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La llamada de… Ana Paula Maia

La llamada de… Ana Paula Maia

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de todos los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos todavía más complejo: la literatura.

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Los padres de Ana Paula Maia le preguntaban a menudo qué quería ser de mayor y, como la niña siempre se encogía de hombros, terminaron apuntándola a cuantas actividades extraescolares fueron necesarias para despertar en ella algún tipo de vocación. Al final mostró cierto interés por el piano, el ballet y la batería, y en su adolescencia incluso formó un grupo de punk rock en el que lógicamente se encargaba de las baquetas. Pero luego llegó la época universitaria y se matriculó en tecnología y ciencias sociales, dando de este modo esquinazo a todas las actividades creativas en las que parecía capacitada para destacar. Así pues, se puede decir que Ana Paula Maia nunca sintió la llamada de la literatura y que, si ha acabado convertida en una de las escritoras más deslumbrantes de la literatura brasileña contemporánea, es porque un día se puso simplemente a escribir. Se sentó a la mesa, apoyó los dedos sobre el teclado y, ¡caramba!, aquello se le dio la mar de bien. Eso sí: en casi todas sus novelas, aunque en especial en De ganados y hombres y en la reciente Búfalos salvajes, ambas en Eterna Cadencia, se percibe el mismo nihilismo y desesperación que en cualquier concierto de auténtico punk.

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Solo hay que echar un vistazo a la Historia de la Literatura para reparar en la enorme cantidad de autores que antes de decantarse por la escritura lo hicieron por la música. Federico García Lorca, por ejemplo, tenía tantas dotes para el piano y la composición que su maestro, Antonio Segura Mesa, llegó a sugerir a la familia que lo enviaran a París, algo a lo que el padre se opuso frontalmente. En cierta ocasión, Arthur Rimbaud le pidió a su madre que alquilara un piano y, como ella se hizo la sorda, el niño cogió un cuchillo, talló las teclas en la mesa del comedor y se pasó la infancia haciendo escalas en silencio. Y justo lo contrario le ocurrió a Marina Tsvietáieva, cuya progenitora se empeñó en que aprendiera a tocar el piano, obligándola para tal fin a sentarse durante dos horas por la mañana y durante otras tantas por la tarde en un taburete que la poeta bautizó en sus memorias como el “taburete de la tortura”. Años después, cuando regresó del exilio ya devorada por la tuberculosis, esa misma madre pidió que la sentaran ante el piano de casa y tocó una pieza cuyo título su hija no quiso jamás revelar a sus lectores. Después, la madre salió a la terraza y, ya con la muerte instalada en su mirada, dijo: “Sólo lo lamento por la música y el sol”.

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Entre nosotros también hay escritores que se decantaron primero por la música. Una noche de 1987, Ramón Andrés abandonó la embajada española, donde había sido invitado a cantar trovas, y echó a andar por las calles de Copenhague. En cierto momento se detuvo, contempló la oscuridad que se ceñía sobre la ciudad y se preguntó qué diablo hacía tan lejos de casa. Fue en ese momento cuando decidió abandonar los cantos medievales y dedicarse por entero a la literatura contemporánea. Una revelación similar tuvo José María Micó, que iba para guitarrista cuando tropezó con las letras de Paco Ibáñez, Raimon y tantos otros cantautores de la época, comprendiendo al instante que la poesía era más hermosa que cualquier melodía. Y luego están los escritores que abandonaron la música por saberse incapaces de alcanzar la excelencia, como Mario Cuenca Sandoval, que dejó la batería al comprender que pronto se le haría demasiado fatigosa; Mario Obrero, que salió del Conservatorio cuando asumió que la anatomía de sus dedos nunca le permitiría dominar por completo la guitarra; y Hernán Díaz, que guardó el saxofón al darse cuenta de que sus pulmones no estaban a la altura del jazz.

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Y no olvidamos a J. R. R. Tolkien, que siempre quiso tocar el violonchelo porque, según decía, era lo más parecido a sacar música directamente de un árbol. Nunca llegó a hacerlo, pero en su obra los bosques incluso cantan.

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La última novela de Ana Paula Maia es Búfalos salvajes (Eterna Cadencia).

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Jaime
Jaime
5 meses hace

Quién no ha sido un poco punk-rock de joven. Y quizá deberíamos serlo más, pues está todo hecho polvo. Europa está hecha polvo, y por lo que tengo entendido en Alemania están las calles súper limpias.
Ahora se acerca la festividad de San Juan -que en principio era una fiesta pagana y no católica- y ya me estoy imaginando cómo quedará la playa de la ciudad donde resido después de la fiesta.