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La literatura como enfermedad incurable

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La literatura como enfermedad incurable

Joyce llegaba borracho a cenar, Lovecraft se alimentó una época sólo de helados, Umbral quería hablar de su libro, Ezra Pound fue recluido en un psiquiátrico tras ser acusado de traidor… son algunas «Rarezas», título de un ensayo que se explica en su subtítulo: «La literatura no tiene cura».

La editorial sevillana Maclein y Parker ha publicado este ensayo repleto de erudición, ironía y devoción literaria que puede parecer un catálogo de excentricidades, manías, vicios y desahogos de grandes escritores de todos los tiempos a cargo de Manuel Valderrama Donaire (Sevilla, 1967), profesor de inglés y artífice de espacios radiofónicos consagrados a la literatura como «El lector irreverente».

«Pretender vivir de lo que se escribe lleva implícito un claro desapego de la realidad», advierte Valderrama en el primer párrafo de su libro, en el que ejemplifica con tres casos inapelables: Cervantes, Poe y Kafka.

Para Valderrama «es indudable que la relación entre literatura y demencia siempre ha sido fructífera», de ahí que arranque su ensayo con un diagnóstico del doctor Johnson: «Cualquier preponderancia de la fantasía sobre la razón es un grado de locura».

El autor propone «un viaje por la historia de la literatura» a través de «los trastornos mentales» para llegar a la conclusión de que, siempre, «escribir y leer es una aventura maravillosa», sin eludir las valoraciones críticas, como denota el hecho de que dedique un ‘párrafo aparte’ a Paulo Coelho:

«…trato de evitar que verdaderos creadores literarios tengan que compartir párrafo con este autor de mapas de carretera sentimental para lectores en busca de un camino».

También deja constancia el autor de la deuda de la Psicología y la Psiquiatría con la literatura, al menos en nomenclatura: Freud debe a las tragedias griegas —»Edipo» y «Electra»—- la denominación de sus «complejos», mientras que Stendhal da nombre a un síndrome que por acumulación de belleza ofrece síntomas —compara con humor Valderrama— similares a los de las lipotimias que un turista apresurado puede padecer en un estío florentino.

Huckleberry Finn, Peter Pan, La Bella Durmiente, Pinocho, Caperucita, Alicia, Cenicienta, Pollyanna, Otelo, Anna Karenina y Dorian Gray son otros personajes íntimamente ligados a complejos o síntomas patológicos, aunque ninguno tan grave como el de Werther, capaz de designar toda una oleada de suicidios —»Para que luego digan que la literatura no es peligrosa», ironiza Valderrama—.

«Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio» fue el autorretrato que dejó de sí mismo Truman Capote, el autor que más espacio ocupa en el epígrafe dedicado a «Las plagas del yo», mientras que en el capítulo titulado «Eros…» figura la insoslayable «Lolita» de Nabokov o «Las once mil vergas» de Apollinaire como «la novela más obscena, salvaje y cruel de toda la historia de la literatura erótica».

«No es oro todo lo que reluce, ni pornografía gratuita todo lo que incomoda a las mentes bienpensantes», sentencia el autor en la conclusión de ese epígrafe, que precede al que dedica a lo que denomina «El escritor GPS» o aquel que «muestra el camino a toda una legión de lectores-creyentes en cada uno de sus libros», como es el caso —aunque involuntario— de Hermann Hesse, del que el movimiento hippie se apropió y que, después, dio lugar «a un fenómeno de literatura placebo llena de frases huecas y misticismo de centro comercial».

Tras analizar algunas de las parejas literarias más curiosas, desde la que tuvo el plagio como bien ganancial entre Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga a la relación clandestina de Benito Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán o a la tormentosa entre Rimbaud y Verlaine, Valderrama se atreve con una lista de las cinco adicciones preferidas de los escritores, advirtiendo que si entre ellos se estableciera un control antidopaje podría ser «el principio del fin de la originalidad en la literatura».

Si Balzac tomaba cincuenta tazas de café diarias y llegó a masticar granos de café sin moler, Voltaire llegó a beber entre cincuenta y setenta diarias (y vivió ochenta años), mientras que la adicción al juego —y a no pagar las deudas— le valió a Edgar Allan Poe la expulsión de la Universidad de Virginia.

También por el juego, Alejandro Sawa se arruinó intentando engañar a la ruleta y Dostoievski se apostó hasta la ropa que llevaba puesta, con el frío que hace en su país.

La nómina de adictos al tabaco ocupa toda una página y si a esos nombres se suman los adictos a drogas como el hachís, la cocaína y el opio, la mescalina y la heroína parece el índice de una historia de la literatura universal, para acabar con la adicción «número uno», el alcohol, «al que han cantado desde los clérigos goliardos hasta la Generación Pedida» -sobre la que el autor aventura el chiste de que no sería tan «perdida» si a sus miembros, en vez de en las bibliotecas, se les hubiera buscado en los bares-.

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