero no firmaría ninguno de los dos. Ni siquiera sé si firmaría el mío. Pero, ya que lo escribo, lo haré.
Eso sí: no me gustaría ser ni pedagogo ni, menos aún, antipedagogo. Preferiría mil veces —ya que estamos— ser descriptor operativo del perfil de salida, hombre de constructo evaluativo o retroalimentador eficaz del aprendizaje-servicio para la gamificación del currículo. Este último me haría especial ilusión, lo reconozco.
Moreno Castillo lo dice sin rodeos: se ha sustituido la instrucción por la animación, el saber por el “aprender a aprender”, la excelencia por la inclusión y el rigor por la autoexpresión. El docente ha sido degradado a monitor emocional, y el alumno, convertido en un sujeto frágil al que no se puede exigir nada, no sea que se frustre. El resultado: generaciones educadas en la blandura, sin herramientas para sostener un pensamiento complejo, leer con calado o escribir sin errores graves. Eso dice Moreno Castillo. Yo no lo firmo… pero tampoco sabría con qué tinta tacharlo.
Gregorio Luri, en La escuela no es un parque de atracciones, advierte que «nunca fue tan fácil acceder a la información, pero nunca ha sido más importante aprender a filtrarla para convertirla en conocimiento valioso». En su opinión, a la escuela actual le gusta creer que protagoniza una revolución educativa basada en «nuevas formas de aprender», pero lo que ofrece —añade— está «muy lejos tanto de lo nuevo como del aprendizaje riguroso», porque en esa búsqueda olvida lo esencial: los contenidos.
Luri insiste en una idea que hoy suena casi revolucionaria: la escuela no debe entretener ni emocionar, sino enseñar. Y enseñar —sin globos, sin disfraces, sin talleres de autoestima— implica asumir que entre la ignorancia y el conocimiento no hay atajos: esa distancia no se salva jugando.
Ahora bien, conviene añadir que enseñar tampoco significa aburrir. Los contenidos —como las lecturas— deben ser preferiblemente motivadores; incluso capaces de conmover o mover a risa. Pero no pueden dar risa. Y la motivación no puede degradarse en puro juego, porque entonces deja de ser motivación y se convierte en distracción. El aprendizaje auténtico nace del sentido, no del espectáculo. Puede haber humor, belleza, emoción… pero subordinados a una tarea más profunda: comprender, pensar, construir.
Pero ese principio ha sido sustituido, en no pocas ocasiones, por la lógica del parque temático: aulas engalanadas con guirnaldas, semanas del pantalón corto, días de venir disfrazado de rocanrolero, de deportista con gorra o de elfo navideño con orejas de muy señor mío (una vez me probé esas orejas y me sentaban de maravilla, mucho mejor que las mías, menos peludas y, desde luego, más pedagógicas).
Todo para que la escuela “mole”, para que el alumno no se incomode, no se aburra, no se sienta retado. En realidad, para que no aprenda. Porque aprender de verdad incomoda. Cada vez más gente confunde enseñar con distraer. Y eso también incluye al señor profesor —o a la señora— que se pone estupendísimo diciendo que “en su clase no”. No lo dudo. Pero luego asoma en la foto de la jornada lúdica, aporta glitter al mural inclusivo y rubrica sin pestañear la “memoria de impacto competencial”.
Quien cumple, suele pasar inadvertido. Como el conocimiento. Así en la Tierra como en el cielo.
Y así vamos: la revolución educativa ha salvado a la escuela del aburrimiento… pero no del vacío. Al suspenso lo disfraza el disfraz, y el saber se diluye en una coreografía de buenas intenciones, redactada como una homilía sin fe ni sustancia, pero con rúbrica. Que nadie la entienda da igual: suena bien. Y eso basta.
A esa trivialización del saber se suma una obsesión institucional por el discurso igualitario, que en muchos institutos —especialmente en contextos de extracción media-baja— se despliega con una intensidad casi decorativa: carteles, performances escolares, paredes moradas, días señalados, manifiestos rituales… Todo como parte de una liturgia que rara vez transforma, pero deja la conciencia inmaculada. Como los devotos que se confiesan en misa y salen en paz.
