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La hermana menor de Bella

La hermana menor de Bella

La humanidad no terminó de comprender la importancia de confeccionar la lista de invitados a una fiesta, hasta que ocurrió el inolvidable suceso de la tía de la Bella durmiente.

Los reyes, padres de la princesa Bella, organizan una fiesta por su nacimiento, pero invitan a solo tres de las cuatro tías. Por un problema de presupuesto real —en ambos sentidos de la palabra—, la tía Amalia es dejada fuera del banquete. Las conjeturas al respecto son tantas como versiones del relato: ¿no podían los reyes haber ajustado las vituallas como para incluir a un invitado más? Sin embargo, cualquier armador de lista de fiesta sabe que se comienza por incluir a un invitado extra y se acaba con el presupuesto totalmente desbordado. Aceptemos que los reyes o el ministro de finanzas actuaron de buena voluntad: por mucho que retorcieran los números, no había modo de pagar el cubierto de Amalia.

No hay una palabra que defina a aquel que no ha sido invitado. Tampoco para especificar su frustración. ¿Por qué me dejaron afuera precisamente a mí?, se pregunta el ofendido.

"A la hora de los brindis, en el tumulto de risas y bendiciones, Amalia irrumpe sin invitación en el salón colmado. Su expresión es feroz, un rostro convulso por el odio"

Quizás vivía más lejos, quizás era la más joven, quizás fue un sorteo aleatorio. Pero ninguna de las hipotéticas respuestas satisface al ausente de la fiesta, mucho menos a Amalia. Su sensación es que la han seleccionado, de entre todos los habitantes del planeta, para no convocarla. Le han infligido una afrenta monumental.

A la hora de los brindis, en el tumulto de risas y bendiciones, Amalia irrumpe sin invitación en el salón colmado. Su expresión es feroz, un rostro convulso por el odio, una mirada de fuego y congelada de furia. No hay alegría en ninguno de los presentes que se pueda comparar con la intensidad de la sed de revancha de Amalia. Emite una maldición, apenas una frase farfullada en iracundia, pero lacerante como un decreto: condena a la recién nacida a dormir eternamente, si alguna vez se pincha hasta sangrar con el huso de una rueca.

Al cumplir Bella quince años, la venganza se materializa, por medio del azar o la contumacia. En múltiples ocasiones, los buenos deseos quedan incumplidos. Nunca los malos.

El reino entero sucumbe al conjuro, junto a su hija predilecta.

"Si la fiesta de Bella se agrió hasta lo inconcebible por no haber invitado a Amalia, no habrá mejor antídoto para proteger a Luz que invitarla"

Gracias al beso de un príncipe enamorado sobre los labios de la durmiente, Bella y el reino despiertan. En la noche de este prodigioso reencuentro, los reyes conciben a la hermana de Bella: Luz.

Para la fiesta de nacimiento de Luz, deben confeccionar una nueva lista de invitados. Esta vez, el suceso no los encontrará desprevenidos. Llaman a los principales agentes de seguridad del reino y aledaños. Las más pungentes inteligencias de los condados circundantes acuden con sus consejos y estrategias.

“Vallad el reino”, somete al escrutinio de sus majestades su plan Soponcio Albazares, caballero de la Orden de los Inexpugnables. “Infestad de cocodrilos el pozo, colocad guardias y ujieres, soltad leones feroces en diez kilómetros a la redonda”. Pacheco Ontawe, el célebre ajedrecista y salvador del reino de Butricio, famoso por prevenir invasiones a través de una inteligencia desarmada antes que entrar en combate —digno y oculto discípulo de El arte de la guerra de Sun Tzu—, propone revisar a cada uno de los invitados y asesinar pacíficamente a Amalia, ya sea en su actual residencia de la Selva Negra o cuando se acerque a Palacio. Pero los reyes descartan cada una de las soluciones como incompleta. Abrumados por el pánico, pero advertidos por la intuición única de quien ya ha sufrido el desmán, no perciben en sus corazones el impacto de una salvaguarda razonable. Hasta que acuden al sentido común de Genoveva, una de las tías efectivamente invitadas a la fiesta anterior.

—¿Y por qué no invitan a Amalia? —sugiere, generosa y desprendida—. Yo ya he sido invitada al nacimiento de Bella.  Dejemos que Amalia sea la invitada estrella ahora mismo. Enviadle una tarjeta dorada, guardadle el mejor lugar en la mesa principal, honradla con el discurso central.

Por fin los reyes disciernen en aquel consejo la palabra justa. No hay dudas. Si la fiesta de Bella se agrió hasta lo inconcebible por no haber invitado a Amalia, no habrá mejor antídoto para proteger a Luz que invitarla. Con todos los honores del caso. Discurso incluido. Será, como se dice, una reparación histórica. Agradecen a Genoveva su renunciamiento.

"En el cénit de la fiesta, para gran contento de todos los presentes, la ilustre invitada asciende al majestuoso escenario para bendecir a Luz en voz alta y pública"

Llegado el día de la celebración, potenciada por un reino que renace, los carruajes despliegan a los selectos invitados por los umbrales de palacio y las salas resplandecientes de una fiesta en ciernes. Amalia ha concurrido acompañada por un rey viudo, en una cuadriga tirada por dos corceles blancos de la China. Su lugar en la mesa principal es propio de una reina. En el cénit de la fiesta, para gran contento de todos los presentes, la ilustre invitada asciende al majestuoso escenario para bendecir a Luz en voz alta y pública.

—Te condeno —maldice—. A dormir tú, tus padres, todo tu reino y tu descendencia, si alguna vez te pinchas con el huso de una rueca.

—¡Pero cómo! —no logra contenerse la reina, la madre de Bella y Luz—. Esta vez te hemos invitado. ¿Acaso no recibiste la tarjeta dorada, no te hemos ubicado en la mesa principal, no te hemos concedido el privilegio, por todos aquí atestiguado, de dar el discurso central?

La expresión de Amalia es inicua pero no inédita para los asistentes, al responder:

—Tampoco la vez pasada me importó que no me invitaran. Apenas si fue una excusa. No los maldije porque me hubieran ofendido. Que me inviten, que no me inviten, me importa un ardite. Yo soy mala.

Y auxiliada por su acompañante, que no era un rey viudo sino una mago tan malvado como ella, se acercan sin resistencia a la recién nacida, y la pinchan con el huso de una rueca.     

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina.

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