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La llamada de… Anna Caballé

La llamada de… Anna Caballé

Foto de portada: Xavi Cervera

Álvaro Colomer sigue indagando en el mito fundacional oculto en la biografía de los escritores, es decir, desvelando el origen de sus vocaciones, el germen de su despertar al mundo de las letras, el momento exacto en que sintieron la llamada no precisamente de Dios, sino de algo para algunos más complejo: la literatura.

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Anna Caballé se recuerda a sí misma como una adolescente de maduración lenta. Se refiere con estas palabras a que tardó mucho en descubrir hacia dónde quería dirigir sus pasos, a que le dominaron durante mucho tiempo sentimientos que la abrumaban, a que observaba en secreto a los adultos buscando ejemplos de vidas que emular. Anhelaba una existencia cargada de pasiones, de aventuras, de descubrimientos, pero no sabía cómo conseguirla. Hasta que una tarde, pasando el dedo por los lomos de la biblioteca de su padre, se detuvo en la sección de biografías, muchas firmadas por un tal Stefan Zweig. Las hojeó con desgana, más que nada por aquello de matar el tiempo, convencida de que no le iban a interesar. Y sin embargo, después de un rato leyendo, comprendió que aquellos libros ofrecían los modelos que andaba buscando desde antes incluso de la pubertad. Fue así como aprendió a vivir su propia vida: inspirándose en la de los demás.

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Simone Weil también tuvo una adolescencia complicada. Se convenció a sí misma de que la Verdad estaba fuera de su alcance, de que su corto entendimiento nunca le permitiría alcanzarla, de que jamás accedería a ese reino trascendente donde solo pueden entrar los hombres verdaderamente grandes. Y estos problemas de autoestima le hicieron caer, con tan solo catorce años, en una desesperación sin fondo que le llevó a desear la muerte a causa de la mediocridad de mis facultades naturales. Por suerte, el método se impuso a la urgencia y, aplicando un esfuerzo perpetuo de atención, logró tocar la Verdad al menos con la punta de los dedos. Y es que el esfuerzo, ¡ah!, el esfuerzo siempre supera —o al menos iguala— al talento.

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Ana María Matute cayó en la tartamudez cuando todavía era una niña. Las monjas de su colegio, las famosas “Damas negras”, le aterrorizaban diciéndole que el diablo entraría en su alcoba por la noche, y su madre le repetía que los duendes no existían, que le convenía abandonar la fantasía, que al fin y al cabo las mujeres habían nacido para cuidar a los hombres. Tanta presión hizo que la chiquilla se encerrara en sí misma, que las palabras trastabillaran en su boca, que evitara conversar con los adultos. Curiosamente, su tartamudez desapareció el día en que las bombas de la Guerra Civil cayeron sobre Barcelona; parece ser que el exceso de realidad le soltó la lengua. Con todo, conviene recordar que, en su novela más autobiográfica, Paraíso inhabitado (Destino, 2008), la protagonista es una chiquilla que no habla y que, cuando su madre le dice a su tía que ‘esta niña no habla… es un tormento conseguir que diga una sola palabra’, la otra replica: “Mejor para ella. Tendrá otro lenguaje”. Ese lenguaje, ese lenguaje interior de una niña que no hablaba, forma hoy parte de la Historia de la Literatura Española.

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A Carme Riera la infancia se le complicó por su negativa a aprender a leer. En el aula del parvulario había una jaula de conejos y un gallinero lleno de pollitos, y mientras los otros niños recitaban las vocales, ella observaba a los animalitos. En consecuencia, llegó a los siete años convertida en una eminencia en animales de corral, pero en una total ignorante en letras de abecedario. Y, como no sabían qué hacer con semejante zote, las monjas de su colegio la amenazaron con no dejarle tomar la comunión hasta que no aprendiera a leer. Preocupado por la situación, su padre tomó cartas en el asunto: una tarde sentó a Carme en su regazo, abrió un libro y le leyó la Sonatina de Rubén Darío. Ya saben: “La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?”. Cuando la niña pidió que empezara de nuevo, su progenitor dijo: “Aprende a leer y podrás disfrutar de este poema tantas veces como quieras”. Carme Riera es hoy miembro de la Real Academia Española.

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En 1934, Eleanor Roosevelt sentenció: “Si al dar a luz las madres pudieran pedir a un hada madrina que dotara a sus hijos con un don realmente útil, deberían pedir que fuera el de la curiosidad”. Anna Caballé, Simone Weil, Ana María Matute y Carme Riera sintieron en su infancia tanta curiosidad que no se conformaron con lo que la cotidianidad les ofrecía. Quisieron algo más y hoy son todas referentes literarios al que se agarran otras niñas.

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La última biografía de Anna Caballé es Íntima Atlántida. Vida de Rosa Chacel (Taurus), por la que ha recibido el Premio Zenda de Ensayo.

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