No se trata de cuestionar los principios de igualdad o feminismo —que merecen todo el respeto y toda la seriedad—, sino de advertir cómo, en demasiadas ocasiones, se convierten en eslóganes escolares sin eco real. Basta con mirar a los chavales —y a ellas también— para notar la distancia entre lo enunciado y lo vivido: muchos provienen de entornos profundamente patriarcales y conviven con esa iconografía igualitaria con la misma naturalidad con que se ignoran las señales de tráfico. La escuela no los transforma: solo los recubre de purpurina ideológica. Y luego, como premio a la escenografía, se les concede el pase.
Este fenómeno —al menos en esa escala— es menor en otras regiones, donde el discurso igualitario se expresa con menos parafernalia o, simplemente, se diluye en prioridades distintas, como el bilingüismo.
En los institutos andaluces por los que he pasado —más de cinco ya—, el mes de junio funciona como una tregua. Predomina una labor burocrática excesiva en formalismo y casi nula en sustancia, digna de la fábula “El parto de los montes” de Samaniego. El ambiente general es de cierre anticipado. A veces se programan actividades simbólicas o lúdicas; otras, ni eso.
Cabe señalar que esta escenografía institucional tiende a intensificarse en centros de extracción media o baja, donde hay mayor presión por visibilizar ciertos compromisos. En los institutos de entornos más acomodados, ese impulso apenas se percibe. ¿Será que allí la igualdad ya no necesita ser escenificada… o simplemente se da por descontada?
En cualquier caso, en Andalucía he coincidido con docentes comprometidos, capaces de sostener propuestas exigentes incluso sin una estructura clara detrás. Pero lo riguroso —al menos en Lengua Castellana— se construye en el aula y solo en el aula, sin maquillajes metodológicos ni innovaciones dilutivas. No es lo mismo trabajar con quince alumnos, gracias a un desdoblamiento, que con treinta o incluso cuarenta y uno, como he llegado a tener en bachillerato. La calidad nace del esfuerzo, por supuesto, pero también necesita condiciones que la hagan sostenible y respalden con seriedad una materia instrumental.
Este tipo de gestualidad vacía —que confunde símbolos con transformación— no es un caso aislado, sino parte de un movimiento más amplio de colonización simbólica del aula. La escuela ha sido asaltada por una combinación letal de tecnocracia y pseudopsicología. Se han impuesto formas de gestión más propias de una oficina que de un aula, y una pedagogía que privilegia la emoción, el impacto y la escenografía de lo sensible por encima del contenido, la exigencia y el pensamiento.
No es un reproche a la educación emocional ni a la atención a la diversidad —ambas necesarias—, sino un cuestionamiento de su uso como coartada para abandonar el conocimiento riguroso. En nombre de la prevención o la conciencia crítica, proliferan talleres que abordan con soltura lo más íntimo antes que lo más elemental. Porque lo elemental —leer, escribir, razonar— queda relegado a un plano casi igualitario, cuando no secundario. Se invoca la “igualdad” y la “diversidad” para justificar la rebaja del nivel… y otras urgencias no siempre fáciles de nombrar. Como si formar ciudadanos libres pasara por atender antes a sus emociones que a su inteligencia. Pero claro: razonar no emociona, y la comprensión lectora no llena auditorios.
En este contexto, no sorprende que la exigencia haya descendido también entre quienes aspiran a enseñar. Como recordaba Arístides Mínguez en su artículo “Tenéis la educación que merecéis”, muchos aspirantes a profesor de secundaria suspendieron por faltas ortográficas inadmisibles. Su diagnóstico era tan crudo como certero:
“¿Qué esperabais? ¿De qué os extrañáis? Habéis transigido con que os roben la cultura, la convicción de que hay que esforzarse, estudiando —a veces— cosas que no te tienen que gustar del todo.”
