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La promesa

[Imagen: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, XLVI: LA PROMESA

Se llevaban casi doce años. Amador nació primero, y fue un chiquillo fuerte, inquieto, lleno de energía. Tras él, hubo cinco más, pero ninguno llegó a cumplir siquiera el primer año. Marina fue una sorpresa, un milagro del cielo, cuando su pobre madre se creía ya seca. La séptima, la última, la única hembra. Ni Antonia ni Fermín vivirían para verla crecer, pero Amador les juró que velaría por ella en su lugar. Y cumplió su promesa.

La cuidó cuando los padres faltaron, cuando el pueblo se llenó de mentiras, silencios taimados, miradas hostiles y acusaciones, cuando el mundo se volvió loco. Cuando llegaron las privaciones, los hombres malos, los golpes en las puertas de madrugada, los tiros en el corazón del bosque. Cuando algunos empezaron a desaparecer, dejando a las mujeres mordiéndose las lágrimas, abrasadas de pena y de rencor. Sobrevivieron. Sobrevivió. Por él. Por su cabezonería, su orgullo y su voluntad de hierro.

Para Marina, su hermano lo era todo. El suyo era un amor indescriptible, uno para el que no existían las palabras. Por Amador habría dado sus ojos, su existencia entera, su sangre y su alma. Habría hecho cualquier cosa por él. Cualquier cosa.

El fin de la guerra trajo a aquella región una calma frágil que no logró diluir del todo el miedo. Una aparente concordia flotaba en la superficie de los días, pero, a poco que se rascara, se podía adivinar la quemazón de las viejas inquinas, de las traiciones, del resentimiento. La gente se había vuelto hosca, desconfiada. Fueron años grises, empañados por tantos fantasmas. Perduraba el silencio. Y era un silencio pesado y denso que se podía masticar por los recovecos de cada patio.

—Nosotros no tenemos nada que temer, Marina —le recordaba Amador, despreocupado—. Estamos con los buenos.

Bien lo sabía ella, pero no bastaba. No concebía la alegre ingenuidad de su hermano. No entendía su ceguera ante la maldad soterrada y la envidia ajena. No soportaba la idea de que Amador, que con tal bravura había defendido la causa más sagrada, se rebajara a visitar a gentuza tan indigna como Isolina Prendes, o el Cojo Barrios. O la viuda de Tomás Fontela.

—Son nuestros vecinos —se excusaba él—. La pobre Isolina perdió a sus dos hijos. El Cojo es un infeliz, ¿no ves que siempre ha sido como un chiquillo? Y Esther…

—Esther es una desfachatada.

—No digas eso, hermana. Su marido fue un gran amigo, desde la escuela.

—Su marido era un ateo y un criminal.

—Padre también era ateo.

—¡Eso son inventos de la gente!

—¿Qué sabrás tú, si eras una criatura? Madre era muy devota, pero él…

—Esther es una golfa —remataba Marina, con saña—. Y tú un blando, que te deshaces en cuanto te suelta dos lágrimas de cocodrilo. ¿No ves que solo quiere enredarte?

—Estás celosa —bromeaba él, pellizcándole las mejillas, ignorando sus bufidos de gata enrabietada—. Pero, tontita, si a ti te voy a querer siempre más que a nadie…

Amador no distinguía, no tenía el menor juicio, y ese era, probablemente, su único defecto. De bueno que era, podía ser estúpido. Cualquier cosa lo conmovía y no sabía el significado del resentimiento. Por eso no podía concebirlo en los demás. Por eso creía a pies juntillas en el perdón. En la fantasía de borrar el pasado y seguir como si nada.

A nadie le sorprendió que la viuda de Tomás se quedara encinta. Tampoco es que la muy descarada lo escondiera. Andaba por ahí paseando sin rubor alguno su indecencia, tocándose la tripa con arrobo, como si fuera la mismísima Virgen.

—Es de Amador —cuchicheaban todos.

—¡Mentira! —bramaba Marina, lívida por la vergüenza—. Es de un pastor de Tresmontes, que la ronda hace meses. Le abre la puerta en plena noche, esa puerca…

—Esa puerca te va a dar un sobrino —canturreaba Remedios, la del Pozo.

—A las viudas de los amigos hay que cuidarlas —apostillaba Carrasco con sorna.

Se reían, sin disimular siquiera. Regodeándose en aquella historia repulsiva, en aquel infundio. En el bochorno que le causaba.

La criatura nació en enero, la madrugada que nevó y se helaron las fuentes. Amador festejaba en la taberna. Orgulloso. Como si hubiera algo que celebrar. La parranda duró poco. Todavía estaba oscuro cuando Remedios entró, desencajada, anunciando que había sido un varón sano, pero que la madre se les iba en sangre. Toda la concurrencia se quedó muda, la alegría cortada a cuchillo de repente.

—Amador, por Dios —suplicó la del Pozo, asiéndole de la pechera—. Te está llamando. Cumple con ella, que se va a ir en pecado mortal.

Los casó el párroco, Don Secundino, a toda prisa y con pena sincera. Siempre había sido un blando.  Por si fuera menester, bautizó al recién nacido y ofreció a la novia el consuelo de los últimos Sacramentos.

—Cuídalo, Amador, por tu alma —musitó Esther, pálida ya como un sudario—. Y quiérelo mucho. ¿Me lo prometes?

Amador hizo la segunda promesa solemne de su vida. Devastado, llevó al niño a su casa y lo dejó en brazos de su hermana.

—Ocúpate —le pidió. Temblaba—. Yo tengo que velar a su madre.

—A cualquier cosa la llaman madre…

—¡Marina! —bramó él, descargando un puñetazo contra el postigo—. ¡Era mi mujer! ¡No te consiento que la desprecies!

Fue la primera vez que le oyó levantar la voz. Cuando se hubo marchado, miró al niño. Tenía los ojos del padre.

Amador volvió casi a medio día, extenuado y con los hombros hundidos. Su hermana estaba sentada junto al fuego, con la mirada perdida.

—¿Dónde está Tomás? —inquirió él.

Aquel silencio sin emoción le puso los pelos de punta. Entró en el dormitorio a trompicones. La cama estaba vacía, y un ardor amargo le subió hasta la boca. Se fue a por ella como una fiera, zarandeándola sin miramientos.

—¿Dónde está? ¿Dónde?

—Su padre vino a buscarlo. El verdadero —espetó ella, alzando la barbilla.

Ciego por la ira, le cruzó la cara con dos bofetadas.

Buscaron al niño durante días. Nunca apareció. Marina jamás se desdijo de su historia, y repitió hasta la saciedad que el pastor había venido a por su hijo, para llevárselo a América.

Un odio callado floreció entre los dos hermanos. Uno que, con todo, no impidió que pasaran el resto de sus vidas juntos, solos bajo el mismo techo. Cuidando el uno del otro sin palabras. De vez en cuando, Amador miraba a Marina, mientras ella bordaba junto a la lumbre.

—Dime la verdad —exigía entonces, en tono ya cansado—. ¿Le hiciste algo?

—Que me fulmine Dios y el Diablo se me lleve si miento —recitaba ella, impasible.

Dios nunca la fulminó. Seguramente Él entendía sus razones.

Habría hecho cualquier cosa por su hermano. Cualquier cosa.

 

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