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Ningún lugar es mi casa

Ningún lugar es mi casa

Ireneo Kublai compró el pasaje a Chile oprimiendo levemente una tecla de su computadora personal. Inmediatamente reflexionó sobre sus ancestros mongoles: habían recorrido el mundo a caballo, y conquistado el Asia. En esta instancia de la historia humana, su breve viaje en avión se conseguía por medio de una transacción virtual. Ireneo había nacido en Argentina, luego de un reguero de siglos que incluía parientes chinos, japoneses y coreanos. Su abuela materna y su madre eran ambas argentinas. Se dedicaba a la venta de mochilas y a los micro emprendimientos. Paradójicamente, en los últimos años, había estado cavilando acerca de un proyecto para que los turistas viajaran sin equipaje. Una empresa que resolviera vestuario e implementos del viajante, excepto mochila de mano.

Detestaba preparar la valija, por corto que fuera el trayecto. Calcular el clima, la ropa en función de los días y los compromisos; el pijamas, los calzados de andar y de salir. Pero ninguna idea salvadora acudía en su auxilio. Una vez más, para su viaje de negocios a Chile, debería armar su maleta.

Según el mito familiar, el imperio mongol había caído por una mujer, un amor desafortunado del último Kan. Pero Kublai apostaba a que en rigor su ancestro el Kan se había aburrido de empacar y desempacar en cada viaje.

Desde antes de su divorcio, Ireneo Kublai había decretado que ningún lugar era su casa. No sentía propia la vivienda adquirida para su fracaso conyugal, ni la de alguno de sus dos hijos —una mujer y un varón, ya autosuficientes—, ni su nuevo departamento de soltero. Ni los múltiples hoteles o departamentos de alquiler temporario, en su periplo de turista laboral. Pero no era exactamente por eso que precisaba hallarle una solución al incordio de transportar el equipaje individual de un lugar a otro del planeta. Aunque influía.

"¿Cómo resolver el engorro del viajero? ¿Cómo conseguir que un individuo abordara sin obligarse a preparar y cargar una valija?"

Repentinamente tomó la decisión de caminar hasta el shopping cercano al Aeroparque, comprar allí la valija, la poca ropa que intuyera necesaria, y hacer caminando el resto del trayecto hasta el Aeroparque, en ese mismo instante, 36 horas antes de su partida. Luego vería cómo regresar a casa, antes del viaje real. De algún modo, era un ejercicio que estimulaba su imaginación. ¿Cómo resolver el engorro del viajero? ¿Cómo conseguir que un individuo abordara sin obligarse a preparar y cargar una valija?

En el shopping compró la ropa adecuada. A un par de cuadras del Aeroparque encontró un bar junto al río y eligió un asiento mullido. La joven camarera lo atendió amablemente, pero Ireneo Kublai descubrió en la barra, tras la caja, a una bellísima mujer de entre 40 y 50 años, de rostro hospitalario e inteligente, que capturó su atención. La idea apareció en su mente como un relumbrón: el viajero sin equipaje era posible.

A diferencia del chiste con el hastío del Kan por armar y desarmar la maleta, el Emperador de los Mongoles nunca había debido empacar, se dijo Ireneo en ese ramalazo de inspiración dichosa: una innumerable cantidad de hombres y mujeres lo suplían.

"Una sonrisa de alivio reemplazó las facciones por lo general ceñudas de Ireneo Kublai. No quería gritar albricias ni Eureka, porque le parecía ridículo"

Harían falta un valet y un transporte en el lugar de partida; y otro tanto en el destino. Al valet —indistintamente hombre o mujer— se le permitiría el acceso a la casa del pasajero, 24 horas antes del viaje. Los trámites burocráticos con los respectivos aeropuertos para los check in y la retirada del equipaje de la cinta eran tareas factibles. El viajero saldría sin equipaje de su hogar. Al arribar a su alojamiento temporal, su vestimenta e implementos personales ya estarían desplegados en la habitación; también al regreso.

Una sonrisa de alivio reemplazó las facciones por lo general ceñudas de Ireneo Kublai. No quería gritar albricias ni Eureka, porque le parecía ridículo. En cambio, se acercó a la caja y le expresó a la cautivante cuarentona:

—Señorita, quiero contratarle un servicio por el cual por supuesto estoy dispuesto a pagar. Deseo dejar esta valija aquí hasta mañana. ¿Cuánto quisiera cobrarme por funcionar como consigna?

La bella mujer primero lo observó desconfiada, pero luego algo en su semblante aminoró el rechazo. Finalmente, llamó a un empleado:

—López, revísame esta maleta.

"Poco antes de abordar, en el puesto de seguridad previo a migraciones, sonaron las alarmas. Retiraron a Ireneo de la fila"

Un musculoso camarero, de treinta y pico de años, tras una mirada cómplice con la mujer, llevó la maleta a la cocina. Tras unos minutos de incertidumbre, regresó con la maleta cerrada y le hizo un gesto de asentimiento a su patrona. La mujer se presentó, se llamaba Ofelia, y le informó el precio de aquel servicio inesperado. Era costoso, pero accesible para Kublai. Ireneo aceptó, abonó en el momento, y permaneció en el bar hasta que ella tuvo un momento libre. Cuando Ofelia cerró el bar, se marcharon juntos y pasaron la noche en la casa de Ireneo.

Al día siguiente, por la tarde, Kublai retiró la valija del bar de Ofelia —se saludaron como dos amigos más que como dos amantes de una noche—, y caminó hasta el Aeroparque sintiendo una plenitud que no había conocido nunca antes.

Poco antes de abordar, en el puesto de seguridad previo a migraciones, sonaron las alarmas. Retiraron a Ireneo de la fila y, en el reducido cuarto de interrogación, le informaron que permanecería arrestado por intento de contrabando de drogas ilícitas, en el doble fondo de su maleta. Por milésimas se salvó de un condena a prisión (aunque pasó dos noches cautivo); pero perdió una fortuna, en abogados e incentivos para ratificar su inocencia. Renunció al imperio del viaje sin equipaje antes incluso de haberlo conquistado. Una vez más, la mujer había derrotado a Kublai Kan.

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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina

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