Porque no nos engañemos: los hijos de familias con capital cultural salen adelante incluso cuando el sistema falla. Tienen red. Aprenden a escribir con sus padres, a razonar en la sobremesa, a leer en casa. Y si no, siempre habrá un refuerzo externo, una academia, una recomendación oportuna, viajes, contactos. Este modelo, lejos de perjudicarlos, los deja indemnes: lo sortearán con ventajas invisibles.
Como ha explicado E. D. Hirsch, lo que más determina la comprensión lectora —y, con ella, el acceso al conocimiento— no es la habilidad abstracta, sino el bagaje previo. Y ese bagaje no se improvisa: se construye leyendo mucho, desde pronto y con ayuda. Cuando ese capital ya está en casa, la escuela es casi secundaria.
Pero quienes no cuentan con nada de eso —los que dependen por completo de lo que ocurra en el aula— quedan atrapados en un sistema que ha dejado de enseñar para empezar a acompañar. Se les ofrece de todo: talleres, adaptaciones, afecto, valores… pero no siempre lo más decisivo: contenidos exigentes, pensamiento estructurado, conocimiento real. Lo que antes era un punto de partida para salir de la exclusión ha sido sustituido por una escolarización blanda, emocional, sin conflicto… y sin la vieja promesa de que el conocimiento puede cambiar una vida.
Hay, además, un perfil apenas visible: alumnos con carencias evidentes —conceptuales, metodológicas, incluso emocionales— que nunca protestan ni figuran en ningún informe. Suspenden en silencio, sin etiqueta ni escudo. Suelen ser chicos tímidos, con mirada baja y sin acompañamiento familiar. Para ellos no hay pedagogía emocional ni retórica inclusiva. Solo exclusión callada.
Porque una escuela inclusiva no es la que baja el listón, sino la que exige acompañando: la que pone los medios necesarios para que todos los alumnos —también los más vulnerables— accedan al conocimiento riguroso. No se trata de nivelar por abajo, sino de ajustar los caminos sin rebajar las metas. Para ellos no bastan las buenas intenciones ni la pedagogía emocional: necesitan estructura, acompañamiento constante y contenidos exigentes. Eso también es justicia educativa.
Porque no se trata de elegir entre exigir o acompañar. Se trata de exigir acompañando, de enseñar de verdad incluso a quien parte en desventaja. La comprensión lectora, por ejemplo, no mejora con talleres de emociones ni adaptaciones automáticas, sino con atención sostenida, mediación docente y exposición gradual a textos con sentido.
Y sin embargo, esa labor de todos ha cedido su lugar al protagonismo de metodologías emocionales y consignas bienintencionadas.
Lo sé por experiencia: hay alumnos que apenas comprenden lo que leen, y no por falta de voluntad, sino porque nadie les ha enseñado a pensar un texto como un mundo que se abre, no como una página que los sobrevuela.
A veces, la tan invocada atención a la diversidad se traduce en sacar del aula precisamente a quienes más necesitan estar dentro. Es habitual que alumnos con dificultades reales sean derivados a apoyos externos —con PT o especialistas— justo durante la hora de Lengua, cuando más estructura, exposición al lenguaje y mediación docente requieren. Se pierden la clase, se desconectan del grupo y luego debemos evaluar sus aprendizajes sin haber compartido ni una lectura. A menudo entran y salen del aula varias veces por semana, en franjas cambiantes, sin continuidad ni arraigo, a rebufo de la PT. Esta práctica contradice el ideal de inclusión y genera exclusión de facto: los más vulnerables quedan fuera, precisamente, del espacio donde se construyen el lenguaje, el pensamiento y la ciudadanía.
No culpo a los especialistas, que muchas veces hacen lo que pueden en un sistema desbordado. Pero sí cuestiono una lógica institucional que, por falta de medios o por mala planificación, deja fuera del aula a quienes más necesitan permanecer dentro.
