Esta ópera prima fue galardonada con el Women’s Prize y finalista del Premio Booker, principalmente por la audaz y aguda exploración que su autora hace sobre el descubrimiento de la pasión, la identidad y el amor, además de una profunda indagación sobre el doloroso legado de la Segunda Guerra Mundial.
En Zenda reproducimos las primeras páginas de La guardiana (Salamandra), de Yael van der Wouden.
***
PRIMERA PARTE
Países Bajos, 1961
1
Isabel encontró un pedazo de cerámica bajo las raíces de una calabaza muerta. La primavera había traído una helada intempestiva, una semana de aguanieve, y con el verano ya en ciernes, el huerto se estaba consumiendo. Las judías, los rábanos, la coliflor: todo marchito y medio podrido. Arrodillada en el suelo, con las manos enguantadas y un sombrero de paja atado al cuello, Isabel retiraba las hortalizas moribundas. Se rasgó el guante con una esquirla y se le hizo un agujerito.
No había herida ni rastro de sangre. Isabel se sacó el guante y estiró la palma para buscar el corte en la piel. No vio nada; sólo notó un leve escozor que no tardaría en desaparecer.
Dentro de casa, lavó el pedazo de cerámica y lo sostuvo con las manos mojadas. Una franja de flores azules a lo largo de un borde. Un trocito de pata de liebre en el punto de fractura de la loza. Era un fragmento de un plato de la vajilla favorita de su madre: la vajilla buena, reservada para las celebraciones y los invitados, que se guardaba en una vitrina del comedor y estaba prohibido tocar. Hacía años que su madre había fallecido, pero los platos seguían detrás de aquellas puertas acristaladas y apenas se utilizaban. En las raras ocasiones en que sus hermanos iban por allí de visita, Isabel ponía la mesa con la vajilla de diario y Hendrik trataba de convencerla para que abriera la vitrina.
—Pero, Isa, mujer, ¿de qué sirve tener cosas buenas si no se pueden tocar?
—No son para tocar, son para guardar.
Aquel fragmento de cerámica no tenía explicación. Isabel ignoraba de dónde podía haber salido o qué hacía enterrado allí. La vajilla de su madre se había conservado intacta. De eso no le cabía duda, pero aun así quiso comprobarlo. En efecto, el juego estaba tal como ella lo había dejado: una batería de platos, varios cuencos, una jarrita para la leche. En el centro de cada pieza, tres liebres se perseguían en círculo.
El día siguiente viajó en tren a La Haya con el pedazo de cerámica envuelto en papel de estraza. El coche de Hendrik ya estaba aparcado enfrente del restaurante cuando ella llegó. Su hermano, sentado al volante, fumaba con las ventanillas bajadas; se restregaba un ojo con el pulgar y parecía hablar solo, como si discutiera consigo mismo. Llevaba el pelo demasiado largo, pensó Isabel.
—Hola —saludó agachándose.
Hendrik saltó como un resorte y se dio un golpe en el codo.
—Joder, Isa.
Isabel entró en el coche y se sentó a su lado con el bolso sobre las rodillas. Hendrik exhaló una bocanada de humo, se inclinó hacia ella y le dio tres besos; uno en cada mejilla y otro de propina.
—Has llegado antes de hora —dijo Isabel.
—Bonito sombrero.
—Sí —dijo Isabel tocándoselo; había salido de casa muy poco convencida: no solía lucir sombreros tan voluminosos, y éste además llevaba una cinta verde brillante alrededor de la copa—. Bueno, ¿qué tal estás?
—Ahí andamos —Hendrik echó la ceniza por la ventanilla y se recostó en el asiento—. Sebastian está hablando de volver a su país.
Isabel se tocó de nuevo el sombrero, la nuca. Se ajustó una horquilla. Hendrik se lo había contado por teléfono recientemente: la salud de la madre de Sebastian había empeorado. Sebastian quería ir a verla. Quería que Hendrik lo acompañara. Isabel, sin saber cómo reaccionar, no dijo nada. Hizo caso omiso y se limitó a ponerlo al día sobre el estado del jardín, sobre su sospecha de que Neelke, la criada, le estaba robando, sobre las perturbadoras visitas de Johan y el desconcierto en que la sumían y sobre cierta factura del taller mecánico le había llegado hacía poco. Hendrik no tardó en colgarle.
—Creo que tendré que irme con él —prosiguió dentro del coche, sin mirarla a los ojos—. No puedo dejarlo solo, no puedo…
—Me he encontrado esto —lo interrumpió Isabel sacando el paquetito del bolso. Lo desenvolvió para enseñárselo, en la misma palma de la mano. Enterrado en el jardín. Debajo de una calabaza.
Hendrik se quedó mirándola, confundido. Luego pestañeó rápidamente, suspiró y cogió el fragmento para examinarlo. Le dio la vuelta.
—¿Uno de los platos de mamá?
—Sí, ¿verdad?
—Eso parece —dijo Hendrik, cauteloso, y se lo devolvió.
Por la acera de enfrente pasaba una pareja enzarzada en una discusión. La mujer intentaba bajar el volumen y el hombre levantaba cada vez más la voz.
Isabel prosiguió con el aliento contenido.
—Creo que Neelke…
—Isabel… —esta vez Hendrik, con el cigarrillo todavía en la mano, se volvió para mirarla de frente. El humo enrarecía el espacio entre ambos―. Si te empeñas en despedirlas a todas por esas fantasías tuyas, no te van a quedar criadas en toda la provincia…
—¡Cómo que fantasías! No es la primera vez que me roban. Han…
—Una vez —replicó Hendrik—. Una sola vez te han robado, y la pobre era sólo una cría, Isa, por Dios. ¿Es que tú nunca has sido joven o qué? —Isabel había apartado la vista, pero Hendrik se agachó buscándole la mirada y le dijo con voz de falsete―: ¿Yo tampoco he sido joven nunca?
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Autora: Yael van der Wouden. Título: La guardiana. Traducción: Victoria Alonso Blanco. Editorial: Salamandra. Venta: Todostuslibros


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