A esos alumnos —muchos con trastornos reales, otros con carencias culturales o emocionales igual de hondas— no se les ayuda bajando el listón ni confundiéndolos con discursos terapéuticos, como es costumbre. Se les ayuda estando ahí: corrigiendo, guiando, repitiendo, dando contexto, reconociendo sus límites sin por ello condenarlos, como también es costumbre. Se les ayuda con estructura, paciencia, confianza y exigencia. Porque sin esa exigencia —la que cree que pueden más si se les da más— no hay inclusión que valga. Ni retórica que lo maquille.
La escuela pública ha dejado de ser un ascensor social. Ya no corrige el origen: lo confirma. A muchos alumnos se les priva de herramientas para comprender el mundo y se les entrega, a cambio, una pedagogía amable, simbólica, cargada de consignas… pero vacía de saber. Como escribió Ricardo Moreno Castillo, el instituto se ha convertido en “un aparcamiento para pobres”. Tal vez lo más grave es que ya ni escandaliza. Y mientras tanto, los privilegiados no solo se salvan: salen reforzados.
La ministra Celaá —hoy representante ante la Santa Sede— no derogó realmente la LOMCE, sino que la reformuló con la LOMLOE. Fue una corrección sin corrección: eliminó las reválidas, rebajó el peso de los contenidos y oficializó la flexibilidad extrema como principio rector. Se limitó la repetición, se diluyó la exigencia y se proclamó una educación basada en grandes palabras —inclusión, equidad, autonomía—, bienintencionadas (a mí me encantan, como a todo el mundo, pero solo cuando sirven a la realidad, no a la pose), pero a menudo desvinculadas del conocimiento: tan vagas como inofensivas, más útiles para decorar boletines oficiales que para enseñar a escribir sin faltas.
Lo que se impuso fue una retórica que no incomoda a nadie, pero que tampoco transforma nada. Se sustituyó el esfuerzo por el acompañamiento, el contenido por el eslogan, la formación por la sensibilización. Y en esa sustitución, los alumnos de familias pobres y desestructuradas —los que más necesitarían una enseñanza estructurada, exigente y rica en conocimientos para abrirse camino— volvieron a quedar al margen. O, peor aún, fueron convertidos en destinatarios de todo… menos de lo único que realmente puede cambiar su destino: el saber.
No es una impresión aislada: es un modelo. El desplazamiento del conocimiento en favor de discursos identitarios —género, lengua, diversidad, sostenibilidad— no corrige desigualdades: las amplifica. Y no porque esos valores no sean importantes, sino porque han sido convertidos en coartada pedagógica, ocupando el lugar del saber estructurado. Mientras tanto, los alumnos más vulnerables, tras años de escolarización obligatoria, siguen saliendo del sistema sin saber redactar, sin comprender un texto complejo, sin manejar las herramientas que podrían transformar su horizonte. Esta deriva —cada vez más visible, más consolidada y más alarmante que al inicio de mi carrera docente— afecta sobre todo a los contextos más desfavorecidos. A veces tengo la convicción de que algunos alumnos con necesidades reales no solo no avanzan: salen del sistema aún más perdidos que cuando entraron.
Unamuno ya lo advirtió: “El maestro que enseña jugando acaba jugando a enseñar. El alumno que aprende jugando acaba jugando a aprender.”
La educación no está mal por accidente. Está mal por diseño. Y mientras no se denuncie el dogma, seguiremos formando ciudadanos satisfechos, pero incapaces de pensar.
El Panfleto antipedagógico de Ricardo Moreno Castillo y la columna de Arístides Mínguez no bastan. Pero al menos abren una brecha. Por ella, quizá, vuelva a colarse —con sigilo, con terquedad— la vieja dignidad del saber.
Vuelvo al aforismo de Gracián —pensar solo lo necesario, no discurrir más de lo que importa—.
Hoy me he permitido lo contrario: pensar más de la cuenta y disparar al cielo.
Quizá no dé en el blanco. Quizá algún tiro rebote en algún protocolo oficial —protocolos que están siempre por las nubes— y me caiga encima, junto al especialista en gramática parda. Pesan, los condenados.
Pero escribir obliga a pensar. Y pensar incomoda.
Con eso basta.
Buenas noches.


“ESCRIBIR OBLIGA A PENSAR. Y
PENSAR INCOMODA”.
Blas Valentín Moreno
Bueno,supongo que trabajaste en Catalunya hace mucho tiempo ya que lo que halagas en tu artículo es un verdadero fracaso. Yo creo que todos sabemos lo que falla en el sistema,y de hecho hay gente comprometida que está en la sombra que lucha para revertir este proceso deseducativo, desde su aula (“Quien cumple suele pasar inadvertido), pero eso seguramente ya lo sabes o lo has vivido en Andalucia o Catalunya.Saludos.
“El aprendizaje auténtico nace del
sentido: COMPRENDER , PENSAR ,
CONSTRUIR. PROFUNDAS TAREAS”.
Blas Valentín Moreno
“Hacer FILOSOFÍA no es más que
partir de cualquier sentido común
para dislocarlo y provocar el
extrañamiento.
Se descoloca la versión
instituida para que estallen todas las
versiones imposibles.
Se hace FILOSOFÍA mientras y entre, también”.
Darío Sztajnszrajber
“De un temario que perpetúa un
canon donde sólo veo ausencias.
De prepararlos para pruebas que no
miden nada, que no sirven de nada,
que ni siquiera entiendo por qué se siguen diseñado así”.
Nando López
¿Qué fibra toca FILOSOFAR
en las Aulas?
Es imposible expresar mejor mi sentir como docente. Gracias por poner la verdad sobre la palestra.
Fantástico artículo. El contenido refleja fielmente mi experiencia. Tras hacer el máster de profesorado y las prácticas, volví a ejercer de ingeniero, dejé la docencia horrorizado. El sistema no funciona y la Lomloe es un desastre. Antes de engañarme a mi mismo y a los alumnos, decidí volver a mi profesión. No tengo mucha esperanza, sobre todo con la irrupción de la IA.
Amén. Me sumo a tu descarnada pero certera crónica de la educación actual. Gratias plurimas
Estimado Blas:
Gracias por tu artículo y por tus comentarios elogioso sobre mi Panfleto antipedagógico.
Te hago llegar dos enlaces que te pueden interesar. No se si sabes que el panfleto fue respondido por un escrito titulado “No es verdad”, y yo en respuesta lancé otro por la red titulado “No es verdad que no sea verdad”. Este es el primer enlace que te envío:
https://archivo.aso-apia.org/pdf/prensa/noesverdadquenoseaverdad.pdf
El segundo es un vídeo de una conferencia que impartí hace unos años, titulada “los límites de la educación”.
https://www.youtube.com/watch?v=6im-bYDYq7A
A quien le parezcan de interés, puede reenviarlos a quienes le parezca.
Un cordial saludo y gracias de nuevo,
Ricardo Moreno
Gracias Ricardo por todo lo que has aportado estos años a la dignidad docente con tus pensamientos y escritos.
Tengo tu “panfleto” enmarcado hace años…
Gracias Valentín por este texto tan en la línea de Gregorio Luri, como de Ricardo Moreno y otros que, honestamente, dejáis por escrito reflexiones acertadas sobre la situación de la educación.
No te conocía, pero ya soy lector tuyo…
Un abrazo.
Gracias sinceras a quienes habéis leído y comentado.
Me alegra que el texto haya resonado con experiencias compartidas. Seguimos pensando y trabajando —desde distintos frentes— en un sistema que a veces confunde más de lo que orienta.
Os leo con atención y gratitud, también cuando compartís matices, dudas o referencias que enriquecen la conversación.
Y no olvidemos lo esencial: que incluso en contextos adversos hay docentes que enseñan, alumnos que aprenden y pensamiento que resiste.
Un abrazo.
Describir la realidad de la educación en la actualidad, no puede hacerse mejor.
Sólo esperamos, además, que personas como usted puedan cambiar el futuro